37

Derek bajó los ciento ochenta metros de camino de tierra que llevaban a la torre de vigilancia, las fuertes balsas elevándose por encima de su cabeza, el bosque, detrás, como una enorme bestia en reposo. Subió por la improvisada escalera y llegó a la cima de la frágil estructura, una choza decrépita y sin techo que tenía un alero a una altura de quince metros.

Se apoyó contra una de las paredes de la choza, que crujió bajo su peso. Miró hacia el sur, al azul del océano cada vez más oscuro. Una gran ola rompió en la playa, desapareciendo de la vista bajo las colinas de punta Berlanga, y enseguida observó los característicos cinco chorros de agua elevándose en el aire, donde se disolvieron y desaparecieron. Derek se preguntó si la humedad que notaba en las mejillas era el agua disuelta de esos chorros que llegaban hasta ella, subida allí, a una distancia de kilómetros.

Sentía los párpados pesados, como plomo. Se esforzó para mantener los ojos abiertos, pero tenía la vista borrosa. Observó la isla: un paisaje impresionista. Desde que empezó la misión, casi no había dormido. Por un momento cabeceó de sueño y estuvo a punto de caer de la torre, pero en el último momento se despertó y se agarró a la pared. Sintió que la adrenalina le subía por todo el cuerpo.

Necesitaba dormir. Bajó despacio por la escalera, se dirigió a la base y se metió en su tienda enseguida.

El fuego, humilde, luchaba contra el anochecer. La larva se arrastraba por encima de la hierba; ya no necesitaba buscar la sombra. Rex y Diego habían estado analizando sus movimientos, comprobando cómo reaccionaba a la luz y al tacto. Ya se habían acostumbrado a su movimiento suave y aletargado: había algo hipnótico en él.

Savage depositó un montón de madera cerca del fuego. Vio que Szabla se dirigía hacia el camino polvoriento con la vista fija en algo en la base de uno de los árboles del inicio del bosque. Savage se agachó para atravesar la fila de balsas del camino y se acercó a ella.

– Mira -susurró ella, señalando algo-. Una mantis religiosa. -La mantis tenía un tamaño de unos veinte centímetros y se encontraba en una zona de malas hierbas cercanas a una raíz gruesa y retorcida.

– Es grande, ¿eh? Casi no la veía. Estaba observando esos polluelos.

Unos cuantos polluelos de pinzón saltaban entre las rocas, buscando gusanos y escarabajos. La mantis los observaba con interés.

– De pequeños, llamábamos a las mantis «adivinas» -dijo Szabla-. Según mi madre, señalaban el camino a casa a los niños que se habían perdido.

Uno de los pinzones saltó a la zona de malas hierbas. Con un movimiento tan rápido que no se vio, la mantis se abalanzó hacia delante y aplastó al pinzón con sus patas delanteras.

La sonrisa de Szabla se desvaneció.

La mantis bajó la cabeza hasta el pico chillón del polluelo y éste quedó inmóvil. Después le dio la vuelta con sus patas y se ocultó entre las malas hierbas.

– En casa -dijo Savage poniéndole una mano en el hombro a Szabla-, las llamábamos «caballos malignos».


La tierra alrededor del fuego estaba cada vez más negra a causa del polvo chamuscado que caía como nieve en ella. Cameron jugueteaba con el anillo colgado del cuello y acariciaba el zafiro con la uña. Tank intentó estirar la espalda y luego se sentó en un tronco al lado de ella poniéndole uno de sus pesados brazos encima de los hombros.

La larva estaba mordiendo la parte trasera del tronco donde se sentaba Diego. Los sonidos secos de sus mandíbulas rascando el tronco llenaban el silencio. Szabla, Savage y Tucker estaban sentados en frente, al otro lado del fuego y era evidente que estaban incómodos. La parte inferior del tronco de Diego se abrió y dejaron paso a la cabeza de la larva, que apareció con las fauces llenas de madera. Diego acercó la mano y, con suavidad, le acarició la cabeza.

El apetito del animal parecía casi insaciable: Diego y Rex habían estado haciendo experimentos durante una hora, le habían estado dando desde cactus hasta ramas de palosanto. No habían determinado con certeza si era carnívoro, pero se había alejado de una iguana terrestre adulta que Rex intentó ofrecerle a pesar de las protestas de Diego. En aquel momento, hinchada por la madera, la larva se arrastraba por la base de la caja de viaje llena de agua que estaba cerca de la tienda de Tank.

Derek salió de su tienda a la oscura noche tropical rascándose la barba. Tenía los ojos enrojecidos.

– Creí que intentabas dormir un poco, teniente -le dijo Cameron.

Derek tomó un trago de una de las cantimploras. Se frotó los ojos y se masajeó la frente.

– ¿Cómo sabes que no lo conseguí? -preguntó.

– No lo sé -respondió Szabla-. Por tu actitud amable, imagino.

De repente, un sonido de chapoteo hizo que Cameron se volviera hacia la caja de viaje. La larva había trepado por el lateral de la caja y había caído dentro. Diego se levantó en un instante y miró al interior de la caja abierta. Los demás se reunieron alrededor mientras él metía la mano para agarrarla.

– ¿Va todo bien? -Cameron se sorprendió al oír su propio tono de preocupación.

Rex se situó al lado de Diego, empujando a los demás, y miró al interior de la caja. La larva forcejeaba en el fondo alrededor del brazo de Diego que intentaba agarrarla.

– Espera -exclamó Tank, señalando-. Mira.

