28

Rex enfiló el pequeño pasaje cortado en las paredes del acantilado de punta Berlanga. Derek, Cameron y Diego lo siguieron en silencio. En la cima del acantilado, el suelo era de roca cubierta por bajos chamizos que parecían almiares. Rex dejó que Diego dirigiera el paso por el terreno de apareamiento del piquero enmascarado. Subieron por un montículo cuyo terreno de lava estaba plagado de pájaros.

Uno de los piqueros dio unos cuantos saltos y se quedó quieto, apuntando al cielo, con el cuello estirado y el pico dirigido hacia el sol. Era un pájaro de brillante plumaje blanco excepto por unas marcas negras en la punta de las alas; tenía el pico de un color naranja claro y un anillo oscuro alrededor del pico y de los ojos, en aquel momento entrecerrados: tenía un aspecto extraño. Bajó la cabeza, respirando entrecortadamente, y agitó las barbas para expulsar el calor. La mayoría de los piqueros estaban sentados con las cabezas giradas hacia atrás y con el pico se embadurnaban las plumas con la sustancia grasa que extraían de las glándulas sebáceas de la rabadilla. En algún lugar, un macho emitió un reclamo de apareamiento.

Un polluelo que se tambaleaba con torpeza se cruzó con Diego y éste se detuvo esperando a que pasara de largo. Era una criatura blanca y blanda parecida a un muñequito de nieve. El polluelo se inclinó hacia delante encarando la brisa y extendió las alas en una práctica de vuelo. El plumaje, blanco y suave, era irregular, y tenía el cuello delgado y frágil. Diego se agachó y esperó con paciencia a que el piquero pasara de largo. Cameron fue a adelantarle dando un rodeo, pero Diego levantó una mano y chasqueó los dedos. Ella se detuvo.

– No caminéis por el terreno de anidaje -le dijo.

Otro piquero enmascarado se les cruzó, tambaleándose. Tenía las plumas del lado derecho de la cabeza rotas y sangre seca en la base del cuello. Avanzaba a pasos inseguros.

– ¿Qué le ha pasado? -preguntó Derek.

Diego señaló un nido cercano.

– Las hembras ponen dos huevos, pero sólo cuidan a una de las crías. Al más pequeño o bien lo mata su hermano, o se le expulsa y muere de hambre o de exposición a la intemperie, o bien lo matan sus padres.

Derek meneó la cabeza.

– Dios mío -exclamó.

Rex se encogió de hombros.

– Escasez de recursos.

El polluelo cayó y se esforzó por levantarse. Los pequeños ojos se movían con rapidez. Levantó las alas dos veces y luego se quedó quieto. Diego pasó por encima de él e hizo una señal a los demás para que le siguieran. Pasaron al lado de un grupo de fragatas macho que estaban en un árbol con las rojas y brillantes papadas hinchadas, en un intento de atraer la atención de las hembras que volaban por encima de ellos.

Al dejar atrás la zona de nidos, Rex se alegró de recuperar la dirección. La fuerte inclinación del terreno en el lado oriental de la isla les permitía atravesar con rapidez las zonas de vegetación. Los palosantos dominaban las zonas áridas y sus ramas bifurcadas y esqueléticas estaban cubiertas por débiles enredaderas. Debajo de una saladilla florida había un agujero en la tierra desde donde una iguana terrestre los observó sin molestarse en levantar la cabeza. La iguana terrestre tenía un distintivo color amarillo apagado, una cresta más pequeña que las iguanas marinas y también una cola más pequeña, ya que no la necesitaba para nadar. El bajo bosque se hizo más denso a medida que subieron de altitud por la zona de transición. Los árboles pega pega, de tallo corto, ramas muy abiertas y corteza cubierta de líquenes, estaban por todas partes y sólo de vez en cuando se veía un mango. En las zonas más elevadas se habían infiltrado especies introducidas por los granjeros procedentes del continente: aguacates, mangos, cedros y balsas. Se había visto que estas especies se habían dispersado y habían invadido la frágil vegetación autóctona con una facilidad de depredador. Los cítricos brotaban en cualquier lugar donde cayera una semilla.

El camino, que era la principal vía costera, subía despacio antes de convertirse en una sucia carretera construida por los granjeros. Rex se detuvo al inicio de esa carretera, donde se levantaba una torre de madera de unos quince metros de altura. Era una estructura construida con tablones de madera entrecruzados gastados por la intemperie y por uno de sus lados subía una escalera medio rota hasta una especie de nido de cuervo, una choza colgada en lo alto como un campanario. Aquel mirador improvisado ofrecía a los habitantes una vista clara del horizonte para poder avisar de la llegada de barcos de abastecimiento o de la vuelta de los pescadores.

