24

No pudieron permitirse el lujo de esperar al anochecer y, así, evitar los fuertes rayos UV. Antes de cargar el equipo en El Pescador Rico, Diego le hizo lavar las botas en el embarcadero, para evitar transportar a la isla cualquier huevo de insecto o semilla que se hubiera quedado incrustado en ellas. Cameron estaba fascinada: le costaba creer que la ecología de cada una de las islas fuera tan frágil que pudiera ponerse en peligro por una sola semilla. Aunque la ecología de Sangre de Dios ya se encontraba en una situación difícil, Diego afirmaba que todavía podía agravarse más si llegaban especies extrañas a ella. Diego obligó a Tucker a tirar una manzana que tenía guardada en la mochila desde Guayaquil, y Savage tuvo que esconder los cigarrillos en el bolsillo de su camisa para salvarlos del mismo destino.

Se notaba que la embarcación había sido muy cuidada: Cameron se dio cuenta de que Diego limpió con la uña un poco de sangre seca que estaba incrustada en la proa antes de subir a bordo. Rex se sentó encima de la caja de viaje con las bolsas de nailon acolchadas en el regazo mientras la barca zarpaba en dirección a Sangre de Dios. Diego la condujo a motor hacia el oeste a una velocidad de ocho nudos. Derek volvió a guardar las dos Sig Sauer en la caja de armas y la cerró.

Circundaron el extremo sur de Isabela, el pie de la isla en forma de bota. El humo, visible a pesar de la niebla, se levantaba amenazador desde los picos de Cerro Azul y Sierra Negra. Fernandina, recostada en la bahía más grande de la isla, apareció a la vista justo cuando dejaron atrás Isabela. El aire espeso olía a lava, lo cual hacía que el calor fuera más opresivo. Finalmente, el sol empezó a hundirse en el agua delante de ellos hasta que desapareció en el Pacífico.

Excepto por el reflejo de las estrellas y el destello ocasional de los peces muertos que flotaban en la superficie, el océano se sumió en la oscuridad. La brisa tenía un olor limpio, a sal y a vegetación. La luna llena brillaba encima de ellos como un agujero en el cielo. Al cabo de veinte horas de viaje desde Puerto Ayora, el oscuro perfil teñido por la luz de la luna de Sangre de Dios apareció entre la niebla como la corona de un tímido animal pelágico.

Los miembros de la escuadra se revolvían en la barca y se desperezaban. Justin estiró los brazos con las manos juntas e hizo crujir los nudillos. Tank bostezó. Savage jugó con su Viento de la Muerte y luego lo devolvió a su funda con habilidad. Descubrió a Szabla mirándole, pero ella apartó la vista con rapidez. Cameron notó los movimientos bruscos y los gestos de intranquilidad y sintió cierta preocupación. Después de haber pasado un tiempo en reserva, todos ellos habían ido poniéndose en forma poco a poco durante los últimos días. Durante los trayectos, lo habitual era que los soldados se sentaran con la espalda erguida o aprovecharan para preparar el equipo. Pero en aquella misión no había nada que preparar. Sólo era posible continuar esperando.

Para que la intranquilidad de los demás no se le contagiara, Cameron se levantó y estiró las piernas. Juan estaba de pie y contemplaba el agua que se estrellaba contra la proa. Ella se acercó y se apoyó en la barandilla, a su lado. El casco abría una luminosa grieta blanca en la superficie del océano.

– Siempre hemos estado equivocados, ¿sabes? -dijo Juan.

– No -respondió Cameron con una sonrisa-, no lo sabía.

– En que somos los reyes de la tierra, de que tenemos el dominio de las tierras y los mares porque somos las criaturas más desarrolladas que habitan en ella.

Algo en la expresión de Juan impidió que Cameron hiciera ningún comentario.

– Nuestra importancia nos ha sido arrebatada -continuó-. Hasta Copérnico, pensábamos que éramos el centro del universo; hasta Darwin, creíamos que éramos una creación del cielo. -Rió para sí mientras se rascaba la barbilla-. Hasta Freud pensábamos que éramos los dueños de nuestra propia mente. -Bajó la vista hasta las aguas y dio unos golpecitos en la barandilla con el anillo-. Y ahora esto. Traicionados por los cielos y las mareas, por la tierra, cuya obligación era permanecer a nuestros pies. -Volvió a reírse, pero tenía los ojos tristes.