Rex sujetó el brazo a Diego y se lo sacó del agua. Derek indicó a Tank con una señal que se apartara para dejar paso a la luz. El movimiento de la larva se hizo más lento.

– Sácala -dijo Derek. Parecía preocupado, casi contrariado-. Sácala.

– No, espera -dijo Diego-. Está respirando. Mira. -Señaló las agallas, que se abrían y se cerraban debajo del agua-. Dios santo. Esas agallas deben introducir aire en una bolsa de aire o en unos pulmones versátiles de alguna clase.

– Sí, Dios santo -dijo Tucker-. ¿Es que esta cosa va a volar también?

– Quizás eso era lo que hacía cuando la encontramos -dijo Diego-, quizá se dirigía al océano.

Diego agarró a la larva firmemente por la base de la cabeza y la sacó del agua. La dejó colgando delante de él, retorciéndose en el aire con el abdomen curvado. Los ojos como de obsidiana brillaban con el reflejo del fuego y de sus espiráculos salía aquel sonido peculiar.

Diego dejó la larva en el suelo. Ésta expulsó el agua por las agallas, retorciéndose y estirando el cuerpo.

– Creo que deberíamos matarla -dijo Szabla-. Cortarla y ver qué es.

Derek, Diego y Cameron la miraron, ofendidos.

– El exterminio de especies terminó con los magnates del ferrocarril del Tercer Reich -dijo bruscamente Rex.

– Estoy de acuerdo con Szabla -dijo Savage y bajó el pulgar teatralmente, como un emperador romano.

Justin se puso en pie, golpeándose los puños, enfadado.

– Bueno, esto es una jodida sorpresa.

– Nadie va a matar al bicho -dijo Derek.

Szabla se pasó la mano por los morados que tenía en el cuello y preguntó:

– ¿O qué, teniente?

Se separaron y cada uno se dirigió a su tienda. A pesar de que la larva no había mostrado ningún signo de querer alejarse, Diego vació la caja de viaje y la puso dentro.

– Voy a echarle un vistazo durante la noche -anunció. Cerró la tapa de la caja y empezó a arrastrarla hacia su tienda.

Diego oyó el sonido característico de la larva, como de aire expulsado con suavidad, mientras introducía la caja en la tienda y encendía la lámpara. Colocó la caja en una esquina de la tienda y se sentó en la cama, mirando la caja cerrada. Era una sencilla caja rectangular que contenía quizá la más sorprendente de las anomalías de la naturaleza descubiertas en su época. Y él era su descubridor. Quizá su apellido encontrara un lugar en la taxonomía animal.

La puerta de lona de la tienda se abrió y Derek entró en la tienda. Diego se asustó y casi se cayó de la cama.

– Me has asustado -le dijo.

Derek no contestó. Los reflejos de la luz de la lámpara jugueteaban sobre su rostro y brillaban en sus ojos enrojecidos. Se pasó una mano por la barbilla, sin afeitar durante varios días.

– Quiero echarle un vistazo -dijo, inclinando la cabeza en dirección a la caja-. A solas.

Diego se puso las manos encima de las rodillas y se dio cuenta de que estaba sudando.

– Creí que habíamos llegado al acuerdo de que no le haríamos ningún daño.

Derek le miró y, por primera vez, no tenía la mirada perdida. Era más bien una mirada dura, ofendida, pero pronto desapareció.

– Si quieres tener a esa cosa en mi campamento base con mis hombres, tengo que echarle un vistazo más de cerca.

Diego cruzó los brazos.

– ¿Por qué tienes que hacerlo a solas?

– Quizá prefieras dejar a la larva fuera y arriesgarte a que esté todavía allí mañana.

Diego se puso de pie y con paso inseguro se dirigió a la puerta. Derek no se apartó de su sitio y Diego tuvo que esquivarle para salir de la tienda. Se detuvo fuera, justo delante de la puerta, con la cabeza inclinada hacia atrás. Dio un profundo suspiro, se volvió y atisbo por una rendija de la lona de la puerta.

Derek esperó un momento a atravesar la tienda en dirección a la caja de viaje. Levantó la tapa despacio. El interior estaba oscuro. Levantó la lámpara y se inclinó un poco para mirar dentro.

La larva levantó un poco la cabeza en la oscuridad. Durante unos instantes, Derek se quedó quieto bajo la mirada de la larva, escuchando la respiración a través de aquellos orificios. Finalmente, se inclinó más hacia delante y sacó a la larva de la caja como se saca a un niño de su cuna, tomándola con ambas manos por el tórax. La larva enroscó y luego desenroscó el abdomen, que quedó colgando. Quizás era sólo la luz, pero la cabeza parecía bastante antropomórfica: unos ojos grandes y redondos, la línea limpia de la boca, las mandíbulas retraídas.

Derek apretó a la larva contra su pecho. Le colocó la mano sobre la espalda y anduvo con la larva en brazos; el abdomen le colgaba y le daba golpecitos en el estómago. Entonces le acarició la cabeza, aplastándole las antenas un poco hacia atrás.

Incapaz de contenerse por más tiempo, Diego cruzó la puerta de lona y se aclaró la garganta con energía. Rápidamente, Derek apartó a la larva de su pecho y la colocó con brusquedad en la caja, con un gesto expeditivo.

La larva se movió y se encaramó por una de las paredes de la caja hasta que la cabeza, y sus oscilantes antenas, se hizo visible a la luz.

Derek la observó un momento, como resistiendo el impulso de ponerle la mano encima de la cabeza. Inclinó levemente la cabeza en dirección a Diego y salió de la tienda.

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