Rex se inclinó sobre el teléfono mientras Tank se tumbaba en la cama. Tuvo que marcar tres veces antes de que la llamada llegara a su destino. Donald respondió al primer timbrazo.
– ¿Cómo va todo?
– Maravilloso, como siempre -respondió Rex-. Hace que París parezca vergonzoso.
– Tengo algunas noticias interesantes. ¿Recuerdas esa muestra de agua de mar que Frank envió?
– Por supuesto.
Rex se quitó la camiseta y se volvió para verse la espalda en el espejo. Apretó la mano sobre la nuca y la marca blanca de los dedos permaneció unos instantes sobre su piel antes de desaparecer.
– Finalmente la observé por el microscopio. La muestra de Sangre de Dios es muy poco habitual. La mayor parte del plancton estaba muerto. Formaba una masa compacta. La mayor parte era fitoplancton unicelular: los dinoflagelados predominaban, pero había una gran cantidad que no era reconocible.
– ¿De verdad? -preguntó Rex-. ¿Especies que tú no pudiste reconocer?
– Creo que son mutaciones no viables. Recuerda que el plancton es extraordinariamente sensible a la radiación UV-B.
– Sí -dijo Rex, mientras sacaba un ejemplar de la revista Natural History de su bolsa y miraba con atención la contraportada-, pero viven a profundidades que no dejan pasar la mayor parte de la radiación.
– Ah -dijo Donald-. Pero ésta era una muestra de la superficie. Así que mi idea es que un cambio en las corrientes producido por los movimientos sísmicos provocó que el plancton subiera, y su composición se alteró por la exposición a la radiación. Pero las mutaciones son asombrosas: no pueden proceder solamente de la radiación.
– ¿Entonces?
La línea telefónica se cortó. Rex miró el teléfono satelital, que todavía estaba cargándose en la toma de corriente, maldijo y volvió a marcar. Esta vez, la comunicación se estableció rápidamente.
– Entonces -dijo Donald, continuando en el mismo punto en que se habían quedado- hice una cromatografía de gases con espectrometría de masas en busca de DDT, pero dio negativo, así que aislé parte del ADN de los dinoflagelados e inyecté un gel.
Donald miró el reloj. Tenía la camisa de lino arrugada a la altura del pecho y manchada de sudor. El trabajo requería una precisión que pronto resultó tediosa. En primer lugar, metió las muestras de agua en probetas de centrifugación para que los dinoflagelados, más densos, precipitaran. Luego aisló las secuencias de ADN, cortó unas secuencias específicas y las puso en agar con bromuro de etidio para ver la precipitación. Cuando el patrón de bandas fue visible a la luz ultravioleta las sometió al control. Donald estaba familiarizado con el patrón de bandas del ADN de los dinoflagelados de Las Galápagos por anteriores estudios; generalmente las bandas medían entre tres y cinco kilobases y tenían diez pares de bases. El ADN de la isla de Santa Cruz coincidía con este patrón de bandas. Pero la muestra de Sangre de Dios era irregular, varias de las secuencias de ADN permanecieron en la superficie del agar sin acabar de precipitarse al fondo.
Al oír esos resultados, Rex se sentó en la cama.
– Cielo santo -exclamó-. ¿Y qué piensas?
– Que esas secuencias están hinchadas a causa de algo que provoca que se muevan tan despacio -respondió-. Me temo que un virus las ha tomado, ha encontrado la forma de pasar la membrana debilitada por los rayos ultravioleta y ha insertado su propio ADN en la estructura.
Rex silbó:
– Bueno, los virus proliferan maravillosamente en el H2O.
– Eso creo. Pero esto se encuentra fuera de nuestro campo. Me gustaría que tomaras abundantes muestras de agua en Sangre de Dios. Mientras, he mandado la muestra a Everett, en Fort Detrick.
– ¿Samantha Everett? -Rex se pasó una mano por la frente-. ¿Estás seguro de que es una buena idea? He oído que es un poco… -La línea se cortó- impredecible.
La ex directora de la Sección de Patógenos Especiales y Virales del Centro para el Control de Enfermedades de Atlanta y directora de la División de Evaluación de Enfermedades del Instituto Médico de Investigación de Enfermedades Infecciosas del Ejército de Estados Unidos, en Maryland, Samantha Everett, se encontraba ataviada con un traje espacial de cuerpo entero con guantes de neopreno incluidos precintados a las mangas. La zumbante unidad de circulación de aire interior del traje era mareante y entonaba una melodía de alta frecuencia con los demás sonidos del laboratorio de Bioseguridad del piso cuarto: la constante corriente de aire, los ventiladores situados cerca de las puertas para asegurar la presión negativa, los filtros de aire trabajando a doble velocidad encima de sus cabezas. Para mantener la salud mental, Samantha cantaba en voz baja La araña Itsy Bitsy, inventando la letra cuando no se acordaba de la original de la canción.
