La última perra asilvestrada de la isla husmeaba entre las cenizas y la basura del campamento base en busca de comida. Tenía las patas heridas y una de las uñas estaba rota a causa de una pelea. El día anterior había cazado a un polluelo de piquero enmascarado y se lo había comido delante de la madre, que chillaba, saboreándolo. Pero el hambre había vuelto rápidamente al salir el sol.
Quizá se debiera a que estaba preñada.
Hundió el hocico en un trozo de lona reseco en busca de algo para comer, pero no encontró nada, sólo una caja de viaje abombada y una cantimplora de metal.
Finalmente desistió y trotó hasta el camino. Sólo la cabeza sobresalía de la alta hierba.
Saltó ágilmente sobre las balsas caídas y siguió a su olfato entre los troncos agrietados, pero tampoco encontró nada. Estaba a punto de dirigirse hacia el bosque cuando olió algo que transportaba el viento del sur.
Subió por la carretera hacia el origen del olor con el hocico levantado, husmeando. Se detuvo al pie de la torre de vigilancia y se sentó a observar la altura que tenía.
Arriba, en la choza, el cuerpo disecado de la larva estaba en el suelo, debajo del gancho y protegido por la sombra. El abdomen y el tórax se habían descompuesto hacía tiempo a causa del calor, pero la cabeza esclerotizada empezaba a agrietarse. La hemolinfa verde manaba de ella y se deslizaba por la escalera destrozada. Despedía un olor intenso.
La perra, sentada y con la cabeza ladeada, observaba cómo caía el fluido.
En la distancia, una barca apareció en el océano. En ella iban Diego, de pie, y Ramoncito, cantando. Aún tardarían unas cuantas horas en llegar a la playa.
La hemolinfa se arremolinó un momento en un escalón y luego continuó descendiendo hasta llegar abajo.
La perra dio un paso adelante y se puso a lamer.