30

Szabla se quitó la camiseta y lanzó a Tucker una botella de crema para el sol al tiempo que se señalaba la espalda y se sentaba a horcajadas sobre una de las cajas de viaje. Justin estaba dando masaje al tendón de la corva de Tank y por la expresión de éste, estaba haciendo un buen trabajo.

Una ola rompió en la lava desde el oeste y lanzó bullentes chorros de agua a través de los agujeros de la roca. Justo por encima del rompiente de las olas, un vuelvepiedras rojizo agarró una placenta de león marino. Szabla se dio la vuelta y miró la isla, admirando la forma en que los matorrales bajos de la playa daban paso a un terreno seco y rocoso y a unas cuestas manchadas por el color de los árboles. Por encima de ellos, los picos verdes de las montañas presidían la isla, imperiosos y remotos, asomados entre hilos de garúa.

– Vaya lugar -dijo-. Pasa del desierto al bosque en una distancia de un tiro de piedra.

Tucker le extendió la crema solar por los hombros haciéndola penetrar por la nuca y las orejas. Justin miró la crema solar en la espalda de Szabla y dijo:

– No sé por qué necesitas esta mierda, dado que eres una nativa.

Szabla se volvió y le miró con media sonrisa.

– Es mejor que vigiles lo que dices, chico, o le diré a tu mujer que te dé unos azotes.

– No, por favor -respondió Justin-. Últimamente se entrena.

– ¿Dónde diablos ha ido Savage? -preguntó Szabla mirando alrededor.

Tucker señaló hacia la pared del acantilado.

– Se perdió por ahí mientras te quitabas la camiseta.

– No da ninguna explicación.

Szabla se puso de pie y se puso la camiseta otra vez al tiempo que se ajustaba el sujetador.

– Voy a buscarle.

Corrió por la arena de la playa, que salía despedida a cada zancada, hasta que llegó a la superficie de lava que sobresalía de punta Berlanga. La lava resbalaba a causa de la humedad y los pequeños charcos de agua estaban repletos de algas y de conchas de caracol negras.

Pisó algo que estaba vivo y que se retorció y huyó con un alarido. Szabla cayó con fuerza sobre su trasero, parando la caída con las palmas de las manos. Un bulto se movió en la roca, negro sobre negro, y se dio cuenta de que había estado a punto de aplastar a una iguana marina.

Era como un lagarto gordo de unos sesenta centímetros de largo, con una piel negra profundamente arrugada y una cresta de espinas que le recorría la espalda desde el cuello hasta la base de la enorme cola. Tenía un aspecto de animal prehistórico. Dos ojos diminutos y negros la miraban entre unas rugosas escamas blancas.

Szabla se quedó inmóvil unos instantes al darse cuenta de que toda la zona de lava a su alrededor estaba plagada de iguanas marinas, algunas de ellas de más de sesenta centímetros. Las escamas negras y grises se camuflaban perfectamente en la lava negra. Algunas de ellas levantaban el cuerpo sobre las cuatro patas para permitir el paso de la brisa por debajo de él y bajar la temperatura. Todas la estaban mirando perezosamente.

Una de las iguanas marinas emitió un agudo sonido nasal al expulsar por la nariz agua salada. Unas cuantas la imitaron. A pesar de que Szabla sabía que eran herbívoros inofensivos, tenían un aspecto fiero, casi feroz, que la hizo levantarse del suelo lo antes que pudo.

Al oeste, un promontorio interrumpía la curva del acantilado y sobresalía hacia el mar. Szabla se dirigió hacia allí evitando con cuidado los charcos y las colonias de iguanas. Pasó por delante de la pared del acantilado con cuidado de no pisar los erizos de mar. El agua la obligaba a acercarse a la pared, pero mantuvo la dirección fijando las botas debajo del agua sobre los cantos afilados de la lava.

Una zona enorme de mangles blancos sobresalía, como un raro tumor, del punto más exterior del promontorio. Bajo las hojas, un escarabajo caído flotaba de espaldas y nadaba en círculos, impulsado por un movimiento frenético de patas. Szabla apartó las ramas de un mangle y se encontró frente a una zona de arena negra que empezaba justo después del promontorio y que se encontraba rodeada de acantilados que la arropaban protectoramente. Szabla tomó aire.