De corta estatura -metro cincuenta y siete en calzado deportivo-, Samantha tenía el aspecto ligeramente agotado de una madre de tres niños. Habiendo descuidado la colada durante un mes y medio, se había presentado al trabajo con la camiseta de su hija que tenía estampados los cinco rostros sonrientes de los miembros de un grupo musical. Afortunadamente también le iban bien los zapatos de su hijo de seis años -unas adidas verdes con velero y suelas con marcas de asfalto- ya que aquella mañana había salido corriendo de casa descalza y no se dio cuenta de ello hasta que llegó a la base. Encontró las adidas en el maletero del monovolumen, enterradas bajo el montón del equipo de acampada para una salida a Catoctins que, después de haber sido planeada durante dos meses y cancelada tres veces, casi se realizó el fin de semana anterior cuando fue interrumpido por la emergencia de turno.
Poco capaz de tener marido, había adoptado a sus tres hijos durante los últimos nueve años. Antes, mientras estudiaban, ni siquiera había podido valorar la posibilidad de ser madre. Se había dedicado meses enteros a distintos proyectos: sacar sangre a los caballos de la zona rural de Costa Rica para la encefalitis equina de Venezuela, perseguir al virus Machupo por la ladera oriental de los Andes, recorrer las tierras en que prospera el mosquito del delta del Nilo. Pero después del período que pasó en el Centro para el Control de Enfermedades, en Atlanta, recibió la oferta de dirigir la División de Evaluación de Enfermedades del Instituto Médico de Investigación de Enfermedades Infecciosas del Ejército, USAMRIID, y se juró que intentaría llevar algún tipo de vida familiar. Se había dado cuenta de que ser madre la había fortalecido considerablemente más que ser Mayor y dirigir una división de energúmenos envenenados por la testosterona y acribillados por sanciones militares. Pero, de todas formas, le gustaba Fort Detrick y las estaciones en el centro de Maryland.
El moderno e inhóspito edificio del USAMRIID, parecía haber caído del cielo en medio de la base, tan fuera de lugar parecía entre aquellos descoloridos y anticuados edificios. Dentro, los pulidos suelos de baldosa contradecían unas paredes grises de navío de guerra. Todo el trabajo con agentes infecciosos se llevaba a cabo en una sección que se dividía en cuatro unidades, las cuales a su vez se dividían en «habitaciones calientes». Cada una de las habitaciones calientes estaba plagada de ventiladores, entradas de ventilación y sistemas de presión para asegurar que los agentes patógenos del aire no pudieran escapar del área. Los filtros eliminaban cualquier amenaza biológica antes de que el aire del laboratorio fuera liberado al exterior. En todo el edificio el aire se dirigía hacia dentro.
Era precisamente este ruido zumbante del aire dirigido hacia dentro lo que Samantha intentaba combatir cantando La araña Itsy Bitsy… Su voz, tersa y aguda como la de un niño, activaba el pequeño micrófono que le permitía comunicarse con el técnico de laboratorio, que vestía un traje espacial similar al de ella. «… Contrajo un nuevo tipo de fiebre hemorrágica boliviana de un aerosol.» Se inclinó sobre el cadáver. Ya había hecho la incisión con forma de Y para abrir el pecho y el abdomen. El brazo le temblaba ligeramente a causa de la última tanda de inoculaciones; debido a todas las inyecciones que recibía en su línea de trabajo, casi siempre tenía el músculo deltoides dolorido.
Hizo un gesto con el escalpelo al técnico de laboratorio.
– Aparta el intestino delgado para que pueda llegar a la base del mesenterio.
La cavidad abdominal siempre presentaba dificultades porque estaba muy llena; con todos los pliegues del intestino había poco espacio para maniobrar. Alargó una mano y hurgó el estómago hinchado, sabiendo por experiencia que estaba lleno de un líquido repulsivo. Por desgracia, los respiradores no filtraban los olores.
– «Llegó el virólogo y acabó con el virus» -cantó.
El técnico se inclinó hacia delante y sujetó el intestino esponjoso con una mano enguantada y ligeramente temblorosa.
– No me cortes -dijo.
– Vaya. ¿De verdad? -contestó Samantha-. Bueno, ésos son mis planes para esta semana. Estaba deseando observar los efectos de la enfermedad en uno de mis colegas.
