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Sólo les quedaba la última lata de gasolina cuando la Zodiac se acercó al muelle pintado de azul y blanco, detrás del edificio de Biología Marina. Unas cuantas iguanas marinas se esforzaban para apartarse de su paso, con las cabezas y las colas sobresaliendo del agua. La luz de la mañana se derramaba encima de las aguas y les daba un tinte verdoso.

Excepto por la parada que hicieron en la zona de extracción de muestras para tomar más muestras de agua, no habían disminuido la velocidad durante las últimas diecisiete horas y media. El mar había estado picado, lo cual había prolongado el viaje una hora y media más de lo que habían previsto.

Diego tenía las manos agrietadas e irritadas de la sal del mar y del viento, y Rex tenía la espalda tan dolorida que casi no se podía acabar de incorporar cuando se ponía en pie. Ramoncito se encontraba en sorprendente buena forma y había pasado todo el tiempo debajo de una lona, protegiéndose con el sombrero de Rex el rostro quemado por el sol.

Diego saltó de la barca en un abrir y cerrar de ojos y avanzó con cuidado llevando la bolsa llena de muestras de agua.

Rex le siguió inmediatamente. Diego tropezó en el muelle y los tarros de las muestras chocaron los unos contra los otros, pero ninguno se rompió. Corrieron hacia la oficina de Diego, en el edificio de Plantas e Invertebrados, sin hacer caso de los muebles tumbados y los cristales rotos.

Diego señaló hacia el pasillo:

– El laboratorio -dijo-. Voy a buscar unas cosas y voy para allá.

Rex entró en el laboratorio y ordenó las muestras de agua, diecisiete en total, encima del mostrador. Empezó a centrifugarlas para aislar los dinoflagelados, más densos, del resto del agua. Acostumbrado al trabajo de campo, se sentía inseguro en el laboratorio.

Diego entró con una probeta llena de ADN de dinoflagelados, una muestra que se sabía era normal y que no estaba infectada; la utilizarían como patrón de referencia para contrastarlo con las diecisiete muestras de los alrededores de Sangre de Dios.

– Estoy aplicando una fuerza de dos mil g -dijo Rex.

Diego tomó un tarro de muestra y lo sopesó en la mano.

– Muy bien. Tendremos que preparar las soluciones para extraer el ADN del resto de las moléculas de los dinoflagelados -dijo, dirigiéndose hacia un armario y sacando unas cuantas cajas.

– ¿Cuánto tarda el proceso?

Diego se encogió de hombros.

– Una hora y media, dos horas. Vamos a preparar todas las que podamos para hacerlo simultáneamente.

Diego se dirigió hacia el congelador para localizar las probetas que contenían las enzimas que iban a utilizar para hacer el análisis parcial, proceso que cortaría secciones específicas del código de los dinoflagelados del ADN que estaban extrayendo.

Empezaron a preparar las soluciones a un ritmo frenético. Rex miró el reloj. Ya eran las nueve y veinte y todavía tenían mucho trabajo por hacer.

Fuera, en la lancha, Ramoncito se desperezó debajo de la lona. El sombrero de Rex le cayó encima del rostro y se lo apartó para ver la luz del día. Miró alrededor y se dio cuenta de que habían llegado a Puerto Ayora. Se puso de pie y estiró el cuerpo.

Se tocó las mejillas quemadas por el sol. Todavía continuaba dándole vueltas a todo lo que le habían contado. Se dirigió hacia el laboratorio, donde sabía que Diego necesitaría su ayuda.

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