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El ritual de preparar una misión siempre había sido tranquilizador para Cameron. Limpiar y lubricar las armas, doblar los calcetines, colocar baterías nuevas en las linternas de los fusiles. Había una regla que nunca se infringía: «Empaqueta tu propio equipo.» Esto lo incluía todo, desde llenar las cantimploras hasta embutir los cargadores.

Cameron tuvo que colocarse encima de la bolsa para cerrar la cremallera. Cuando terminó, arrastró la larga bolsa de lona de color verde oliva hasta la salita con los pies descalzos y fríos. Un sofá amarillo ligeramente inclinado a causa de una pata que le faltaba, un cargador vacío encima del televisor que estaba en el suelo, un calendario de los Kings roto en la pared: vivían como si todavía fueran estudiantes. Hasta hacía muy poco, habían pasado tan poco tiempo en casa que parecía absurdo gastar energías y tiempo en acomodarla. Esto cambiaría cuando volvieran. Cameron empezaría a mirar revistas, de esas de colores crema con muchas velas, y compraría algunas cosas para que el lugar pareciera habitado por gente adulta. Cuando encontraran trabajo estable, quizás hasta podrían invitar a algunos amigos a cenar. Eso si hacían algún amigo.

Justin entró en la habitación con una toalla alrededor de la cintura, el pelo todavía mojado después de la ducha y una sonrisa que le llenaba la cara de arrugas.

– ¿Estás lista?

Cameron se encogió de hombros y se dio unos golpecitos en el vientre.

– No estoy muy contenta de traer a un autoestopista al mundo.

Justin cruzó la habitación hasta ella. Cameron le abrazó por las piernas y hundió la cara en el estómago de él. Justin sintió su mejilla caliente sobre la piel. Le levantó el pelo de la nuca y le acarició el cuello con ternura.

– ¿Sabes? -dijo Cameron, todavía con la cara contra el estómago de él-, tendremos que ser muy profesionales en esta misión. Como si no fuéramos nada más que compañeros. -Cameron volvió la cabeza y le besó en el estómago-. No quiero que nos afecte el hecho de estar casados.

– A mí me afecta -replicó Justin-. Pregúntaselo a la chica del correo. -Se puso en cuclillas y la besó en la frente y en el cuello, justo donde empieza la mandíbula.

– Hablo en serio -dijo Cameron.

– Relájate, nena. Formamos parte de las fuerzas militares más informales del mundo. Ya no recuerdo cómo se saluda.

– Tú no tuviste que luchar para conseguir formar parte del equipo -dijo Cameron-. No como yo. Y no voy a joder esto por otras mujeres. Así que tendremos que recordar que todo será como si no estuviéramos casados. Las reglas de comportamiento son importantes. No podemos demostrarnos ningún favoritismo, no podemos poner en peligro a los demás a causa de ningún lío sentimental.

Justin levantó la cabeza y la miró a los ojos.

– No me gustan nada los líos sentimentales -respondió-. Sólo busco un rápido revolcón aquí mismo, señorita.

Cameron lo atrajo hacia sí y se besaron lentamente.

Justin se puso de pie. La toalla cayó al suelo.

Tank llamó a la puerta de entrada y Cameron la abrió. Llevaba una bolsa con un puñado de cantimploras de plástico verde que colgaban como un racimo y, cruzado en el pecho, el M-4. Había equipado el arma con algunos extras: un visor nocturno, un marcador láser y un lanzador M203 de granadas de 40 mm. Vestía traje de camuflaje y botas negras. Justin, detrás de ella, recogía las últimas cosas.

Con un movimiento de cabeza, Tank señaló la furgoneta aparcada detrás de él, con el motor todavía en marcha.

– Cuatro minutos y medio tarde -sonrió Cameron.

Se dio cuenta de que Tank quería ayudarla con el equipaje, pero se lo pensó mejor. En lugar de ofrecerle su ayuda, asintió con la cabeza y se dirigió a la furgoneta. Esta se hundió bajo su peso cuando Tank se sentó en el asiento del conductor. Tucker abrió la puerta del acompañante y saltó fuera. La camiseta verde que llevaba le marcaba el pecho. Fue hacia Cameron con los ojos pegados a las grietas del asfalto.

– Hola, Cam.

– Hola Tucker.

Tucker alargó la mano para coger el arma de Cameron, pero ella negó con la cabeza.

– Ya la llevo yo -le dijo.

Tucker la siguió en silencio hasta la parte trasera de la furgoneta. Cameron abrió la puerta y tiró la bolsa encima de la de Tank y la de Tucker. Derek, Szabla y Savage se encontrarían con ellos en la base.

Cameron cerró las puertas traseras y se apoyó en ellas. Miró el cielo oscuro.

– La puesta de sol ha sido de un rojo sangre hoy -dijo-. ¿La habéis visto?

Tucker asintió con la cabeza.

– Tiempo de terremotos -dijo.

Tucker se subió las mangas, se puso en cuclillas y encendió un cigarrillo al que quitó el filtro, que cayó entre sus piernas. Por primera vez Cameron vio las marcas de aguja que tenía en la parte interna de los antebrazos. Líneas oscuras que terminaban en un antiguo moretón. La piel de los brazos aparecía roja bajo las luces de freno de la furgoneta. El asfalto todavía brillaba a causa de la lluvia de la tarde.

Tucker dio una profunda calada al cigarrillo y dirigió el humo contra el pavimento. La nube flotó alrededor de su cuerpo. Al levantar la vista se dio cuenta de que Cameron tenía los ojos clavados en sus brazos. Los cruzó a la altura del pecho. Cameron apartó la vista, incómoda, pero cuando volvió a mirarle vio que él todavía la miraba.

Tucker soltó lentamente los brazos, revelando de nuevo las marcas.

– Fue un largo camino de regreso -le dijo. Miró al asfalto, como si pudiera ver su propio reflejo en él. Con voz un poco temblorosa, continuó-: Es bueno tener una segunda oportunidad.

Cameron se apartó de la furgoneta. Tucker no levantó la vista.

– Eres un buen soldado, Tucker -le dijo, sin saber por qué.

Tucker ladeó un poco la cabeza y Cameron pensó que estaba sonriendo.

– ¿Alguna vez te ha sucedido que hay algo que te gusta tanto -le preguntó- que no lo puedes dejar?

Tucker lanzó al suelo el cigarrillo encendido, que chisporroteó al apagarse.

– No -respondió Cameron.

Justin salió al porche y cerró la puerta tras él. Tucker se levantó y dio la vuelta a la furgoneta hasta el asiento del acompañante.

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