A pesar de todo lo que habían visto en sus viajes, como los hombres que bebían sangre de cobra en Snake Alley, en Taiwan; o como la brumosa puesta de sol en Santa Sofía, Estambul. O las ranas decapitadas todavía vivas en los mercados vietnamitas, los soldados nunca habían estado en un lugar como las Galápagos.
Las tranquilas aguas, de un color azul de postal, lamían el casco de la panga. Los soldados estaban sentados en el pontón, con el equipo al lado de cada uno de ellos. El panguero, que olía a aguardiente y llevaba los tejanos remangados, navegaba admirablemente a pesar de que el fueraborda sufría con la carga. Cameron se inclinó sobre un costado de la barca y puso los dedos en el agua, dejando que el agua corriera entre ellos, mientras rezaba para que la pequeña barca no se hundiera bajo el peso del equipo. Miró un momento a Justin, que le guiñó un ojo. Tenía la cara manchada de crema solar que no se había extendido bien.
La isla de Santa Cruz se levantaba delante de ellos, una masa negra en la superficie del agua que se erguía y se perdía en la niebla. Por encima de sus cabezas volaban en círculo las fragatas como rayos negros en el cielo. Las colas se abrían cuando maniobraban en el aire y las aves bajaban y giraban con las largas alas totalmente extendidas. Rex se colocó el sombrero encima de los ojos para protegerlos del fuerte sol.
Un pájaro blanco de alas grises y brillantes patas azules pasó en vuelo raso por encima de la popa y lanzó un graznido nasal. Giró al remontar el vuelo, plegó las alas y se lanzó hacia el agua como una flecha. Cameron lo señaló y los soldados observaron cómo el pájaro penetraba en el agua con fuerza y desaparecía. Incluso Savage echó un vistazo, aunque fingió no estar interesado.
– El piquero patiazul -dijo Juan-, el gran buceador de las Galápagos. Puede llegar hasta diez metros bajo el agua.
Al cabo de unos instantes el pájaro salió a la superficie y volvió a remontar el vuelo. Una de las tornasoladas fragatas lo persiguió, acercándose rápidamente con intención de atacarlo en vuelo. El piquero chilló y forcejeó mientras regurgitaba el pescado. La fragata aprovechó el momento para arrebatárselo con el largo pico curvado. El piquero emitió un graznido de derrota y se dirigió a tierra.
La panga se aproximó a la somnolienta ciudad de Puerto Ayora, que se encontraba encaramada en una rocosa cala de la orilla sur de Santa Cruz. El panguero la dirigió a bahía de la Academia, un pequeño fondeadero dividido por un dique de cemento en mal estado, y apagó los motores. La embarcación se deslizó en silencio hasta los enormes neumáticos negros del muelle. La bahía estaba casi vacía. Unas cuantas chalupas flotaban con aire triste cerca de un grupo de boyas blancas y de una vieja barca de remos. Sólo había un barco de cierto tamaño: El Pescador Rico. La superficie del agua estaba llena de peces hinchados, arrastrados por la corriente marina, cuyas bolsas de aire habían explotado y les sobresalían por la boca. Cameron arrugó la nariz al notar el mal olor.
Un pelícano pasó en vuelo bajo, el enorme pico en ángulo apuntando al agua. Se zambulló con un chapuzón y volvió a salir con varios litros de agua en la bolsa del pico. Mientras vaciaba el agua de ella, un gaviotín de San Félix se posó sobre su cabeza parda a la espera de poder atrapar algún resto de pescado.
La línea de la costa presentaba unos espesos matorrales de mangle rojo y una superficie de rocas de lava afiladas, algunos de cuyos agujeros habían retenido el agua de la marea. Un largo raíl recorría todo el dique de cemento y en él había, encadenadas, un montón de bicicletas oxidadas y rotas. En un kiosco había un cartel que anunciaba con crudeza: MINUTOS PARA QUEMARSE: 2’ 10”.