– No tiene mucho sentido tener fe, ahora -dijo Cameron.

Juan la miró, sorprendido.

– ¿Ésta es tu conclusión? -le preguntó. Negó con la cabeza y continuó-: Uno debe tener su propia fe. Su propio lugar en medio de este caos. Agarrarse a él como si fuera lo único que existiera. Eso es lo que todos debemos hacer. ¿No fue por eso por lo que te alistaste en el ejército?

Cameron se inclinó hacia delante y sintió la brisa y la sal en las mejillas.

– No fue por algo tan elevado -respondió.

– ¿Por qué, entonces?

Ella se encogió de hombros.

– Nunca pertenecí a ningún lugar. El equipo me dio eso. Me dio un lugar al que pertenecer.

Juan asintió con la cabeza. Sus labios dibujaban una línea fina.

– Pero también te quita algo, ¿no?

– ¿Como qué?

Juan jugó con el anillo pero no contestó.

Cameron se sintió a la defensiva.

– El ejército se comprometió conmigo sin cuestionar nada, y yo hice lo mismo. -Se rió, aunque no tenía muy claro cuál era ese compromiso-. Aquí no hay complicaciones. Nunca. -Una pequeña ola se estrelló contra la proa y salpicó su camisa de camuflaje. Cameron se frotó la parte húmeda de la camisa con el pulgar-. Por eso soy tan buen soldado.

La embarcación se inclinó, y Cameron se apartó de la barandilla y se dirigió a popa. Se sentó en silencio y contempló a Diego mientras éste conducía el barco en las tranquilas aguas hacia la isla.

Cameron había consultado los escasos mapas y cartas de navegación durante el tedioso viaje. Sangre de Dios, de una irregular forma circular, se formó por el volcán Cerro Verde, cuya cima alcanza una altitud de 515 metros. El volcán apagado está a un kilómetro de la costa oriental, como la yema descentrada de un huevo frito. Desde la cima hasta la costa oriental, el terreno desciende abruptamente hasta un despeñadero donde, hace cientos de años, una vieja fisura se ensanchó y dejó sólo una pared vertical. La franja que va desde la cima hasta la costa oeste tiene una curva más suave, de ocho grados, mientras que el lado este tiene veinte, y las zonas de vegetación que pueblan esta parte se distinguen unas de otras con sorprendente claridad: la zona costera, la zona árida, la zona de transición y la zona de Scalesia que cubre la cumbre y forma un fértil anillo de bosque interrumpido por la caldera del pico del volcán. Estas zonas se dibujan en franjas sobre la isla con tanta claridad que es posible señalar la línea de altitud en que una deja paso a la otra.

El Pescador Rico se aproximó al extremo sudeste de Sangre de Dios. A la vista apareció bahía Avispa, una larga playa con techo, como una cueva, de arena blanca. Diego dio un rodeo para evitar un arrecife de coral que bordeaba la zona oriental de la bahía. A causa de los terremotos, partes del arrecife se habían roto dejando unas puntas afiladas que poblaban toda la bahía. Diego se dirigió hacia punta Berlanga, el extremo occidental de la playa. Como un cuerno protuberante, punta Berlanga recibió su nombre por un obispo de Panamá, fray Tomás de Berlanga, quien descubrió estas islas por accidente en 1535. Punta Berlanga presenta una multitud de picos y columnas erosionadas por la sal encima de una franja de lava pahoehoe y recibe el peso de las olas y vientos que proceden sobre todo del sureste. En el extremo más alejado, una serie de géiseres silban a través de la porosa roca.

De la lava endurecida sobresalía un decrépito embarcadero de madera. No había ninguna embarcación anclada allí. Cuando se acercaron, se dieron cuenta de que el embarcadero era un montón de maderas rotas, destruidas durante el último terremoto.

Diego maldijo.

– Vamos a tener que echar el ancla aquí e ir en la Zodiac hasta la punta.

Bajó la velocidad de la embarcación y dejó que ésta se deslizara detrás de una cadena de conos de tufo a un kilómetro y medio de la costa. Formado por la violenta interacción del agua y la roca pulverizada, el tufo está compuesto de ceniza aglomerada. Allí las rocas estaban esculpidas por las mareas y los vientos del sudeste y, de entre tres y cuatro metros y medio de altura, parecían los retorcidos dedos de un gigante sumergido. Algunos leones de mar que descansaban en las rocas se despertaron y lanzaron gritos de advertencia ante el paso de la embarcación.