Empezó por el mesenterio y cortó el exceso de tejido y los ligamentos de los músculos para poder sacar el órgano. El procedimiento se conocía tontamente como «el tirón». Uno «tiraba» primero de los órganos torácicos, luego de los órganos abdominales.
– Hemorragia en las encías, ictericia en la esclerótica, heces sanguinolentas, equimosis, hemorragias con petequias, sangre en la orina… -Samantha agarró el corazón agrandado y tiró suavemente mientras empezaba a cantar-: «El sol salió y secó toda la lluvia…»
El técnico, nervioso, miró la formalina y se preparó para meter la mano en el líquido desinfectante al menor rasguño. Pero las manos de Samantha estaban totalmente firmes. Recortó cuidadosamente alrededor de los dedos de su ayudante mientras entonaba la siguiente frase de la canción infantil. De repente, se detuvo.
– ¡Ajá! Mira eso.
La cavidad pleural estaba llena de líquido y los pulmones presentaban manchas de un rojo intenso. Tomó una muestra y la colocó en un frasco pequeño que cerró a conciencia después de limpiar el exterior con un desinfectante.
– Condón -dijo.
Otro técnico de laboratorio dio un paso adelante y le tendió un preservativo no lubricado. Tenían que ser ligeramente creativos con el equipo: el último envío de la empresa de suministros de San Diego no había llegado a causa de un descarrilamiento en las afueras de Las Vegas. Samantha metió el frasquito en el condón y el ayudante hizo un nudo en el extremo del látex. Luego lo colocó en una funda de nailon que, a su vez, introdujo en un tanque de nitrógeno líquido. Colgó el extremo del saco en la parte superior del tanque tomando precauciones para no tocar el líquido, que se encontraba a 195 ºC bajo cero.
Samantha volvió la atención hacia el cuerpo. Era un espécimen horrible. Un importante empresario que había vuelto desde Cochabamba, Bolivia, hacía seis días, en su Gulfstream VII. Antes del vuelo había tenido fiebre, mialgia, debilidad y escalofríos. A pesar de que los síntomas pronto habían pasado a ser gastrointestinales, pues le dolía el abdomen al tacto y tenía diarrea, decidió volar de todas formas. Después del despegue, el hombre había sufrido vómitos y sangrado espontáneo de nariz, encías y ojos. El hospital Johns Hopkins recibió una alarma cuando el avión se encontraba a mitad de vuelo; el piloto llamó directamente para pedir que una ambulancia los esperara en el aeropuerto. Los informes empeoraron a medida que el avión se aproximaba a Baltimore, así que el jefe de equipo del Hopkins se puso en contacto con Samantha en el campamento de Catoctins. Decidieron que el avión debía desviarse hacia la autopista 15, cerca de Fort Detrick para que el empresario y su mujer, el piloto y un ayudante de vuelo, que empezaban a mostrar los primeros síntomas, pudieran ser puestos en cuarentena en el cuarto piso.
Samantha había corrido a casa para tratarlos, pero el virus había llegado a altos niveles de concentración en la sangre del empresario, y la coagulopatía ya estaba muy avanzada. Los antisueros que almacenaban en los bancos que podían contraatacar otras formas de fiebre hemorrágica boliviana (FHB) no funcionaban con este tipo; tampoco lo había hecho el Ribavirin.
Samantha obtuvo muestras de tejido y los fluidos del empresario mientras se encontraba todavía con vida e inoculó cultivos celulares en ellos permitiendo, así, que el virus se replicara hasta que los cultivos celulares tuvieron antígenos víricos. El estado del piloto y del ayudante de vuelo continuaba empeorando, pero la mujer se había recuperado de la fiebre al segundo día, lo cual quería decir que, probablemente, había generado anticuerpos que habían derrotado al virus. Su suero sanguíneo mostró la presencia de anticuerpos de inmunoglobulina G, lo cual indicaba que había habido una infección anterior de la que se había recuperado. La IgG había permitido que su cuerpo combatiera esta nueva exposición al virus.
Samantha le sacó sangre para aislar estos anticuerpos y luego centrifugó la sangre para separar el antisuero, que se añadió a los cultivos celulares inoculados y, luego, lavados para limpiarlos de cualquier cosa que no se acoplara específicamente al antígeno. Entonces añadió anticuerpos marcados que le permitieron ver, a la luz ultravioleta, que el antisuero se había acoplado al antígeno, lo cual indicaba que los anticuerpos de la esposa combatían ese virus específico.
