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1 ene. 08


Samantha ya se encontraba a punto y esperando cuando un malhumorado enfermero llegó y le abrió la puerta de la celda a las nueve de la mañana. Salió al pasillo y respiró hondo mientras estiraba los brazos. Resultaba extraño encontrarse fuera de los límites de la habitación; normalmente tardaba unos segundos en adaptarse.

El enfermero le comunicó los resultados de la prueba de esa mañana. Cómputo vírico: cero. Samantha le puso las manos encima de los hombros y le dijo:

– Siempre me acordaré de ti.

Él no sonrió.

Samantha recibió una fuerte ovación cuando pasó por la habitación de personal y levantó las manos entrelazadas por encima de la cabeza como una campeona de pesos pesados. Cuando pasó por recepción, una de las secretarias se puso de pie mostrándole una nota de color rosa.

– El Instituto Nacional de la Salud ha llamado esta mañana -le dijo-. Se han enterado de que estabas localizable.

Sin disminuir el ritmo, Samantha tomó la nota y se dirigió hacia la entrada.

El coronel Strickland la alcanzó en la puerta y la agarró por el hombro con mano firme. Samantha tuvo que inclinar la cabeza hacia atrás para mirarle a la cara.

– El secretario Benneton se ha sentido bastante impresionado por sus esfuerzos -dijo-. Me ha pedido que le hagamos extensión de la oferta de volver como jefe de la División de Evaluación de Enfermedades.

Samantha se pasó una mano por el pelo castaño totalmente despeinado y se rascó la cabeza.

– No le va a gustar mucho mi propuesta sobre lo que puede usted hacer con su oferta, señor.

– Me imaginé que tendría… ciertas reservas -dijo, levantando una ceja perfectamente arreglada-. ¿Se retira?

Samantha se rió y atravesó la puerta.

– Sí -dijo por encima del hombro-. Pensé en empezar a hacer punto de cruz.

Aunque Samantha no le vio, el coronel Douglas Strickland sonrió.


– Hola -dijo Samantha cuando Maricarmen descolgó el teléfono-. ¿Dónde están mis hijos?

– Iggy y Danny están mirando dibujos animados -dijo Maricarmen-, y Kiera finge que no.

Samantha dio unos golpecitos al móvil. Unas calles más arriba, un coche tocó el claxon.

– ¿Qué ha sido eso? ¿Estás fuera?

– Libre por fin.

– Voy a buscar a los niños. Estarán tan contentos…

– Prefiero darles una sorpresa en persona. Pero primero voy a hacer una rápida visita a Hopkins.

– ¿El hospital John Hopkins? ¿En Baltimore? ¿Para qué?

Samantha sonrió.

– Para visitar a un amigo.

– ¿Un amigo?

– El doctor Martin Foster. No te preocupes, pronto estaré en casa.

Colgó y giró el sintonizador de la radio hasta que encontró una emisora nostálgica. Sonaron The Carpenters y Samantha cantó con ellos mientras los árboles pasaban volando al lado de la carretera.

Finalmente llegó al hospital, aparcó la furgoneta cerca del Edificio Ross y encontró las oficinas de Enfermedades Infecciosas. Se detuvo en la puerta, sintiéndose nerviosa de repente. Se dio cuenta de que todavía llevaba puesta la bata y se maldijo a sí misma por no haber ido antes a casa para ducharse y cambiarse.

Entró y saludó a la recepcionista, una mujer grande cuyo ordenador estaba repleto de fotos de familia.

– Hola. Soy Samantha Everett. Quiero ver al doctor Foster.

– ¿La está esperando?

– No -respondió Samantha-. En absoluto.

– Bueno, ahora mismo se encuentra con un paciente. Estará realmente ocupado durante las próximas horas.

– Muy bien -dijo Samantha-. Esperaré.

Se sentó y tomó una revista People. Luego inclinó la lámpara de latón para arreglarse el pelo mirándose en el reflejo.

– Señora Everett -dijo la recepcionista, intentando no sonreír-. ¿O es «doctora»?

– Cualquiera de los dos -dijo Samantha-. Lo que prefiera.

Creo que puedo encontrarle un hueco durante unos minutos dentro de una hora. -Comprobó la agenda-. Pero no estoy segura. ¿Quizá querría esperar en un lugar más cómodo?

– Claro. -Samantha se encogió de hombros-. ¿Qué me sugiere?

La recepcionista sonrió con timidez.

– Quizá sea porque tengo cuatro hijos, pero siempre me ha gustado el pabellón Infantil.

– Ajá -dijo Samantha-. Suena bien.

Abandonó la oficina y cruzó la calle hasta el Edificio Nelson. Subió en ascensor hasta el segundo piso, donde una fila de sillas se encontraba delante de una gran ventana. Allí las expectantes madres y padres podían ver a sus bebés por primera vez. Samantha se sentó en una silla de plástico de color naranja y empezó a balancearse sobre las dos patas traseras mientras observaba las filas de bebés hermosos y sonrientes.

Cerró los ojos y pensó en el virus Darwin, ahora a salvo en el congelador Reveo en Fort Detrick. Todavía debían realizarse muchas pruebas para comprender mejor su etiología y patogenicidad. Quizás algunos de los dinoflagelados infectados habían sobrevivido y se encontraban flotando en algún lugar del océano, el virus listo para encontrar la vía de entrada en otra especie en cuanto las circunstancias lo permitieran. Rezó en silencio para que el virus no volviera a aparecer. Repasó mentalmente los sucesos de la última semana en busca de errores que hubiera podido cometer, errores de juicio. Ésa era la parte más difícil del trabajo: tomar decisiones difíciles cuando eran vidas lo que estaba en juego. Asumir la responsabilidad por completo era difícil, pero Samantha no lo habría querido de otra forma. Se preguntó cuánto tiempo tardaría en aparecer otro virus mortal en las selvas de Kenia, la cuenca del Amazonas o las llanuras de Australia.

Notó que una mano se posaba en su hombro y abrió los ojos. Vio el reflejo del doctor Foster en la ventana. Se encontraba de pie detrás de ella, en silencio. Samantha sintió la calidez de su mano. Se quedaron un rato en silencio, Samantha sentada y el doctor Foster de pie detrás de ella. Sin darse la vuelta ella puso su mano encima de la de él.

Esa paz fue rota por el ruido de una bandeja que cayó al suelo en algún lugar. La voz de Iggy sonó alta y clara desde detrás de la esquina del pasillo.

– ¿Es aquí donde la mujer gorda dijo que estaba mamá?

Luego se oyó la voz de Kiera:

– No es bonito decir «gorda», idiota. Era de complexión grande.

Samantha oyó que Danny se reía y que Maricarmen intentaba hacer callar a los tres y una enorme sonrisa se dibujó en su rostro. Se apoyó en el respaldo de la silla, admirando a los sanos bebés que estaban delante de ella, sintiendo la mano de Martin Foster encima del hombro y escuchando el ruido de sus hijos al acercarse. Así es como tenía que ser, pensó. Así es como, de verdad, tiene que ser.

Por primera vez, que ella recordara, desconectó el busca.

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