La avenida Charles Darwin, pavimentada con adoquines rojos y flanqueada por tiendas y restaurantes, recorría en paralelo la curva de la costa hacia el este. Muchas de las tiendas y puestos estaban cerrados con largos tablones clavados en puertas y ventanas, pero todavía quedaban algunos abiertos.
Los soldados desembarcaron y amontonaron el equipo en el muelle. Derek metió unos cuantos sucres en el bolsillo del panguero y ordenó:
– Justin y Szabla: vosotros os quedaréis aquí con el equipo hasta que hayamos encontrado la estación Darwin. Cambiaremos el turno más tarde para que podáis tomar un bocado. -Sacó dos Sig Sauer descargadas de la caja de armas; le arrojó una a Szabla y se ajustó la otra en el cinturón-: Por si necesitáis haceros respetar.
Szabla levantó el dedo índice y lo giró en el aire.
Rex señaló una de las cajas con la etiqueta «Telemetría» y dijo:
– Necesitamos llevarnos ésta.
– Entonces llévala -replicó Savage.
Tank dio un paso hacia delante, la agarró por las asas y la levantó con un gruñido.
El panguero estaba atareado desamarrando la embarcación del muelle. De repente, una ola balanceó la panga y él se cayó. Szabla y Savage se rieron pero Tucker sonrió y bajó la vista. El hombre los miró con un rictus de indignación en los labios y, de un empujón, apartó la barca del muelle.
La escuadra acató las órdenes de Rex y, dejando atrás a Justin y Szabla, enfilaron hacia el este en dirección a la Estación Darwin. Los efectos de los terremotos eran cada vez más evidentes. Unos cuantos edificios se habían derrumbado y habían dejado unos grandes espacios vacíos entre algunas de las tiendas. A un lado de la avenida, un barco en construcción se había derrumbado de los puntales y la madera de la proa se había partido en dos casi por completo. Un poco más adelante, dos fuertes tablones cubrían una grieta de la calle de un metro de ancho para permitir el paso en bicicleta o andando. Pero un Chevette rojo lo había intentado y se encontraba volcado dentro de la grieta, con las luces traseras mirando hacia arriba.
Aunque casi todos los científicos y visitantes habían abandonado la isla, algunos colonos habían permanecido testarudamente en ella. Un hombre mayor se había quedado dormido sentado en su silla de madera delante de una tienda: un brazo le colgaba a un lado y la cabeza, cubierta con un sombrero, se le inclinaba hacia atrás. Cameron contempló con nerviosismo a un niño descamisado que saltó sobre el Chevette con los brazos abiertos para mantener el equilibrio.
Un grupo de hombres se encontraba trabajando para volar un bloque de cemento que se había levantado en una de las aceras como un animal furioso. Discutían acerca de dónde colocar el TNT. La caja de explosivos se encontraba abierta y en uno de los costados se veía el sello del ejército de Ecuador. Dentro, se veía una fila de cabezas explosivas y detonadores.
– ¿Los militares dejaron explosivos? -preguntó Cameron.
Juan afirmó con la cabeza:
– El ejército. Para las carreteras y los edificios derrumbados.
Tucker se detuvo al lado de los hombres y señaló a un punto del cemento levantado:
– Aquí -dijo-. Éste es el punto de fuerza.
Ellos le miraron sin comprender, así que Tucker tomó el cartucho rojo y lo colocó en el cemento. Emitió un sonido de explosión. Los hombres le miraron como si estuvieran ante un psicótico.
– Ya lo veréis -afirmó Tucker.
Juan explicó a los hombres en español lo que Tucker había dicho y ellos asintieron con la cabeza. Se apartaron e hicieron volar el cemento, que se cortó de forma perfecta a nivel del suelo y se derrumbó sobre el pavimento. Tucker sopló el humo de la pistola imaginaria que formó con una mano y los hombres rieron. Con gestos de cabeza mostraron su agradecimiento mientras los hombres reemprendían la marcha avenida arriba.