Diego frunció el entrecejo.

– Nunca había visto que los leones marinos nadaran hasta aquí. Normalmente, esta colonia se encuentra en la playa.

Colocó los amarres de proa y popa y luego arrastró la Zodiac a cubierta, sujetándola mientras se hinchaba. El mar estaba quieto, como presagiando tormenta, pero las previsiones anunciaban buen tiempo.

– Tendremos que subir a la Zodiac por turnos -dijo.

– De ahora en adelante las parejas serán las mismas que en Guayaquil. Juan, tú irás con Tank y Rex -dijo Derek.

La embarcación se balanceó y Rex tropezó y fue a caer contra la pared de la cabina. Sin querer, tiró el arpón que estaba colocado encima de ella a la borda, por donde resbaló hasta caer en las oscuras aguas. Diego negó con la cabeza pero permaneció callado. Tank subió primero a la Zodiac, le ofreció la mano a Rex, pero éste la desdeñó. Diego, Szabla, Juan y Justin le siguieron con sus bolsas y con la mayor parte de las cajas.

Diego, sentado al lado del motor, señaló una mochila que estaba en El Pescador Rico.

– La vamos a necesitar -dijo.

Derek le pasó la mochila a Justin y éste la abrió, descubriendo una radio PRC104 de alta frecuencia.

– ¿Es por si tenemos que comunicarnos con los Picapiedra? -preguntó Justin. Dio un golpecito en el transmisor que llevaba en el hombro y añadió-: Tenemos las comunicaciones cubiertas.

Diego negó con la cabeza:

– Nuestra radio por satélite en la Estación se sobrecargó. La única forma de contactar con alguien en Puerto Ayora es ésta.

Justin asintió con la cabeza y se cargó la mochila a la espalda. Diego encendió el motor y la Zodiac salió a toda velocidad. El sonido del motor se mezcló con el de las olas. Los demás se quedaron sentados en la embarcación y esperaron meciéndose con las olas. Savage desabrochó y volvió a abrochar la funda del cuchillo. Al cabo de un rato, Cameron oyó el zumbido del motor que se aproximaba. Diego arrimó la Zodiac al costado de la embarcación hasta que tocó la madera.

Cameron tiró su bolsa a la lancha y saltó. Los demás levantaron las cajas de viaje y de armas y la siguieron. Se dirigieron a la playa en silencio.

Las olas hervían contra la orilla rocosa y árida de punta Berlanga y los cangrejos se afanaban en la lava húmeda y oscura hasta los pequeños charcos que se formaban en ella. Unos altos bloques de roca manchados de guano se elevaban delante de los esculpidos picos. El viento soplaba suave pero constantemente, levantando el vuelo de alguna gaviota de las Galápagos de vez en cuando.

A la derecha, la playa, una franja de arena blanca, se alargaba siguiendo la curva de bahía Avispa. Cameron observó el paisaje que, de este a oeste, mostraba una abrupta línea donde terminaban los erectos bloques de punta Berlanga para dejar paso a las bajas dunas de arena protegidas por los arrecifes pero indefensas ante los efectos de la erosión de las mareas del sudeste.

Cuando notaron que la lava rozaba la lancha, los soldados se deslizaron fuera de ella y la empujaron con energía por el agua para mantener el impulso hasta la arena. El agua sólo se diferenciaba del aire en la densidad; la temperatura parecía la misma. La lava pahoehoe presentaba una superficie rugosa y se veía que se había formado por capas de lava líquida que habían emergido de debajo de la corteza fría. De alguna forma, las hierbas Sesuvium, unos densos mangles y unos bajos y enredados chamizos de hoja gruesa y verde habían conseguido adueñarse de la lava.

El resto de la escuadra llegó hasta ellos con la Zodiac levantada a pulso para evitar que se rasgara con las rocas. Los trajes de camuflaje y las botas los ocultaban en la noche. Llegaron a paso rápido y dejaron la Zodiac en el lugar donde Rex y Juan se encontraban. Aparte de los pájaros que revoloteaban en los acantilados y de las olas que rompían en la playa, no se oía nada en la isla. Unas cuantas chumberas rompían el perfil de los acantilados.

Cameron levantó la vista al cielo y vio más estrellas de las que nunca había visto en su vida.