Savage estaba desnudo, de pie sobre la arena negra y miraba hacia la brillante bahía verde azul. Szabla retrocedió un poco y se escondió detrás de un matorral.

Savage depositó sus ropas encima de las botas. Entró en el agua hasta la altura de las caderas con una ligera mueca y empezó a nadar de espaldas, en círculos. Por encima de su cabeza, los pájaros se dirigían a los nidos que tenían en el acantilado.

Un pingüino avanzó tambaleándose por el agua y subió a la roca frente al acantilado. El vientre le sobresalía tanto que se hacía sombra a los pies. Era muy pequeño, no medía más de treinta centímetros, y el vientre blanco contrastaba con el negro de la lava. Con la boca abierta, respiraba con fuerza para bajar la temperatura corporal y, abriendo las aletas, expuso el cuerpo a la brisa. Defecó sobre sus patas para enfriarlas.

Una raya se acercó a Savage por su lado izquierdo y éste se hizo a un lado para esquivarla. Se quitó el pañuelo que llevaba en la cabeza, se agachó bajo el agua y, con la cabeza hacia atrás, se sumergió en ella.

Szabla le miraba en silencio. El sol caía con fuerza y Szabla tenía el pecho cubierto de sudor. El top de color caqui tenía el cuello totalmente mojado. De espaldas a ella, Savage salió del agua y sacudió la cabeza con fuerza para expulsar el agua del pelo. Szabla no podía quitarle los ojos de encima.

Nunca se había dado cuenta de lo largo que tenía el pelo, ya que el pañuelo se lo ocultaba por completo, pero en aquel momento lo llevaba suelto y Szabla vio que le llegaba a los hombros. Para ser un hombre de más de cincuenta años, Savage estaba en muy buena forma. Tenía la espalda musculada, las pantorrillas firmes y el pecho cubierto de vello, pero éste no llegaba a los hombros.

Szabla le recorrió todo el cuerpo con la mirada durante el rato que Savage estuvo de pie sacudiéndose la arena de los pies. Tenía una cicatriz desde el antebrazo derecho hasta el bíceps. De repente, el transmisor que llevaba en el hombro sonó y Szabla se sobresaltó de tal forma que, para mantener el equilibrio, tuvo que meter un pie en el agua. Cuando volvió a recuperarlo, se dio cuenta de que se encontraba al descubierto.

Savage todavía estaba desnudo y tenía la camiseta en las manos. No levantó la vista, pero sonrió al ponerse la camiseta.

– Diles que en un minuto estoy allí -le dijo, sin levantar los ojos de la arena y sin hacer ningún esfuerzo por cubrirse.

Savage supo que ella estaba allí desde el principio. Szabla sintió un escalofrío al darse cuenta de eso y dio unos pasos hacia atrás. Tampoco la miró entonces.

Savage se inclinó para recoger los pantalones. El pene era visible debajo de la camiseta. Szabla se alejó con rapidez y cuando estuvo fuera de la vista, apoyó la espalda y la cabeza en la pared del acantilado unos momentos esperando a que se le calmara el corazón.

Volvió por encima de la roca de lava sintiendo los pantalones húmedos y pesados en los muslos. Llegó al campamento corriendo.


Cameron reconoció el ritmo de carrera de Szabla al oírlo a lo lejos. Ella llegó jadeando, con la respiración entrecortada y cuando se detuvo, se dejó caer sobre las rodillas y dobló el cuerpo hacia delante.

– Savage está… Savage está de camino -dijo.

– ¿Qué habéis estado haciendo vosotros dos? -preguntó Justin.

– ¿Celos? -intervino Rex enarcando una ceja.

– Sí -respondió Justin-. He perseguido a Savage desesperadamente, pero no me ha dado ni la hora.

Savage se acercó al grupo sin esforzarse por avanzar deprisa. Al ver la expresión de irritación de Derek, Cameron miró el reloj: 07.59. Savage llegó hasta ellos antes de que terminara el minuto. Con tranquilidad, se recogió el pelo con el pañuelo y sonrió a Derek con expresión inocente.

– Muy bien -dijo Derek-. Diego, ¿por qué no conduces a los demás al pueblo para que monten el campamento base? Creo que deberíamos instalarnos en el campo del este, el que se encuentra al otro lado de la carretera del campamento de Frank. En el pueblo no hay nadie excepto una familia.