Consiguió aislar suficientes anticuerpos para acabar con el virus en seis o siete ratas que había sometido a la infección. Cada una de las ratas supervivientes replicó los anticuerpos y ella los extrajo de los animales, los aisló en grandes cantidades y, con avanzadas técnicas de reproducción genética, los replicó en mayor escala todavía.
Esperaba que le dieran permiso para inmunizar al piloto y al ayudante de vuelo con el antisuero experimental. En la puerta de al lado había una reunión de altos cargos del Servicio Público de Salud y la Administración para Alimentos y Medicamentos para decidir si aprobar el plan de tratamiento experimental. Si los pacientes tenían que esperar hasta agotar el papeleo usual del Servicio Público de Salud, era seguro que morirían aquella misma semana.
Samantha se obligó a concentrarse en el trabajo inmediato: practicar una autopsia completa del cuerpo del empresario, que había muerto aquella mañana. Intentó no pensar en la decisión que se estaba tomando en la puerta de al lado, que decidiría el destino de dos personas. El cuerpo que se encontraba en la mesa de autopsias tenía un aspecto espeluznante. Los sobacos estaban salpicados de lesiones viejas y las encías eran una masa sanguinolenta y supurante. La boca estaba llena de sangre.
Hurgó en la cavidad abierta con nuevo vigor. Continuó cantando; el técnico de laboratorio sudaba.
– «Entonces la araña Itsy Bitsy volvió a meterse en problemas…»
Una mujer vestida con una bata blanca de laboratorio dio unos golpes en una de las ventanas.
– ¡Sammy! -llamó.
Samantha no podía descifrar lo que decía la mujer, así que dejó las herramientas de la autopsia y arrastró los pies hasta la ventana; tenía una apariencia extraña dentro de aquel traje espacial.
– ¿Qué?
La mujer se inclinó hacia delante y gritó algo, pero Samantha no oía nada a causa de los ventiladores de aire. Acercó la cabeza a la ventana hasta que la capucha estuvo a centímetros del vidrio.
– ¿Qué? -dijo, exagerando el movimiento de los labios.
La mujer negó con la cabeza en un gesto exagerado.
– Han votado «no» -gritó, pronunciando con claridad.
Samantha cerró los ojos con fuerza. Intentó contar hasta diez para reprimir la rabia que le subía por dentro, un truco que sus hijos menores habían aprendido en el parvulario y que, a su vez, le habían enseñado a ella. Pero al llegar a cuatro, ya tenía la cabeza llena de imágenes de la fiebre, que, estaba segura, sufrirían el piloto y el ayudante de vuelo. Los sudores, los temblores, las manchas que aparecerían bajo la superficie de la piel. A causa de las preocupaciones legales, el Servicio Público de Salud y la Administración para Alimentos y Medicamentos iban a mandarlos a la tumba, envueltos en cinta roja.
Samantha se volvió hacia el técnico de laboratorio:
– Encárgate de todo -le dijo. Dando un golpe en el vidrio, añadió-: Voy a lavarme.
Los hombres y mujeres de uniforme y se encontraban sentados alrededor de la gran mesa de reuniones, bebiendo café y hablando. Había una bandeja de plata llena de donuts que nadie había tocado. Las carpetas estaban apiladas alrededor de las jarras de agua y había un único teléfono en uno de los extremos de la mesa, delante de una mujer mayor vestida con un traje gris cortado a imitación de Chanel. Los demás empezaban a levantarse para marcharse cuando Samantha abrió las puertas de golpe y entró con un maletín metálico en equilibrio sobre la mano levantada, como una bandeja de barman.
Dejó caer el maletín encima de la mesa con un fuerte golpe y lo abrió.
Sobre un fondo acolchado aparecieron dos jeringuillas llenas de un líquido.
La mujer mayor se puso de pie con expresión dura. El rosado de sus mejillas se encontraba sólo un tono por debajo del ridículo.
– Samantha, sabíamos que te pondrías difícil con este tema, pero no podemos esperar que nos aprueben un tratamiento de esta importancia en humanos basado sólo en experimentación en animales. Hay precedentes, complicaciones legales. Quizá la semana que viene podremos tener los resultados de la autopsia y llevar a cabo ciertos experimentos… -Se le cortó la voz al ver que Samantha se desabrochaba las mangas y se las subía-. ¿Qué estás…
Con la primera jeringuilla levantada en posición vertical delante de ella, Samantha sonrió con dulzura.
– Fiebre hemorrágica boliviana -dijo-. Un nuevo tipo.
De un mordisco, arrancó la punta de protección de la aguja y la escupió al suelo.
Dos mujeres volvieron a caer sobre las sillas.