– No se movía ni una sola criatura -le murmuró Justin.

Tucker y Szabla descargaron las cajas y las bolsas de la Zodiac y Cameron la deshinchó. Arrastraron las cajas unos cuantos metros y las dejaron al lado del equipo que habían transportado en el primer viaje. Rex los vigiló atentamente mientras transportaban el equipo de GPS. Szabla fingió que dejaba caer la caja de los trípodes y Rex casi se cayó al suelo intentando alcanzarla.

Tank agarró dos pesadas cajas de viaje en las que iban las tiendas y las arrastró por la lava con tanto esfuerzo que se le marcaron todos los músculos de los brazos.

– Muy bien -dijo Derek-. Que alguien traiga la caja de armas de la Zodiac. Vamos a acampar…

De repente, un aullido rasgó el aire. Savage sacó el cuchillo de la funda y todos se colocaron instintivamente en formación. El aullido pasó a ser un gemido y se perdió. Savage bajó el cuchillo despacio.

Justin y Tucker observaron toda el área, intentando adaptar la vista a la oscuridad. Rex y Juan se acercaron a Tank de inmediato. El viento se levantó de repente y revolvió el pelo de Cameron, que se lo sujetó detrás de la oreja. El aullido ya no se oía. Cameron se aproximó al agua y levantó la vista hacia el acantilado.

– Cam -susurró Derek-. Vuelve aquí.

– Es el viento -dijo ella con una sonrisa. Señaló hacia arriba, a un agujero abierto a un lado de la pared del acantilado-. Una cueva. El viento silva a través de la entrada.

Cameron estaba sorprendida por la rapidez con que había empezado a soplar el viento; sólo unos momentos antes, el aire estaba absolutamente quieto.

– La sal y el viento han abierto agujeros en el acantilado por toda esta zona -dijo Diego mientras se secaba la frente con la manga de la camiseta-. Y el basalto se ve irregular en las zonas donde ha habido fisuras. -Sonrió, satisfecho-. No hay nada que temer.

Una ráfaga de viento los golpeó con tanta fuerza que Justin se tambaleó. Rex se sujetó el sombrero con una mano. El aullido se transformó en un grito desgarrador.

– ¿Qué mierda…? -exclamó Justin mientras Savage volvía a enfundar el cuchillo-. Esto es un poco difícil.

Los demás se rieron con él y Derek dijo, aclarándose la garganta:

– Creo que podemos decir que…

El suelo se movió con violencia bajo sus pies y un chirrido llenó el aire. Szabla se cayó contra la base del acantilado.

– Mierda. -La exclamación de Diego casi no se oyó a causa del temblor-. Estamos en una coctelera. Vamos al agua.

El aire se llenó con el ruido de una roca rompiéndose y una lluvia de trozos de piedra y arena les cayó sobre la cabeza. Juan se agachó bajo ella y fue a caer contra Szabla.

– Apartémonos del acantilado -grito Rex-. Puede haber un desprendimiento.

Una roca del tamaño de una cabeza humana cayó a la espalda de Justin, pero por suerte la mochila paró el golpe. Justin cayó de rodillas por la fuerza del golpe pero rápidamente se incorporó y corrió empujando a Rex y a Diego con él.

Szabla se cayó y casi arrastró a Juan con ella. Mientras luchaba por ponerse en pie, Juan intentaba mantener el equilibrio sobre el inestable suelo. Quiso ayudarla a levantarse del suelo pero tenía problemas para sostenerse sobre sus propios pies.

Cameron agarró a Derek por el brazo y tiró de él hacia el agua con tanta fuerza que casi le dislocó el hombro. Derek se tambaleó dejándose llevar por ella hasta que el agua les llegó a los muslos. Las olas eran fuertes y les costaba mantenerse de pie. Tucker, Justin, Rex, Diego y Savage ya estaban en el agua y Tank corría hacia ellos por la resbaladiza roca.

– ¿Dónde está Szabla? -gritó Derek. Miró alrededor desesperado-. Mierda, ¿dónde está Juan? ¿Dónde está Juan?

Cameron les vio al pie de los acantilados intentando aguantar la lluvia de rocas que se precipitaba encima de ellos. Juan resbaló y cayó de espaldas al suelo. Inmediatamente se dio la vuelta y se puso de rodillas. Szabla lo agarró por debajo del brazo y lo levantó.