– Un matrimonio -aclaró Diego-. La mujer está embarazada.

– Frank Friedman desapareció sin empaquetar sus pertenencias -dijo Derek-. Y se hizo traer un frigorífico enorme para guardar sus especímenes. Algo extraño ha sucedido por allí.

– No te estarás tragando esas tonterías supersticiosas, ¿no? -le preguntó Rex. Cameron sonrió: una vez que se habían alejado del campamento de Frank, Rex se sentía fuerte y racional de nuevo.

– Eres tú quien ha perdido a un colega -respondió Derek.

– Es importante que no perdamos de vista cuál es nuestro objetivo -dijo Rex.

– Joder -murmuró Szabla-, se ha convertido en Cameron.

– Lo más probable es que Frank quedara atrapado en un agujero de lava o que recibiera un tiro en Guayaquil -continuó Rex-. No puedo pensar que ese árbol-monstruo lo atrapara.

– ¿Árbol-monstruo? -preguntó Tucker.

Savage se rió por lo bajo.

– Árboles-monstruos -dijo-. Ya me he encontrado con algunos.

– Durante años se han contado historias increíbles en esta isla -dijo Diego-. Pero ésta del árbol-monstruo es nueva.

– Quiero que seáis prudentes -dijo Derek. Se pasó los dedos por la frente, como si le doliera la cabeza-. No os alejéis del campamento, quizás estaría bien que reconocierais un poco la zona. Cam y yo ayudaremos a Rex a colocar la primera unidad de GPS, y volveremos a la base dentro de unas horas. -Derek miró a Cameron y ésta se quedó asombrada al ver lo marcadas que tenía las ojeras.

Rex escogió el equipo que necesitaban para colocar una unidad de GPS y él, Derek y Cameron dejaron a los demás trajinando con el resto del equipo. Sería un trayecto tedioso, dado que Tank casi no podía caminar y no podría llevar su parte de equipo. Diego rehusó valientemente ir con Rex para ayudar a los demás a trasladar todo hacia el pueblo.

Después de recorrer un trecho del camino que subía por el acantilado, Rex se dirigió hacia el oeste. De vez en cuando consultaba la brújula Brunton y se detenía para dar unos golpecitos a la roca con su piqueta. En el hombro izquierdo llevaba unas de las bolsas circulares de nailon. Derek transportaba una base de trípode de forma similar, utilizando la tira de piel atada a una de las patas de asa. Cameron llevaba una mochila llena de equipo adicional. Ambos esperaban con paciencia mientras Rex se detenía a hacer sus verificaciones y evaluaciones. Se pasaba por lo menos diez minutos en cada grieta, anotando mediciones en un pequeño bloc de notas que guardaba en el bolsillo de la camisa.

El sol caía con fuerza. Rex notó que la piel se le quemaba a pesar de la cantidad de protección solar que se había puesto. Finalmente llegaron a una zona plana de lava pahoehoe que aún no había sido invadida por el matorral. Aunque era una formación antigua, se había conservado compacta y había aguantado el enfriamiento con mínimas fisuras. Ya había sido utilizada, y Rex dio un puntapié de desdén a la caja impermeable del antiguo sismógrafo.

Un par de albatros realizaban una danza de cortejo, se frotaban los picos, los levantaban hacia el cielo e intercambiaban graznidos. Rex no se dio ni cuenta. Estaba concentrado en la roca de basalto, calibrando el ángulo de la cuesta y consultando la brújula Brunton. Parecía estable, y la lava menos amigdaloide y porosa que la de los alrededores. La golpeó con la piqueta y el sonido fue limpio. Una roca más fracturada habría absorbido el sonido, que habría sido más sordo. Pero aquel trozo de lava no tenía fisuras. Finalmente, Rex se levantó y se golpeó la palma de la mano con la piqueta.

– Ésta nos servirá.

Cameron se descolgó la pesada mochila de los hombros y la dejó en el suelo.

– ¿Qué hay aquí dentro? ¿Cemento?

– En realidad, sí.

Rex sacó una pequeña bolsa de cemento y un taladro de gas. Se puso a trabajar en el suelo, donde abrió un agujero de quince centímetros.

