Samantha no podía recordar la última vez que había dormido. A pesar de la continua actividad de la improvisada estación situada al otro lado de la puerta de emergencia, dormitó un poco con la frente apoyada en la ventana. Donald llegó hasta ella, divertido, y dio unos golpecitos en el vidrio. Ella se despertó, sobresaltada.
– Yo no lo hice -dijo.
Donald rió mientras se subía las mangas de la camisa.
– Creo que hemos comunicado las complicaciones medioambientales y médicas a tus superiores de forma bastante admirable.
– Es la primera vez que ofrezco mi testimonio a través de una ventana.
– Me alivia que Rex y Diego hayan salido de la isla. -Donald se arrugó la camisa con la mano y se entretuvo admirando las arrugas que había formado-. Espero que los demás estén bien. -Juntó los labios con fuerza, evidenciando la barba blanca-. Un grupo valiente.
– Me gusta esa Cameron -dijo Samantha-. Lista y firme. Así es como quiero ser cuando crezca.
Oyeron las pisadas que anunciaban la llegada del coronel Douglas Strickland y cuando miraron, Samantha se sorprendió al ver que iba acompañado por el secretario de la Armada, Andrew Benneton. De vuelta de una reunión del subcomité del Senado, Benneton llevaba traje elegante y bien cortado. Donald se puso de pie, nervioso, jugando con los dedos en el respaldo de la silla.
Los hombres se dieron la mano y Benneton saludó a Samantha con la cabeza.
– Me alegro de saber que Rex está a salvo -dijo Benneton-. Vamos a poder sacar al resto de la escuadra de la isla dentro de poco más de veinticuatro horas.
– ¿Qué hay del ataque aéreo? -preguntó Donald-. ¿Está cancelado?
Benneton negó con la cabeza con expresión triste.
– Lo siento, Donald, pero el equipo de aquí cree que no se puede correr el riesgo de que el virus Darwin se extienda.
Samantha golpeó ligeramente la cabeza contra el vidrio.
– «El equipo de aquí.» Yo he entrenado a la mitad del maldito «equipo de aquí».
– Tan pronto como el rescate de la escuadra haya finalizado, vamos a mandar un B1 desde Baltra. Bomba de neutrones -dijo Strickland. El tono era de suficiencia, casi de orgullo. Se quitó la boina y se la colocó debajo del brazo, apretándola con el codo contra el costado del cuerpo-. Hemos recibido la aprobación de Naciones Unidas esta mañana.
– Vaya sorpresa -murmuró Samantha.
Donald, con las piernas temblorosas, se sentó.
– Una bomba de neutrones. Eso va a matar toda vida terrestre en la isla. Va ha hacer hervir todas las aguas de alrededor y va a provocar una enorme ola. Todo lo que haya en muchos kilómetros… muerto.
Strickland se pasó la lengua por los labios.
– Ése es el tema, doctor.
Benneton apartó la vista, por el tono de Strickland. Samantha intuyó que no había ninguna historia de amor entre los dos.
– Andrew -dijo Donald-. Si pudieras comunicar que el reservorio del virus ha sido exterminado, y que las aguas de la isla ya no están infectadas, ¿estarías dispuesto a cancelar el ataque aéreo?
– ¿Puedes comunicarme una cosa así?
– No -dijo Donald-. No, todavía. Pero Rex y el director en funciones de la Estación Darwin, el doctor Diego Rodríguez, se dirigen hacia la Estación para llevar a cabo pruebas de muestras de agua en estos momentos, y tengo entendido que los soldados están dando caza a los reservorios del virus que quedan.
Strickland negó con la cabeza.
– Creo que esto no aporta base suficiente para…
– Doctora Everett -la interrumpió Benneton-, ¿cree que habremos llegado a un estado de seguridad razonable si conseguimos esos objetivos?
– Sí -dijo Samantha-. Por supuesto, no sabemos cuándo puede reaparecer este virus, pero si las aguas de Sangre de Dios no están contaminadas y si los reservorios son exterminados, eso nos ofrece todas las garantías que podemos esperar. -Echó un vistazo a Strickland-. Por supuesto, tantas como las que nos ofrecería un bombardeo.
Benneton dejó que esto se asentara.
– Dada nuestra actual falta de fuerzas humanas, ¿cómo podemos vigilar la isla ante una eventual reaparición?
– De forma mucho más sencilla que si está irradiada -respondió Samantha.
Donald hizo un ademán tranquilizador.
– El doctor Rodríguez se ha ofrecido a vigilar la actividad ecológica allí de forma continuada, además de vigilar el fitoplancton unicelular de las aguas de los alrededores. También podemos tomar medidas para poner en cuarentena la isla.
Benneton apretó los labios, como si se debatiera internamente.
– Si me ofrecen ambas garantías -anunció finalmente-, entonces cancelaré el ataque.
Strickland tomó aire con fuerza, con los orificios de la nariz dilatados.
– No estoy seguro…
– Si, y sólo si, estas condiciones se consiguen -dijo Benneton. Las enumeró con los dedos-: Las aguas limpias, los reservorios exterminados y una supervisión continuada de la isla. Lo siento, Donald, pero esto es lo más negligente que puedo ser.
– ¿No puede aplazar el bombardeo? -preguntó Donald.
Strickland se rió disimuladamente.
– Por supuesto. Simplemente pediré a las Fuerzas Aéreas que permitan al presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor dirigirse a la cumbre de Caracas sin escolta aérea. Quizá podamos conseguir ayuda aérea de los tres batallones que hemos enviado a Guayaquil. -Volvió a mostrar su habitual sonrisa-. Dados nuestros limitados recursos, necesitamos encontrar los medios más eficientes para neutralizar la situación.
– Creo que no comprende la gravedad de lo que está sucediendo en la isla.
– Por supuesto que sí, doctor. No se equivoque: estoy al corriente de que tenemos entre manos un problema de primer nivel. Y por eso vamos a manejarlo con métodos de primer nivel. Estamos manejando una infinidad de recursos logísticos para llevar esos aviones el treinta y uno para el rescate de las diez de la noche y el bombardeo de las once.
Strickland consultó el reloj. Los dígitos brillaban, rojos: 19.03, 30 Dic. 07.
– Tienen veintiséis horas y cincuenta y siete minutos. Les sugiero que apremien a sus colegas para que las utilicen bien. -Se colocó la boina en la cabeza y la acabó de ajustar con un toque con el dedo índice-. Que pasen un buen día.
Dirigió un rígido saludo a Benneton y enfiló hacia el recibidor.