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26 dic. 07, día 2 de la misión


Al anochecer, la ooteca empezó a moverse. Las cámaras individuales se retorcieron hasta que el techo del túnel de lava parecía vivo.

Los ruidos de la ooteca contorsionándose y temblando resonaban por el interior del túnel. Una pequeña cabeza de color verde atravesó la cáscara exterior como si fuera papel maché por la válvula de salida de la cámara. Envuelta en una membrana, se retorcía y avanzaba como un gusano al que seguía un delgado cuerpo.

En lugar de caer al suelo, la larva bajó lentamente suspendida en un fino hilo de seda producido por una glándula de su abdomen. Mientras descendía, otras larvas empezaron a salir y a bajar, como paquetes viscosos que se retorcían en su descenso desde el techo de la cueva. Sus cuerpos eran visibles a través de la membrana traslúcida que las envolvía. Tres de ellas bajaban pegadas, colgadas de los hilos y rotando.

La presión de la sangre en la cabeza de la primera larva provocó el rompimiento de la membrana. La larva se retorció y se libró de la cobertura, cayendo al suelo. De unos sesenta centímetros de largo, parecía un enorme gusano u oruga. El cuerpo era cruciforme y gordo, compuesto de un largo abdomen y un tórax más pequeño, y la cabeza estaba bien desarrollada. Presentaba un aspecto cilíndrico y liso. Tenía seis patas: unas extensiones diminutas, cada una de ellas terminada en un gancho apical, que salían en pares de los tres segmentos del tórax, el pronoto, el mesonoto y el metanoto. El abdomen también estaba segmentado, en nueve partes, pero en lugar de patas tenía falsas patas, unos apéndices carnosos con apariencia de muñón. La larva utilizaba esas patas falsas para desplazarse torpemente.

Lo más asombroso del aspecto de la larva era su cabeza, que parecía extrañamente animada debido a su tamaño y a la precisa colocación de sus partes. A diferencia de la mayoría de las larvas, que tenían ocelos en lugar de ojos verdaderos, ésta tenía unos grandes ojos vidriosos, uno a cada lado, y una boca que se abría en una línea debajo de la curva de una protuberante nariz. A pesar de que el tórax medía quince centímetros ante los veinticinco del abdomen, la cabeza ocupaba veinte centímetros de la longitud total de la larva.

A ambos lados de la cabeza, tres finas branquias temblaban cuando la larva respiraba. Dos antenas segmentadas en tres partes y acabadas en un largo filamento se extendían desde la parte superior de la cabeza. Un par de espiráculos en cada segmento abdominal le permitían expulsar el aire.

Las cabezas empezaban a salir de las membranas a medida que las larvas se liberaban, rascando con las pequeñas patas y perforando los sacos. Al quedar libres, las falsas patas se agitaban en el aire como manos humanas sin dedos. Las larvas iban aterrizando y avanzando con contorsiones del cuerpo, y agarrándose al suelo con sus falsas patas.

Arriba, en la ooteca, una larva más pequeña que las otras se retorcía ya parcialmente fuera de su cámara y el aire silbaba al pasar a través de la cutícula. Contorsionándose dentro del saco, la larva intentaba liberar su cuerpo. Las demás miraron hacia arriba, a la pequeña ruidosa, como si sus cabezas se hubieran girado hacia ella, por instinto.

La larva pequeña se liberó de su cámara y se produjo un silbido. Incluso a través del saco de membrana, una de las patas quedó atrapada en la ooteca y se rompió con un chasquido húmedo. La larva se debatía mientras descendía lentamente por el hilo y el aire le salía de forma irregular y sonora por los espiráculos. Consiguió liberarse parcialmente del saco, pero dos de sus patas quedaron pegadas a uno de los costados. La cutícula, al igual que la de las demás larvas, era casi transparente, una funda suave de color verde que cubría la red de hemolinfa y los órganos palpitantes.

Las demás larvas, con movimientos lentos y torpes, se reunieron en torno a la pequeña, observando con expectación. Con un frenético movimiento de las cinco patas que le quedaban, la pequeña se acercó al círculo de sus hermanas. Las larvas abrieron la boca, revelando dos oscuras mandíbulas totalmente esclerotizadas, puntiagudas y con forma de arco, como medias lunas dentadas. Las bocas, que antes habían estado integradas con la cabeza, en aquel momento sobresalían y mostraban un labro frontal y un labio inferior carnosos que funcionaban como encías sin dientes. La pequeña cayó en medio del anillo de cabezas de las larvas y el aire silbó a través de los espiráculos cuando las mandíbulas empezaron a morder la frágil cutícula.

Las larvas se lanzaron sobre ella con voracidad, mascando y pellizcando mientras ésta forcejeaba, chillaba y moría lentamente. Se concentraron en el abultado abdomen, peleándose por los mejores bocados. Al acabar, las cabezas estaban cubiertas de la sustancia pegajosa y verdosa de la larva muerta.

Cuando terminaron de comer, se alejaron. El cuerpo de la pequeña había desaparecido casi por completo, sólo quedaba una porción de cabeza y las puntiagudas mandíbulas. Las larvas se miraban unas a otras con suspicacia, como boxeadores en un ring, pero estaban equilibradas en fuerza. No habría ningún otro banquete sin pelea.

Arriba, una de las cámaras de la ooteca permanecía cerrada, sin ningún movimiento dentro de ella.

La primera larva salió al bosque después de atravesar la barrera de helechos de la entrada del túnel de lava y tuvo que girar la cabeza por el impacto de la luz solar, que le hizo daño en los ojos. El aire estaba repleto de sonidos alarmantes: la llamada de una dendroica amarilla, el aullido de un perro salvaje, el silbido del viento entre las hojas. Los helechos de la entrada volvieron a su posición, dejando a las demás larvas en la oscuridad. Otra larva siguió con decisión a la primera. Las otras cuatro salieron detrás de ella.

Con sus falsas patas y las contorsiones de sus cuerpos consiguieron avanzar, cada una de ellas en una dirección diferente, y desaparecieron entre la exuberante vegetación.

Los helechos susurraron al paso de la última larva, luego enmudecieron.

El bosque quedó en silencio.

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