– Dios mío -exclamó uno de los hombres mientras se cubría la nariz y la boca con la corbata.
Con habilidad, Samantha se clavó la aguja en el brazo y se inyectó el líquido.
– ¡Cielo santo! -gritó la mujer-. ¿Dónde está su superior?
Dos de las personas que había en la sala se alejaron con las espaldas pegadas a la pared y salieron volando de la habitación.
Samantha levantó la segunda jeringuilla.
– Mi antisuero -dijo.
Se clavó la aguja en el brazo, justo debajo de la señal que había dejado la otra inyección.
A la mujer mayor le temblaban los labios de rabia.
– Bueno, esta vez lo has hecho -le dijo-. Este comportamiento de pistolero te va a meter en muchos problemas.
– ¡Yupi! -respondió Samantha.
La mujer se inclinó y marcó uno de los botones del teléfono.
– Metedla en la celda.
Las celdas, que se encontraban en el cuarto piso de Bioseguridad, estaban en la sección médica, justo más allá de las habitaciones calientes. Eran unidades de dos habitaciones que se cerraban por el exterior; cada una de las celdas tenía dos camas. Unas puertas de seguridad las comunicaban con unas pequeñas salas de operaciones; en caso de emergencia, los médicos podían entrar con trajes espaciales. Los supervivientes del viaje de Bolivia habían sido puestos en cuarentena en tres de las unidades desde su llegada a Fort Detrick.
Las celdas estaban destinadas al aislamiento y observación de personas expuestas a agentes peligrosos, así que cada una de ellas tenía una ventana enorme que abarcaba una de las paredes. Detrás de la ventana de la celda 2, donde se encontraba Samantha, había un numeroso grupo de técnicos y virólogos. Dentro de la celda, ella estaba sentada en la cama y cantaba en voz baja.
Uno de los virólogos, un hombre con sobrepeso y una poblada barba, aplaudió con las manos en alto.
– ¡Muy bien, Sammy!
Ella se puso de pie e hizo una reverencia. Luego se acercó a la pared opuesta a la ventana y fingió que trepaba por ella, como un hámster en una rueda. El grupo estalló en risas. Luego, Samantha agarró una taza de café del mostrador y la pasó por toda la ventana, como si la hiciera sonar contra los barrotes de la prisión. Más risas. Finalmente, el grupo empezó a dispersarse, pero antes todos se fueron despidiendo de ella.
Samantha se sentó en la cama y se puso la cabeza entre las manos, pensando en la semana que tenía por delante. Había contribuido al desarrollo de un test para detectar la respuesta temprana de anticuerpos de la FHB en veinticuatro horas; un test al que pronto se sometería. Si éste mostraba que los anticuerpos se encontraban en la sangre, tendrían que permitir que el antisuero se utilizara con el piloto y el ayudante de vuelo. Con todo, tendrían que retener a Samantha por lo menos durante una semana para asegurarse de que los anticuerpos habían rechazado al virus de su cuerpo. De momento se sentía bien, pero era demasiado pronto para asegurar nada. Se puso la mano en la frente y cerró los ojos. El antisuero funcionaría; estaba convencida de que sus métodos eran buenos.
Miró el reloj y se puso de pie de un salto al darse cuenta de la fecha. 25 de diciembre. Tenía a tres niños y a una niñera que la esperaban en casa con un árbol a medio decorar, y ella no estaría fuera de la celda hasta Año Nuevo. Sintió un pinchazo de culpa en el pecho. No habían tenido tiempo de desenvolver los regalos aquella mañana y había prometido que volvería a casa antes de la cena. ¿Cómo podía hacerles eso a los niños?
Se dirigió hasta el teléfono que había en el mostrador y le pidió al operador que la comunicara con su casa.
Kiera casi no oyó el teléfono a causa del ruido que salía del aparato de música. Estaba tumbada boca abajo en la cama, mirando Cosmo Girl, con una pierna perezosamente doblada por la rodilla. Su piel oscura delataba su herencia guatemalteca, y tenía una cicatriz en el abdomen por el trasplante de hígado que sufrió cuando entró en el país, hacía nueve años, cuando apenas tenía cinco. Las paredes de la habitación estaban decoradas con pósters coloridos, entre ellos el del virus del ébola aumentado miles de veces.
La canción terminó y oyó el timbre del teléfono. Se puso de pie, saltó hasta él y contestó después de desenterrarlo de debajo de un montón de ropa.
– ¿Sí?
La expresión de su rostro cambió: de pronto mostró irritación. Apartó un poco el teléfono, y lo apretó contra el hombro.
– Mamá está en la celda otra vez -gritó.