Cameron agarró a Derek por el pecho.

– ¡Allí! -gritó, señalando un punto.

Derek se volvió hacia los demás.

– ¡Quedaos aquí! ¡Es una orden!

Echó a correr hacia Szabla y Juan y al pasar al lado de Tank le dio un golpe en el hombro.

– ¡Tank, ven conmigo!

Sin dudarlo, Tank se dio la vuelta y lo siguió.

Juan estaba, finalmente, de pie, pero el suelo era inestable a causa de las rocas que se deslizaban y rodaban por él. La cantimplora colgada del pecho le golpeaba el estómago. Juan agarró a Szabla del brazo y dio un paso hacia delante, sobre un montón de rocas. De repente, un ruido de algo que se rompía por encima de su cabeza le asustó. Se volvió y vio que una chumbera se inclinaba hacia fuera del acantilado y se partía en dos por el tronco de un metro de ancho con un ruido seco. El pesado cactus cayó al vacío hacia ellos.

Con todo su empeño, Juan levantó a Szabla y la alejó de la base del acantilado. Szabla cayó al suelo y empezó a rodar hasta el agua. La fuerza que hacía tratando de sujetar a Szabla hizo caer a Juan hacia atrás, contra la pared rocosa del acantilado. Quedó sentado en el suelo y parpadeó con fuerza como si hubiera perdido la visión.

El cactus se estrelló a muy poca distancia de él contra la lava y, por un instante se quedó erguido, balanceándose y crujiendo, como si decidiera hacia dónde caerse. Juan levantó los brazos para protegerse la cara. Tenía la boca abierta, en un grito silencioso. Con una lentitud angustiosa, el cactus se inclinó hacia el lado contrario a Juan y cayó casi sobre el agua.

El temblor de la tierra disminuyó y al momento, aparte de los guijarros que rebotaban acantilado abajo, se hizo el silencio. Juan dejó salir el aire de los pulmones de golpe, aliviado.

Derek y Tank treparon por encima del enorme cactus a pesar de que las gruesas espinas se les clavaban en las manos y rodillas.

– ¡Juan! -gritó Derek-. ¿Estás bien?

– Estoy bien. -Juan intentó sentarse pero, con una mueca de dolor, desistió agarrándose el costado-. Sólo necesito… una mano.

Derek avanzó un poco y desde arriba del cactus agarró la mano de Juan con firmeza. Tank se puso de pie detrás de él pisando las pencas del cactus con las botas.

– Muy bien -dijo Derek-. Uno… dos…

Una réplica hizo temblar el suelo y Derek perdió pie. Las espinas del cactus se le clavaron en la espalda a pesar de la camisa de camuflaje y soltó un gemido de dolor, pero no soltó a Juan de la mano. Juan gimió de dolor a causa del tirón que le dio Derek al caer. Con la mano de Juan todavía en la suya, Derek consiguió sentarse en el suelo. Estaban sólo a unos sesenta centímetros el uno del otro, al mismo nivel del suelo.

– Te tengo, amigo -le dijo Derek.

Una roca grande se desprendió de la parte superior del acantilado, rebotó una vez contra la pared desprendiendo un montón de piedras y arena y se precipitó en el vacío.

Ambos miraron hacia arriba justo en el momento en que la roca cayó encima de Juan, sobre su regazo. El golpe arrancó su mano de la de Derek con tanta fuerza que las uñas de Juan dejaron unas marcas rojas en la palma de la mano de Derek.

Juan soltó un gemido y un chorro de sangre salió de su boca. Quedó enterrado debajo de la roca; sólo su cabeza quedó a la vista. Las piernas sobresalían de debajo de la gran piedra en una postura extraña. La cantimplora quedó partida en dos entre ellas.

– Dios mío -susurró Derek-. Dios mío.

Tank se acercó a Juan y a la roca, tambaleándose, y se quedó de pie al lado del cuerpo. Por un momento se hizo un silencio mortal.

Entonces oyeron el angustiado quejido.

Juan levantaba la cabeza y estiraba el cuello. La parte derecha del rostro estaba totalmente cubierta de sangre y un fragmento del hueso de la mejilla se veía entre la sangre. Respiraba con dificultad. Tenía los labios hundidos hacia dentro, entre los dientes rotos. Juan abrió la boca ensangrentada y gritó. A cada grito, le salía un chorro de sangre.