El viento silbaba con fuerza al atravesar la parte superior de la torre de vigilancia. Rex hizo una pausa en el camino y se apoyó en la estructura de la torre. El camino continuaba por entre unas granjas y a unos doscientos metros desaparecía en el bosque de Scalesia. A ambos lados del camino se levantaban unos balsas altos y esbeltos y, más allá, se veían campos de cosecha y pastos.

La mayor parte de las granjas se intercalaban entre los balsas al lado del camino, pero había unas cuantas que se encontraban situadas en medio de campos de yuca y de cara al sombrío bosque de Scalesia. La población de la isla no superaba los veintitrés habitantes, pero había descendido rápidamente desde los primeros terremotos. Saltaba a la vista que las casas habían sido abandonadas y los campos estaban plagados de malas hierbas y matojos. Esas grandes extensiones de hierba tardarían años en ser ocupadas por el bosque autóctono.

En un campo que se extendía al oeste de la carretera había unas cuantas vacas en un corral, al lado de una pequeña casa que se encontraba detrás de una hilera de ricinos.

– Tenemos que pensar en la forma de matarlas -dijo Diego, mirando al ganado. Se secó el sudor de la frente con la manga-. Me sorprende gratamente la ausencia de cabras y perros.

– Ésa debe de ser la de Frank -dijo Rex, señalando a un grupo de cítricos al lado de lo que había sido un campo.

Había dos tiendas de lona, un fuego con cenizas y rocas chamuscadas y un frigorífico de aluminio para especies animales: todo ello ordenado en unos trescientos sesenta metros detrás de la casa, en la cuesta que subía hacia el bosque. La lona de una de las tiendas batió con fuerza a causa del viento y el ruido se oyó con claridad en el camino.

Rex no se dio cuenta de lo grande que era el frigorífico hasta que lo vio. Era un contenedor metálico lo suficientemente grande para encerrar en él a un mamífero grande, del tamaño de un rinoceronte, entero; ese objeto parecía haber caído del espacio exterior. Intentó imaginarse cómo un barco de suministros lo habría descargado en la costa de la isla, pero no lo consiguió. Era de aluminio y, por tanto, no tan pesado como parecía, pero de todas formas subirlo hasta el pueblo tenía que haber sido trabajo duro para los hombres que lo habían hecho. Se imaginó a Frank con las manos en las caderas y el sombrero de pescador calado hasta los ojos dando órdenes e indicando el camino. Quizá la tarifa de cuatrocientos dólares por el transporte no era tan exorbitante.

– Bueno -dijo Rex a Derek mientras se dirigían al campamento de Frank-, parece que diriges a un equipo perezoso. No veo muchos saludos ni oigo «sí, señor» muy a menudo.

Esquivaron los árboles y pasaron de largo ante la casa. Los demás los siguieron. Diego rezongaba al ver el ganado desatendido.

– Los soldados de la Armada son como los purasangres -respondió Derek-. No hay que llevar las riendas demasiado cortas, especialmente en los momentos de descanso. Pero saltan como un resorte cuando la mierda los alcanza.

Rex pasó una mano por la pared al doblar una de las esquinas, con Cameron pisándole los talones.

– Bueno, esperemos que…

Se encontró con un rostro que emitía un feroz grito y con un hacha que volaba en dirección a su cabeza. Rex levantó los brazos para protegerse justo en el momento en que Cameron se abalanzaba sobre él y lo tiraba al suelo con fuerza. El hacha pasó por encima de su cabeza y fue a clavarse en uno de los lados de la casa. El impacto desprendió astillas que cayeron encima de Derek. Derek apartó a Diego de un empujón y lo tiró sobre la hierba. Cameron se incorporó con una mano protegiendo la cabeza de Rex y la otra sobre la cadera en busca de la pistola, pero no llevaba ninguna.

Con el hacha todavía levantada, el hombre de piel oscura los miraba, confundido. Derek le dio un golpe en el plexo solar que lo hizo doblarse. Con un profundo grito de dolor, el hombre cayó de rodillas con ambas manos sobre el estómago. Cameron lo inmovilizó con un abrazo asfixiante y, en ese momento, una mujer embarazada apareció pesadamente por la puerta. La mujer lloraba, agitaba los brazos y gritaba algo en español. Rex se puso en pie, sintiéndose ligeramente mareado.

– Ya está bien -gritó Diego, poniéndose en pie-. No quería hacerlo.