Había varios grupos de personas sentados en las aceras, riéndose y bebiendo de unas grandes botellas marrones con una etiqueta que ponía «Pilsener». Todos contemplaban a la escuadra a su paso, pero no parecían especialmente interesados o intimidados. Un camión pasó tambaleándose cerca de ellos, girando de forma experta para esquivar agujeros y grietas. A la derecha, el agua se colaba entre las rocas de lava para ir a lamer una baja pared de cemento que protegía la calle.
Cameron saludó con la cabeza a un grupo de adolescentes que se encontraban en la parte trasera de un camión diesel de color azul aparcado en una curva. Una niña pequeña estaba sentada en el asiento del conductor y jugaba con unas esposas que colgaban del espejo retrovisor a manera de adorno. Los adolescentes la saludaron con la mano y sonrieron y les preguntaban en español si eran estrellas de cine.
Al final, la avenida se bifurcaba en dos carreteras sucias. Juan continuó por la de la derecha y atravesaron un cementerio plagado de pequeñas elevaciones blancas. En él encontraron un cartel torcido que mostraba la imagen de una iguana marina sonriente vestida con equipo de submarinismo.
Tucker se detuvo debajo de un árbol de pequeños frutos verdes. Levantó la mano y arrancó una hoja, de cuyo pedúnculo fluyó un líquido blanco.
El polvo rojo de la carretera les cubría por completo las botas y las perneras de los pantalones hasta las rodillas. Los matorrales y los muyuyos flanqueaban la calle por ambos lados. Una enorme chumbera montaba guardia frente a una choza de paja mostrando sus espinosos nudos.
De repente, Tucker soltó un grito, soltó la hoja y se frotó la mano.
– ¿Qué? -preguntó Cameron-. ¿Qué sucede?
– No lo sé -dijo Tucker-. Algo me ha picado.
Levantó la mano para llevársela a la boca, pero Rex le agarró la muñeca.
– No lo hagas -le advirtió. Tucker intentaba soltarse, pero Rex lo sujetaba con fuerza-. Cálmate y déjame que lo mire.
Le dio la vuelta a la mano y examinó la zona roja de dermatitis. Se agachó y recogió la hoja que Tucker había tirado con cuidado de no tocar el líquido blanco del pedúnculo roto.
– Manzanillo -dijo-. Es venenoso.
Chasqueó los dedos en dirección a Derek y dijo a éste:
– Dame tu cantimplora.
Echó agua por encima de la mano de Tucker y frotó con suavidad la zona irritada.
– Se curará -le dijo. Volviéndose hacia los demás, añadió-: No os dediquéis a acariciar la vegetación. No estamos en un jardín.
La estación consistía en un gran grupo de edificios dispuestos en círculo al final de la carretera. Se aproximaron a uno de ellos, de aspecto sencillo y color crema. Delante de él había una señal clavada en una maceta que rezaba «Estación Científica Charles Darwin».
Rex entró en el edificio de Administración y llamó en español. Los soldados esperaron con impaciencia bajo el calor del sol. Tank dejó la caja de telemetría en el suelo y se sentó encima de ella, que crujió bajo su peso. Juan miraba hacia delante, a los arruinados edificios de Plantas e Invertebrados y de Protección, con una expresión de inquietud. Los edificios, de extraña forma y construidos con grandes piedras y cemento, tenían una cubierta que sobresalía de la fachada y que presentaba una pronunciada hendidura en el centro, como si fuera una rampa. Cables y alargos enredados salían de las ventanas rotas de ambos edificios y atravesaban un piso derruido.
Rex salió del edificio de Administración.
– Aquí no hay nadie -anunció.
Juan señaló el complejo que tenían delante de ellos.
– Voy a ver ahí y vosotros id a Bio Mar. Ahí es donde, creo, trabajaban los de Sismología.
Cameron y Rex se dirigieron a paso ligero hacia el edificio de Bio Mar y pasaron ante un pequeño muelle de postes blancos y azules. Unas iguanas marinas mordisqueaban algas debajo del agua. Amarrada en el muelle había una Zodiac de más de tres metros de longitud con un motor Evinrude de treinta y cinco caballos asegurado al travesaño de madera. Había una pegatina en mal estado de la Estación Darwin pegada en la goma de la lancha.