– ¿Qué es lo que hace esto exactamente? -preguntó Cameron, señalando el equipo.

Rex se sentó sobre los talones. De la mochila sacó una placa de latón con un tubo de tres centímetros ajustado verticalmente a ella. El metal tenía el sello de la Inspección Geológica de Estados Unidos y el centro mostraba una gran cruz. Rex clavó la placa en el suelo, enterrando el tubo en la lava.

– Esto es la placa -dijo-. El equipo de unidades de GPS miden la deformación de la corteza terrestre tomando estas placas como puntos de referencia.

Rex señaló el trípode y Derek se lo acercó. Abierto, el trípode tenía un metro y medio de altura. Rex ajustó en él una base niveladora y luego centró el trípode encima de la placa. Luego, sacó la cantimplora y bebió.

– Estas unidades capturan la latitud, la longitud y la posición vertical de este punto con una exactitud milimétrica. Cuando hayamos colocado cinco unidades más, tendremos una red que nos permitirá medir cualquier deformación de la superficie. Si la tierra tiembla, se desplaza o se agrieta, lo sabremos.

Derek le ayudó a poner cemento en las patas del trípode. Cuando terminaron, Rex se incorporó y abrió con cuidado la cremallera de la bolsa de nailon acolchada y sacó una antena como un disco delgado. La colocó encima de la base niveladora y luego la conectó a un ordenador que sacó de la bolsa que llevaba Cameron. Colocó el ordenador en una fuerte caja amarilla, se quitó el sombrero y se secó la frente con la manga de la camisa.

Derek dio una palmada.

– Muy bien -exclamó-. Listo.

Rex sonrió.

– Oh, no -dijo-. Esto ha sido lo fácil. La antena tiene que estar en exacta posición horizontal. -Empezó a nivelar los pies de la base niveladora, ajustando con cuidado la inclinación y observando las burbujas de nivel.

Cameron tomó un trago de su cantimplora y se la pasó a Derek. Cuando ya fue evidente que los meticulosos ajustes de Rex durarían un rato, se sentó en el suelo. Notó que una mota de polvo se había metido debajo de su lentilla derecha, así que se la quitó, la limpió con los labios y se la volvió a colocar. Se pasó la manga de la camisa por la frente y la notó irritada. Empezaba a tener la piel quemada.

Un sinsonte cantó escondido en el matorral. Rex hizo una pausa, se llevó el puño entrecerrado a los labios y emitió una llamada chillona. El pájaro voló hasta Derek con un agitado movimiento de sus alas marrones. Se acercó a la cantimplora metálica brillante y volvió a desaparecer de la vista.

– Aquí no se encuentran muchos animales tímidos -dijo Rex, volviendo a dirigir su atención al trípode-. Han crecido en un paraíso. No hay predadores autóctonos y tienen abundante comida y poco contacto con el hombre.

Con un vuelo rápido, el sinsonte aterrizó en la cabeza de Derek y éste notó que el vientre blanco del pájaro le rozaba el pelo. Sacó la cabeza por encima de su frente y le picó en una de las cejas con las plumas de la cola apuntando al cielo.

Cameron se rió. Derek lanzó la cantimplora al suelo y el sinsonte levantó el vuelo hacia ella, acercándose con cuidado.

Después de establecer la posición de la línea base, Rex conectó el sistema de autonivelación de la antena y dio un paso atrás. Levantó la vista al sol con el entrecejo fruncido.

– Todo colocado -anunció.

Cameron se levantó y se sintió repentinamente cansada y mareada. Se resistió al impulso de llevarse una mano al estómago.

Derek la sujetó con suavidad por el hombro para ayudarla a equilibrarse. Ella soltó una risa aguda y forzada.

– He estado sentada demasiado tiempo -se excusó.

Derek la miró, preocupado, y luego se agachó para recoger la cantimplora del suelo. El sinsonte salió volando hasta un matorral próximo con un chillido agudo de enfado. Rex empezó a empaquetar el equipo de instalación.

Derek le ofreció la cantimplora a Cameron, pero ella la rehusó con un gesto de cabeza. Derek la miró a los ojos y luego se fijó en su estómago. Cameron se dio la vuelta, incómoda.

– Es mejor que te saquemos de este sol -le dijo.

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