– Una mierda, ya está bien -respondió Cameron-. Se abalanzó sobre Rex con una jodida hacha. -Apretó todavía más su abrazo y el rostro del hombre se oscureció un poco más. Abría y cerraba la boca intentando tomar un poco de aire.

La mujer continuó hablando en español y Diego tradujo tan deprisa como pudo.

– Los habéis asustado… creían que la isla estaba abandonada… hay un peligro por aquí, algo que ha hecho desaparecer a los vecinos uno por uno y que ha robado el ganado…

La mujer dio un paso hacia delante e imploró a Cameron. Cameron negó con la cabeza sin entender nada en español. Soltó al hombre que quedó a cuatro patas intentando respirar. Finalmente, los pulmones se le hincharon con un sonido estridente y, entre convulsivos movimientos para respirar, dijo:

– Lo siento, lo siento.

Derek miró a Cameron y ella dio un paso atrás con los brazos caídos.

– Dice que lo siente.


Se sentaron alrededor de la mesa de madera de la pequeña casa. Floreana se afanaba al lado del fregadero con agilidad a pesar del enorme vientre. Diego estaba contento de conocer la relación entre Ramón y su hijo, y le contó que Ramoncito estaba bien en Puerto Ayora. Al oír el nombre de su hijo, Floreana dejó de bombear el agua del grifo y tardó unos momentos en recuperar la compostura y volver a lavar los platos.

Les había ofrecido encebollado, una sopa típica de atún con cebolla y yuca. Cameron observó el hinchado vientre bajo el delantal y, rascándose la cabeza, preguntó en español:

– ¿Estás de nueve meses?

Floreana negó con la cabeza y levantó seis dedos.

– Joder -murmuró Cameron-. Está enorme para seis meses.

Ramón dijo algo y Diego asintió con la cabeza.

– Dice que desearía haberse marchado como los demás, pero no cree que puedan moverse dado lo avanzada que ella está. Cree que va a parir antes de hora.

Floreana se acercó para retirar el plato de Cameron y ésta le puso una mano en el brazo. Se miraron. Floreana estaba un poco sorprendida.

– Cuando nos marchemos -dijo Cameron-, os vendréis con nosotros. Te llevaremos a un hospital donde puedan cuidarte. -Lo dijo despacio para que Diego pudiera traducir.

Floreana sonrió con visible emoción en los ojos. Puso una mano encima de la de Cameron y le dio un apretón afectuoso.

Derek dio unos golpecitos con la cuchara en el cuenco.

– No estoy muy seguro de que puedas prometer eso, Cam -dijo, suavemente.

Floreana retiró algunos cuencos más y los lavó inclinando el torso hacia delante para no presionar el vientre contra el fregadero. Cameron la miró unos momentos y bajó la vista a la mesa. Se pasó una mano por el pelo con cara de preocupación.

– Tienes razón -dijo-. Lo siento.

– Tengo algún problema con el acento -le dijo Rex a Diego-. Pregúntales si conocieron a Frank.

Diego habló con Ramón y éste sonrió al escuchar el nombre.

– Sí -dijo-. El huevo gordo.

Señaló a su mujer y al ver que Cameron lo miraba extrañada, hizo un gesto con las manos para indicar el vientre hinchado.

– Sí -dijo Rex en español-. Estaba en contacto con algo extraño.

Ramón habló despacio para que Cameron pudiera seguirle en español.

– Vino unas cuantas veces e intentó que yo fuera a ver algo que tenía en ese frigorífico suyo. Siempre parecía preocupado, con el rostro sudoroso y colorado, y tenía dificultades con el español, así que me costaba entenderle. Finalmente le dije que estaba muy ocupado con mis cultivos y mis animales y que no tenía tiempo para sus historias ni para sus juguetes. Le dije que andar husmeando de aquella forma traía mala suerte. Y yo tenía razón. -Ramón se reclinó en la silla y cruzó los brazos con una expresión triste en el rostro-. Al principio pensé que se había ido a casa y que había dejado sus cosas por ahí, porque así son los estadounidenses.

– Pero ¿y ahora? -preguntó Rex-. ¿Qué crees que le sucedió?

Ramón habló deprisa durante unos minutos y Cameron no le siguió. Esperó con paciencia, pillando una frase de vez en cuando. Finalmente, Ramón terminó y Diego clavó la vista sobre la mesa mientras dibujaba algo en ella con el índice.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó Cameron-. ¿Qué significa la última frase?

Diego levantó la mano y la dejó caer sobre la mesa con un golpe.

– «Árbol-monstruo» -y sonrió.


