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Cameron se apretó las manos contra la frente y, al sacarlas, le quedaron unas marcas blancas que le duraron unos segundos. Derek hablaba por el transmisor, con la cabeza ladeada hacia el hombro:

– Ésta es la situación -acabó-: no podemos volver a Baltra. Necesitaremos que nos saquen de aquí.

El transmisor emitió un crujido y se escuchó la voz hueca de Mako:

¿Cómo andáis de comida y de agua?

Derek echó un vistazo a una de las cajas de viaje, llena de paquetes de comida y de cantimploras.

– Para una semana.

Justin se pasó una mano, nervioso, por el pelo rubio y sucio.

– No me gusta cómo se está poniendo esto.

Szabla se puso un dedo sobre los labios. Estaban sentados en los troncos, alrededor del fuego. A pesar de que se habían estado poniendo protección solar constantemente, todos tenían síntomas de quemaduras. Derek estaba de pie en medio del círculo, de espaldas al fuego. Cameron estaba sentada en un extremo del tronco más cercano a las tiendas, vigilando a la larva. Esta, de momento, se había colocado a la sombra del tronco.

Diego había montado la PRC104 con la antena y estaba intentando sintonizar con la Estación Darwin. Aunque no podía hablar por el auricular, pretendía utilizarlo para enviar un mensaje de SOS en código morse. Las posibilidades de que alguien oyera la radio en esa oficina eran escasas, especialmente porque la Estación se encontraba cerrada y no había nadie en ella, pero tenía la esperanza de que alguno de los habitantes de allí, o Ramoncito, se encontraran cerca.

– ¿Por qué no conecto con Puerto Ayora en tu lugar? -preguntó Derek-. ¿Han enviado un barco?

– Porque -respondió Diego-, aunque tuvieran otro barco adecuado, que no lo tienen, la radio satelital está estropeada. Sólo hay una PRC104 con antena extensible, como ésta. No puedo recibir señales del continente, por no hablar de Estados Unidos.

Mako guardó silencio unos instantes. Cuando habló, lo hizo con voz baja y distante.

– Estamos metidos en la mierda en la frontera de Perú. No sé cuándo podremos mandaros un helicóptero. -Había ira en su voz-. Ya sabes cómo estamos de suministros ahora, Mitchell.

– Sí, señor. -Derek sonrió con tristeza y los labios, pálidos y cuarteados, le escocieron.

– Veré qué puedo hacer.

– Muy bien, señor.

– La primera vez que llamaste habías perdido la munición. Ahora, el barco y las armas. ¿Crees que conseguirás no perder nada más hasta que volvamos a ponernos en contacto?

Derek se aclaró la garganta, y acercó los labios al transmisor.

– Sí, señor -respondió, pero Mako ya había cortado.

– Bueno, ha sido fácil -dijo Rex. Se puso de pie y se dio una palmada en los muslos-. Necesito conectar con Donald. Ponerle al día.

– ¿Y cómo vas a hacerlo? -preguntó Savage-. No tenemos radio.

– Pensé… pensé que podría utilizar uno de vuestros transmisores -respondió Rex.

Tucker se puso rígido.

– ¡Vaya por Dios! -exclamó Szabla mirando a Tucker-. A ver si creces de una puta vez. -Se descubrió el hombro y se dirigió a Rex-. Ven aquí.

Rex se sentó a su lado y Szabla activó el transmisor y pidió al operador militar que la conectara con la línea telefónica del Nuevo Centro. Rex se inclinó hacia delante para hablar con el transmisor, acercando los labios al hombro desnudo de Szabla.

– Rex -dijo Donald-. Me alegro de oírte. Hemos obtenido unos resultados extraños de esa muestra de dinoflagelados.

– Nosotros también hemos tenido cosas extrañas por aquí -dijo Rex. Le contó lo de la muerte de Juan, lo del barco y lo de la larva que Cameron y Derek habían descubierto.

Hubo una larga pausa.

– Haría cualquier cosa para ver esa larva -dijo finalmente Donald-. Voy a preparar el laboratorio por si decides traerla.

– ¿Qué me decías de la muestra de dinoflagelados? -preguntó Rex.

– Yo estaba en lo cierto. Acerca de que contenía un virus. La doctora Everett no ha podido identificarlo: ahora le realizan una prueba de ácido nucleico, pero dudo de que coincida con ningún espécimen del banco de genes. Acaban de mandarme por correo electrónico los resultados micrográficos: el virus tenía un aspecto de escaleritas en espiral, como un segmento de ADN.