– ¡Quitádsela! -chilló Derek-. ¡Quítale esa cosa de encima!

Tank, con las botas llenas de restos del cactus y el sudor cayéndole por las mejillas, dio un paso hacia Juan.

Derek puso las manos en la roca e intentó empujarla, pero no consiguió moverla. Notó que un canto afilado le rasgaba la mano derecha, pero continuó empujando con todas sus fuerzas.

Los gritos aumentaron.

Tank puso su mano enorme en el hombro de Derek y le apartó a un lado. Abrió los brazos y abrazó la enorme piedra. Flexionó las rodillas y se preparó para levantar el peso.

Los gritos continuaban: unos gritos guturales y angustiados. Juan empezó a removerse debajo de la piedra, intentando levantar el torso. La sangre lo salpicaba todo; Derek veía gotitas de sangre en el aire e incluso en los hombros de Tank.

– Dios, mátalo. Tenemos que matarlo -gritó Derek.

Pero no tenía ningún arma. Se dio cuenta de que, con el estómago frío y revuelto, estaba buscando una piedra para utilizarla como arma.

Con toda su fuerza, Tank se levantó un poco. Emitió un fuerte gemido con los dientes apretados. Tenía el rostro rojo e hinchado, como si fuera a explotar de un momento a otro. La camisa se le desgarró por la espalda.

Consiguió levantar el bloque de piedra de encima de Juan unos centímetros. Con otro gruñido, dio un paso atrás con la roca abrazada contra su pecho y consiguió tenerla a unos sesenta centímetros del suelo. Con toda la fuerza de sus músculos, intentó lanzarla a un lado pero la roca se le escapó de las manos y quedó clavada en el suelo de lava.

Juan estaba inmóvil, con la mandíbula abierta. Emitió un grito de moribundo. Tenía los brazos retorcidos encima del pecho; una de las manos estaba doblada en un ángulo imposible y un trozo de hueso le salía por la muñeca.

Tank, tambaleándose y con los brazos colgando, miró a Juan. Intentó cerrar los puños pero no pudo. Los brazos le colgaban de los hombros, derrotados. Tenía los antebrazos y el pecho llenos de arañazos. La camisa estaba hecha jirones.

– Vámonos -dijo Derek. Le puso una mano en el hombro a Tank, pero éste la apartó-. Está acabado -dijo Derek-. Vamos a salir antes de que vuelva a producirse otra réplica.

Tank asintió con un ligero movimiento de cabeza. Derek dejó la mano en el hombro de Tank y le condujo hacia el agua. Tank gruñó al dar el primer paso. Derek le pasó un brazo por la cintura para ayudarle, pero no fue de mucha utilidad.

Treparon por el enorme cactus y Tank se dejó caer al otro lado, con las piernas llenas de espinas. Los pies le resbalaron encima del suelo de lava; se habría caído al suelo si Derek no le hubiera sujetado. Tank se incorporó, inseguro sobre sus piernas.

Instintivamente, Szabla dio un paso hacia delante, pero Cameron la detuvo.

– Ordenes -le dijo.

Con la respiración agitada, Szabla intentó apartar la mano de Cameron que la sujetaba por el hombro, pero no lo consiguió. Tank se apoyaba casi totalmente en Derek y sus movimientos eran rígidos y dolorosos.

Una porción de roca del acantilado se desprendió y cayó encima del cuerpo de Juan y de la Zodiac, cubriéndolos a ambos. Mientras caían las últimas piedras, Derek pasó los dos brazos por la cintura de Tank y ambos se dejaron resbalar por la roca hasta las olas. Intentaron pasar por debajo de una ola que iba hacia ellos, pero no pudieron evitar que ésta se estrellara contra su pecho. Tank llegó hasta los otros jadeando. Al oeste, el agua atravesaba los agujeros en la roca con gran estruendo.

Szabla estaba pálida.

– ¿Juan? -preguntó.

Derek negó con la cabeza.

Justin se apoyó en Cameron y ella le rozó con el hombro en un gesto tranquilizador. Tucker miraba hacia el océano encrespado, cambiando el peso del cuerpo de una pierna a otra, incómodo.

Savage sonrió.

– Bienvenidos a Sangre de Dios -dijo.

A Tank le fallaron las piernas y cayó al agua como un plomo. Tuvieron que sacarlo de ella entre cuatro.

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