Rex aminoró el paso al llegar al campamento de Frank, y Cameron y Derek le alcanzaron. Diego se había quedado atrás hablando con Ramón sobre algún aspecto ecológico de la abandonada isla.

El campamento de Frank se veía vacío, lo cual le daba el aspecto de estar maldito. Quizás era el incesante golpear de la lona de la tienda bajo la brisa, o el impresionante y enorme frigorífico, o la cantimplora que golpeaba contra el poste en que estaba colgada, como si Frank acabara de dejarla allí y hubiera ido a dar un paseo. Delante de la puerta de la primera tienda había algunas cosas esparcidas por el suelo: vasos, libros y herramientas. Sobre la hierba había un impermeable de Gore-tex que a Rex le pareció que se había caído del poste. Era extraño ver esas cosas, objetos arrancados a la muerte.

El suelo era extraordinariamente blando. Aunque el sol había evaporado el rocío, todavía quedaban algunas gotas de agua atrapadas en las telas de araña de la hierba. No muy lejos, unas cuantas tortugas gigantes estaban escondidas dentro de los caparazones que emergían de la hierba como montículos de piedra.

El viento continuaba agitando la lona, que golpeaba con fuerza la tienda. Cameron agarró la cuerda y tiró de ella. El ruido cesó inmediatamente y se hizo un repentino silencio. Ató el extremo de la cuerda a un agujero de la tienda. El viento volvió a inundar el silencio con silbidos a su paso por las rendijas de la madera de la torre de vigilancia que se encontraba en el camino.

Se aproximaron al frigorífico y un destello de sol reflejado en él les cegó hasta el punto que se detuvieron un momento. Derek levantó un brazo para protegerse los ojos y Rex se aproximó al frigorífico para examinar la enorme cerradura que se encontraba justo debajo del asa de la puerta. La cerradura era del tamaño de una caja de zapatos y tenía la forma irregular de una gran llave. Detrás había un ventilador para secar el exceso de humedad y preservar los especímenes. El ventilador estaba protegido por una reja que impedía el paso a los animales carroñeros que pudieran devorar al espécimen encerrado dentro.

Rex dio unos golpecitos a la cerradura. Estaba sudando.

– Vamos a buscar las llaves, pero apuesto a que Frank las llevaba encima.

Derek comprobó la puerta del frigorífico con los dedos. Puso la oreja contra la puerta y dio dos golpes en ella para adivinar el grosor.

– ¿Tucker empaquetó explosivo C4? -preguntó Cameron.

Derek se apartó del frigorífico y negó con la cabeza.

– Aunque lo tuviéramos, no habría forma de volver a cerrarlo -dijo Rex-. En cinco minutos, ese espécimen se convertiría en gelatina con este calor. -Emitió un ligero gemido y golpeó la cabeza ligeramente contra la pared del frigorífico. Los golpes resonaron ligeramente en el interior-. Y no hay forma de mandar esto de vuelta a la civilización.

– ¿Qué crees que hay dentro? -preguntó Cameron.

– No lo sé -respondió Rex-, pero debe de haber varios especímenes. Desde luego, el frigorífico es mucho más grande que cualquiera de las formas de vida de la isla. Además, está cerrado, lo cual significa que Frank introdujo algo dentro antes de desaparecer. -Dio unos golpecitos en la puerta con las uñas que emitieron un sonido metálico y vacío-. ¿No es mala cosa la curiosidad?

Rex devolvió la sonrisa a Cameron y se agachó delante de la tienda más grande para echar un vistazo al interior. Dentro había un fuerte olor a podredumbre. En el suelo había una colchoneta, un saco de dormir, una lámpara que se había roto en el último temblor, una caja de madera y una bolsa neceser. Rex levantó la tapa de la caja de madera y de dentro salieron unas pequeñas avispas que volaron alrededor de su cabeza. Rex soltó un grito y cayó hacia atrás sacudiéndose el pecho. Atravesó la lona de la tienda y las avispas salieron con él, volaron en círculos y se levantaron hasta desaparecer en el aire.

Cameron y Derek le miraron, sorprendidos primero y divertidos luego al ver el pelo alborotado y el rostro encarnado.

– ¿Te han picado? -preguntó Cameron.

– No. Podagriónidos. De la familia de los torymidae. Son predadores de las larvas de la mantis religiosa. -Rex se sacudió el polvo de los pantalones-. Con sus afilados ovipositores penetran las blandas cáscaras del huevo antes de que se endurezcan y depositan los huevos dentro. Las crías se alimentan de la larva en desarrollo. -Dio una palmada y se metió las manos en los bolsillos-. No pican.