– ¿Cuáles son sus efectos?

– Tendremos que deducir su patogenicidad, pero Everett está extremadamente preocupada. ¿Ha tomado muestras de agua?

Rex le echó un vistazo a Diego, que había dejado de manipular el auricular de la radio y buscaba algo en la bolsa. Sacó por fin los dos tarros que habían llenado de agua: uno con agua de punta Berlanga y otro con agua del lago.

– Sí -respondió Rex.

– Bueno, pues recoge más. Por toda la isla: sácalas de cualquier lugar donde haya un poco de agua y de las costas para que podamos estudiar el agua de las principales corrientes marinas. Quiero encontrar la procedencia de esa cosa, ver cómo se introdujo. De momento, lo único que sabemos es que se encuentra cerca de Sangre de Dios. No se ha registrado la presencia en ninguna otra parte, de momento.

A Rex, el pelo le caía sobre la frente en mechones despeinados.

– Por supuesto -murmuró-. La lancha perforadora. -Se dirigió a los demás, excitado-: ¿Os acordáis de ese chico de Santa Cruz que nos preguntó si vendríamos aquí otra vez en la lancha perforadora?

Diego se miró los pies.

– La lancha perforadora para muestras de roca de zonas profundas.

– ¿Qué? -preguntó Tucker.

– Tomaron varias muestras de roca de la costa de aquí -dijo Diego, señalando al sur, hacia el mar-. Justo más allá de punta Berlanga.

– ¿Qué sucede? -se oyó a Donald, con voz chillona-. ¿A qué viene ese escándalo?

– Una lancha del Programa de Perforaciones Oceánicas estuvo por aquí -dijo Rex-, sacando muestras. Es posible que ese virus hubiera estado enterrado en la cuenca oceánica. A veces ése es el origen de un virus. Los agujeros que dejaron en la roca al extraer las muestras podrían ser algo parecido a… a la cueva de Kenia, la cueva que se cree es el lugar donde se hallaba el filovirus Marburg.

– La cueva Kitum -dijo Diego-, la que se encuentra en el monte Elgon.

Se levantó, desenroscó la antena de la radio y la plegó.

Rex se volvió y se acercó a Szabla con un sentimiento de ridículo por hablar al hombro de ella.

– Las muestras de roca se congelarán y se archivaran en una de las lanchas. Descongélalas y comprueba si alguna bacteria termofílica ha sobrevivido a la congelación. Envíaselas a la doctora Everett para que mire si están infectadas de la misma forma. Si lo están, con toda probabilidad ése es el origen de la infección de los dinoflagelados.

Donald asintió y cortó.

Los soldados miraban a Rex y a Diego sin comprender. Szabla se paso la mano por el cuello, comprobando el estado de la piel de la zona de la laringe. Derek apartó los ojos de ella y Szabla se dirigió a Rex.

– ¿Querrás decirnos de qué coño estás hablando? -le pidió.


El capitán Buck Tadman se puso el puro en el extremo izquierdo de la boca y se inclinó sobre la proa del barco perforador, observando las olas que rompían contra el casco. El cocinero estaba de pie a su lado, con el delantal blanco manchado.

– ¿Quieres mi consejo matrimonial? -dijo Buck. Dio una palmada y continuó-: Compra un cinturón con una hebilla más grande.

El cocinero tiró su cigarrillo al agua espumosa y volvió a la cocina.

Un hombre delgado con gafas pasó al lado de Buck y le saludó con la mano; Buck esbozó media sonrisa y escupió la punta del puro sobre la cubierta húmeda. El hombre desapareció en dirección al laboratorio. Buck estaba harto de los científicos. Y su barco, el SEDCO/BP 469, tenía un exceso de ellos: paleontólogos, sedimentólogos, petrólogos, especialistas en magnética, geofísicos, geoquímicos, geomierdólogos. Todos esos títulos detrás de los nombres hacían que la lista de pasajeros del barco pareciera una sopa de letras. Pero pensó que, después de todo, era lógico: el barco era una estación de investigación flotante.

