La criatura enderezó sus dos metros y medio de altura apoyándose en sus patas traseras. De un color verde hojarasca moteado de un marrón claro, imitaba los tonos del bosque de Scalesia y se mezclaba con la red de sombras de sus ramas.
Estaba compuesta de tres partes principales: una cabeza con antenas, un tórax y un largo y abultado abdomen cargado de pesados huevos. Las alas anteriores, marrones, los tégmenes, tenían un aspecto de cuero y protegían las delicadas alas posteriores.
En general, la criatura era esbelta. El abdomen y las alas, que constituían la mayor parte del cuerpo, adoptaban una postura paralela al suelo. Cuando levantaba la cabeza, el tórax sobresalía hacia delante como el torso de un centauro, lo cual le daba un aspecto erecto y una orientación parecida al ser humano. El abdomen, habitualmente de una anchura de dos barriles de aceite, estaba todavía más hinchado a causa de los huevos y contrastaba marcadamente con el tórax fino y musculado y las cuatro delgadas y largas patas traseras. Una serie de agujeros a lo largo del abdomen, a cada lado, constituían los espiráculos, u orificios de respiración.
Unas enormes patas anteriores de presa sobresalían de la parte superior del tórax, justo debajo de la cabeza, y normalmente estaban pegadas al cuerpo. Las partes interiores de estas patas estaban cubiertas de afiladas espinas, las femurales en un ángulo de inclinación contrario a los de las tibias para apresar a sus víctimas como la boca de un oso. Al final de cada tibia tenía dos ganchos que le servían para acercar la presa.
Giró la cabeza casi ciento ochenta grados para mirar hacia atrás, en un intento de detectar algo entre los susurrantes matorrales. Giró el tórax, que obedeció fácilmente gracias al movimiento de las patas anteriores. La cabeza tenía la forma de un triángulo invertido, los ojos en las esquinas superiores y la boca en el vértice inferior. Dos largas y delgadas antenas sobresalían de la cabeza, entre los ojos, como dos pelos rebeldes. Inclinó la cabeza a un lado, con las antenas rígidas para detectar los olores y las sutiles vibraciones del aire.
Un macho emergió dubitativamente de los densos matorrales, tras ella. La hembra era capaz de ver en distintas direcciones a la vez gracias a sus ojos compuestos, pero los enfocó, como un mosaico de reflejos, en el macho que se acercaba.
Bastante más pequeño que la hembra, el macho la miró con prudencia, con unos grandes ojos que emergían como bulbos de la parte superior de la cabeza de forma de corazón invertido. Una de las patas traseras era ligeramente más corta que las demás, en proceso de regeneración después de la muda. Sus antenas oscilaban, y las distintas partes de la boca le temblaban por la curiosidad.
Clavó la mirada en la hembra, pero ella interrumpió el contacto ocular y lentamente se alejó, abrumada por los huevos no fertilizados. El macho la siguió con un movimiento a la vez entrecortado y elegante, atraído por las feromonas que ella excretaba por las dos brillantes protuberancias que tenía cerca de la parte más sobresaliente del abdomen. De vez en cuando, ella giraba la cabeza sobre el largo cuello comprobando el avance del macho.
Después de casi una hora de este extraño y delicado ritual, el macho extendió las alas y curvó el abdomen para atraer su atención, pero ella se volvió y continuó alejándose. Él la volvió a seguir con una secuencia de movimientos de abdomen más rigurosa. Las alas, dobladas, frotaban la cutícula produciendo una melodía de cortejo de alta frecuencia.
Ella bajó el ritmo. El macho, reuniendo todo su coraje, se le aproximó como para olería y se apartó un poco. La hembra reaccionó extendiendo sus patas delanteras e iniciando unos movimientos de abdomen. El macho la contemplaba, con el telón de fondo de los árboles, mientras ejecutaba unos suaves movimientos hacia delante y hacia atrás. La hembra abrió las patas de presa, como ofreciendo un abrazo. Finalmente, con un rápido movimiento, el macho la montó.
Las patas del macho se movían frenéticamente mientras, con un movimiento sinuoso, doblaba el extremo del abdomen para explorarla zona genital de la hembra. Bajó la cabeza y frotó las antenas contra las de ella, como para distraerla. Él torció el abdomen, juntaron la parte inferior de sus cuerpos y empezaron a copular. La hembra se quedó quieta unos momentos mientras él se afanaba y luego, con tranquilidad, la hembra giró la cabeza y mordió la armadura que protegía la parte trasera del cuello del macho.
Mientras la hembra masticaba la cabeza del macho, el cuerpo de éste sufría convulsiones sin dejar de expulsar esperma dentro de ella. La hembra, con palpitaciones regulares, continuó masticando su cuello hasta llegar al pro tórax, torciendo el cuerpo para arrancarle tiras de tejido mientras los genitales del macho seguían fecundándola.
Con el esperma depositado en la espermateca del abdomen, la hembra se sacudió el cuerpo del macho como si fuera un vestido incómodo. En el suelo, a su lado, se encontraba la cabeza de él, con las antenas todavía en movimiento.
A pesar de que el principal ganglio nervioso se encontraba seccionado, el cuerpo decapitado del macho se tambaleó hacia delante y extendió las alas en un intento inútil de volar. Como un relámpago, la hembra cerró las patas de presa alrededor de él. El cuerpo tembló en ese abrazo.
Ella mordió la parte más exquisita del abdomen y apartó su cuerpo con un chasquido húmedo. El cadáver, clavado en las espinas de ella por ambos lados, le serviría para nutrir las vidas que tomaban forma dentro de ella. Arrancaba trozos del abdomen mientras tiras de tejido le colgaban de las mandíbulas. Cuando terminó, inició el laborioso proceso de higiene personal.
El ritmo al que el cuerpo de la hembra estaba funcionando era muy superior al programado. A pesar de que acababan de aparearse, el desove se produciría esa misma noche.
La criatura juntó las dos patas delanteras, plegándolas como navajas, de tal forma que parecía adoptar una actitud de rezo.
Inició un leve balanceo y esperó.