Cameron apretaba los labios para no sonreír.

– Por la expresión de tu cara, me hubiera creído que silo hacían.

Rex volvió a agacharse dentro de la tienda y levantó la tapa de la caja con más precaución. Dentro había un segmento de ooteca del tamaño de un naipe, con sus agujeros. Espantó a las pocas avispas que quedaban y la mostró a Cameron y Derek.

– Esto es relevante -les dijo. Dio la vuelta al segmento de ooteca y los dedos se le hundieron en ella-. Parece que los rayos UV la han dañado -dijo-. Eso puede haber facilitado la penetración de las avispas. -Se la acercó un poco: Frank había escrito la fecha aproximada de eclosión en un trozo de cinta pegada en la ooteca, «25/11/07»-. Así que Frank estaba vivo a finales de noviembre -dijo Rex-. Pero es extraño. Las mantis no eclosionan hasta abril. Esto está fuera del ciclo normal.

Sacó una de las camisetas de Frank de la cama y envolvió la ooteca con ella. La guardó en su bolsa y se dirigió a la otra tienda, que parecía que Frank había utilizado como estación biológica. Cameron le siguió y Derek esperó fuera. Había una mesa plegable todavía abierta en una de las esquinas, aunque todo el equipo que estaba encima de ella había caído al suelo durante un temblor: una caja de casete llena de bolsitas de plástico, una lámpara fluorescente de 160 vatios, una lupa de diez aumentos, una lámpara de rayos UV, una Nikon con siete rollos de película, un microscopio de disección. Había tres tarros de conservación en el suelo y todavía se apreciaban las capas: cianuro de hidrógeno cristalino, serrín y, encima, sulfato de calcio.

Un bloc de notas llamó la atención de Rex. Lo levantó y lo dejó encima de la mesa al tiempo que acercaba una caja para sentarse encima. Al abrir la primera página vio un dibujo de tamaño grande de una mantis. Debajo, había un fragmento de hoja que Rex reconoció que pertenecía a un listado inédito de insectos, uno de las varias recopilaciones de notas de referencia acerca de fauna isleña que Frank llevaba durante sus expediciones.

El papel tenía por título «Mantis» y decía: «Galapagia obstinatus: especie endémica hallada en Baltra, Floreana, Isabela, San Cristóbal, Santa Cruz, Sangre de Dios. Métodos de recolección: agitar la vegetación, trampa Malaise o trampa de luz. De zonas áridas a húmedas, aunque prefiere las húmedas. Fuertemente emparentada con Musonia y Brunneria.»

El «autor» o descubridor de las especies constaba como «Schudder, S. H.» en un artículo de 1893 titulado «Informes sobre las operaciones de dragado en la costa occidental de América Central hasta las Galápagos y hasta la costa occidental de México y en el golfo de California, encargada por Alexander Agassiz y llevada a cabo por el Albatros, de la comisión de pesca de Estados Unidos durante 1891, comandante Z. L. Tanner.»

Derek entró en la tienda y se agachó. Tenía el cabello mojado a causa del sudor.

– Joder, qué sol -dijo.

Rex hizo una señal con la mano de que se callara y se concentró en la siguiente página del bloc de notas: otro dibujo, esta vez de una ooteca de una mantis religiosa. Se encontraba fijada a la rama caída de un árbol y estaba expuesta al sol. Rex dio un golpecito al bulto que la ooteca hacía en su bolsa.

– Frank debió de haber sacado esto de la ooteca que dibujó -dijo-. En el dibujo se entiende el mal estado a causa del sol.

Como descripción del dibujo, Frank había trazado el símbolo matemático de «aproximadamente» y luego «doscientas cincuenta crías». Además, había escrito «diez viables».

Cameron señaló la nota de Frank.

– ¿Qué significa eso?

– Normalmente, las mantis depositan en la ooteca entre doscientas y doscientas cincuenta ninfas. No sé qué significa «diez viables». «Viable», como término en el contexto evolutivo significa que un organismo mutado puede evolucionar en circunstancias favorables, pero no sé por qué esto es relevante aquí. -Rex negó con la cabeza-. Ése es Frank. Típicamente equívoco.

Pasó la página, pero la siguiente estaba en blanco excepto por nueve cuentas dispuestas como el registro de la puntuación del billar en una pizarra. Rex estaba frustrado.

– Frank acostumbraba tomar muchas notas -dijo.

Fuera, la lona se soltó y volvió a golpear la tienda. Todos se sobresaltaron por el súbito ruido.

Derek se encogió de hombros:

– Eso era antes de que el «árbol-monstruo» le atrapara.

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