Hacía unos dos meses que habían zarpado del puerto de San Francisco, iniciando el decimoséptimo trayecto del Programa de Perforación Oceánica, un viaje de seis meses bajando por la costa occidental de América del Sur, girando por el cabo y subiendo de nuevo hasta Florida. Había varias paradas previstas para recoger muestras de tierra de la cuenca oceánica y analizarlas en busca de información sobre el origen y la evolución de la corteza oceánica, las secuencias sedimentarias marinas y la evolución tectónica de los márgenes continentales.

El Programa de Perforación Oceánica, subvencionado y dirigido por la Asociación Internacional de Organismos Oceanográficos y por la Fundación Nacional de las Ciencias de Estados Unidos, disponía de cuatro barcos de perforación distribuidos por todo el globo, cada uno de ellos un petrolero convertido y equipado para la obtención de muestras de roca y sedimentos. El barco de Buck, el SEDCO/BP 469 era el mejor de todos.

Buck miró con orgullo la torre de perforación que se levantaba hasta unos sesenta metros por encima del nivel del agua. Dos hombres estaban colocando el taladro giratorio de tungsteno de carburo de cuatro puntas al tubo de extracción con sus cuatro pesos de estabilización. Cuando el taladro empezara a girar en el fondo oceánico, perforaría la roca como si ésta fuera una manzana. El hombre más alto hizo una señal a otro de los miembros del equipo de perforación y el taladro fue introducido en un agujero de siete metros de profundidad hasta el fondo del casco del barco. El taladro entraba en el agua a través de una canalización. La maquinaria se puso en funcionamiento y los mecanismos hidráulicos y mecánicos impulsaron el taladro hacia el fondo oceánico con un gran estruendo. El punto a perforar se encontraba a cinco mil quinientos metros de profundidad; la punta del taladro tardaría unas doce horas en llegar a él.

Cuando el taladro llegara al fondo, se activaría el sistema de rotación del taladro, se bombearía el agua de la superficie y el barro por el tubo de extracción para mantener la punta del taladro a una temperatura baja. Las muestras de tierra, protegidas en una cápsula interna, se extraerían de la roca y se subirían a la superficie por el tubo de extracción y, a partir de ese momento, los científicos las llevarían al laboratorio y las estudiarían durante días. Esa muestra, de quince centímetros de ancho por tres metros de largo, sería examinada en busca de fósiles, poros, bolsas de gas, patrones en los minerales máficos y olivinos y de unos minúsculos organismos resistentes al calor conocidos como microbios termófilos. A veces incluso realizaban una atenuación de rayos gamma y una medición de porosidad para averiguar la densidad.

Buck dio unas cuantas órdenes para sentirse importante y para disfrutar con la incomodidad de los trabajadores al sentirse observados mientras mordía la punta de otro puro, la escupía y lo encendía. Un marinero de la tripulación se acercó corriendo:

– Alguien del Nuevo Centro en la radio -anunció-, un tal doctor Donald Denton.

– ¿Y? -preguntó Buck.

– Quiere hablar con usted. Dice que es urgente.

Buck se dirigió hacia la radio, que se encontraba en la mesa de control, sin prisas y disfrutando de su cigarro. Habló al auricular con la voz ronca:

– ¿Hola? ¿Qué hay?

– Señor Tadman, soy Donald Denton, del Nuevo Centro de Ecotectónica en Sacramento. Me han dicho que usted extrajo algunas muestras de la costa de Sangre de Dios.

– Siempre es bueno que hablen de uno -dijo Buck.

– Necesito ver esas muestras. Tenemos buenos motivos para sospechar que esa extracción liberó unos virus nuevos que se encontraban en el suelo oceánico. En realidad, esos virus pueden encontrarse ahora mismo en los microbios termófilos de las muestras. Es urgente; he pasado la mayor parte de las últimas horas buscando la forma de ponerme en contacto con usted.

– Entonces, ha malgastado usted la mañana -respondió Buck-. Esta vez hemos pasado de largo las malditas Galápagos. Demasiada agitación y espuma. Perforamos en Sangre de Dios durante el último trayecto. Las muestras se han archivado en su región.

– ¿Dónde? -La voz de Donald sonaba exasperada.

– En el Instituto Scripps de La Jolla, California. -Buck pronunció la jota con fuerza.

– Excelente. Muchísimas gracias.

– De nada. ¡Ah, doctor! -Buck soltó una bocanada de humo contra el auricular-. Es «capitán Tadman».

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