Dentro del edificio sólo había unas cuantas mesas tumbadas y unos cuantos ratones de ordenador rotos. Una rata que husmeaba entre los cables los miró con sus minúsculos y brillantes ojos amarillos. No huyó.
Descorazonados, volvieron atrás. Los demás se habían reunido en círculo en el exterior. Juan estaba apoyado en la ventana rota del edificio de Plantas y Invertebrados.
– Aquí no hay nadie -dijo Derek-. Por ninguna parte.
Juan señaló un pequeño ordenador portátil que estaba encima de una mesa improvisada. Unas iguanas marinas flotaban en la pantalla.
– Aquí hay alguien -dijo-. En algún lugar.
Escucharon un ruido que provenía del camino. Un chico en bicicleta se les aproximó. Ramoncito pedaleó hasta los soldados y luego derrapó levantando una nube de polvo.
– ¿Son estadounidenses?
– Sí -dijo Juan, señalando a los demás-. Ellos. Vamos a Sangre de Dios.
– Ah -exclamó Ramoncito con una sonrisa-. Mi isla. -Entonces continuó en inglés-: ¿Volvéis a ir en la lancha perforadora?
– ¿La lancha perforadora? -repitió, confuso, Rex-. No. -Señaló los edificios y preguntó-: ¿Hay alguien ahí?
Ramoncito señaló el camino por donde había llegado.
– Yo no iría a verlo ahora -dijo.
– ¿Por qué no? -preguntó Derek.
– Os veo… más tarde -dijo-. Amigos.
Sonrió y se alejó pedaleando.
– No tiene ningún sentido seguir arrastrando esta mierda a ningún lugar -se quejó Tucker-. Yo voy a esperar aquí con Tank.
Derek inclinó la cabeza sobre el hombro y habló hacia el transmisor.
– Szabla. Canal principal.
Esperó unos momentos a que ella notara la vibración de la unidad y la activara.
Al fin, la voz de Szabla se oyó en su hombro:
– Szabla. Público.
A Rex y a Juan se los veía sorprendidos y Cameron se dio cuenta de que aún no habían utilizado los transmisores en su presencia.
– Szabla, Mitchell -dijo Derek-. ¿Todo tranquilo?
– Baccarat.
– Derek pareció no comprender.
– Es una marca de cristal -le explicó Rex con una sonrisa.
– Muy bien -dijo Derek-. Vamos a husmear un poco por aquí. Te llamo en unos instantes.
– Te espero ansiosamente -respondió Szabla antes de cortar.
Cameron, Derek, Savage y los dos científicos siguieron el camino hasta que llegaron al Edificio de Protección de Tortugas, que también estaba vacío. Atravesaron la puerta trasera en silencio y pasaron de largo la zona de las tortugas donde habían construido unas pequeñas jaulas de malla y madera sobre el suelo blando. Estaban todas vacías, pero los nombres de procedencia todavía se leían en las placas: «G.e. Hoodensis-Isla Española 2001; G.e. Porter-Isla Santa Cruz 2003.»
Más allá encontraron un rudimentario corredor entarimado que subía y giraba a la derecha. Lo siguieron en fila india con Cameron a la cabeza. Debajo del entarimado había unas cajas con tortugas gigantes. Llegaron a un punto en que las maderas se habían hundido hacia la derecha y tuvieron que pasar por el único tablón que quedaba a la izquierda, utilizando el endeble pasamanos. El corredor giraba otra vez y, de repente, Cameron se detuvo y levantó una mano. Rex iba a decir algo, pero Derek, desde detrás, le cubrió la boca con la mano.
Más adelante, sentado en un humilde banco de tablones se encontraba un hombre. Miraba hacia abajo, hacia una de las cajas de tortuga, y tenía las manos entre las piernas. Tenía los ojos vidriosos, la mirada perdida y la cabeza ligeramente inclinada a un lado.
Estaba cubierto de sangre seca.