Los temblores remitieron y pronto Derek ya no tuvo que luchar contra las olas. Del montón de rocas de lava se desprendieron unas cuantas que se encontraban en la superficie y que rodaron hacia abajo como los últimos granos de un reloj de arena. El aire se calmó.
Unos rajibuncos de pico rojo volaron en círculos amplios encima de sus cabezas, a punto de volver a sus nidos del acantilado. Unas crías de cangrejos zayapa cruzaron por encima de las rocas de lava: los brillantes caparazones de color naranja destacaban sobre la oscura roca.
Los soldados se quedaron en silencio a la espera de otra réplica. Al cabo de quince minutos, Derek subió a la superficie de lava y ayudó a Tank a subir después de él. Los demás les siguieron.
Las cajas de viaje y las bolsas todavía estaban delante de la pared del acantilado, a muy poca distancia del desprendimiento de rocas. Las tapas de las cajas presentaban golpes, pero no se habían roto. La caja de armas y algunas de las cajas de viaje estaban enterradas con la Zodiac. Derek echó un vistazo a la parte del acantilado que se había desprendido. No había forma de sacar el cuerpo de Juan, ni la Zodiac, ni parte del equipo de debajo de todas aquellas rocas. No, sin una excavadora. Las armas habrían sido inservibles de todas formas, aunque Derek no pensaba redactar un informe detallado del equipo perdido.
Los soldados inspeccionaron el terreno en silencio. A Rex se le veía pálido, tenía un aspecto casi de enfermo, y no dejaba de mirar el montón de rocas que cubría el cuerpo de Juan. Finalmente Szabla le golpeó en el pecho y le dijo:
– Relájate. Por mucho que mires, Juan no dejará de estar muerto.
A unos cien metros hacia el este, la lava y los riscos se perdían en unas dunas bajas de arena. La playa quedaba protegida, salvo por los objetos que caían en ella durante los terremotos y temblores.
– Vamos a establecer un campamento provisional en la playa -dijo Derek-. Mañana veremos si podemos encontrar algún lugar donde asentar un campamento permanente.
Los soldados arrastraron las cajas de viaje hasta la playa y empezaron a montar las tiendas y a ordenar el equipo. Derek y Cameron hicieron inventario.
Ocuparían las tiendas por parejas. Diego tenía que haber ocupado la quinta tienda con Juan; pero la tendría para él solo.
Tank prácticamente no cabía en la colchoneta, así que se tumbó en el suelo, y ya no pudo levantarse. Estaba aturdido por el dolor, lo cual era una mala señal dado su alto umbral de dolor. Una vez, en Copenhague, consiguió no desmayarse a pesar de haber recibido un golpe en la cabeza con la culata de un rifle. Justin le dio un masaje en las piernas, pero tenía los músculos demasiado tensos. El botiquín de Justin se había quedado en la lancha, pero él siempre llevaba unas cuantas cosas en su bolsa, como Toradol. Le puso una inyección de sesenta miligramos.
Se reunieron cerca de las tiendas, alrededor de una lámpara. Derek se encontraba de cara a todos ellos, dando la espalda a la noche. Se frotaba los ojos en un intento de apartar el cansancio. Habían dejado la puerta de lona de la tienda de Tank abierta, para que pudiera presenciar la reunión.
Cameron se frotaba los párpados. Recordaba a Juan sentado en el mausoleo, y su anillo de casado que brillaba en la noche con un destello dorado. Se llevó la mano al anillo que llevaba colgado del cuello y comprobó que todavía estaba allí.
Rex se aclaró la garganta. Estaba nervioso.
– Mirad -dijo-. No quiero parecer frío, pero tenemos que terminar el reconocimiento, ¿de acuerdo?
Savage, que se estaba sacando algo de entre los dientes, chasqueó la lengua y dijo:
– No he arrastrado toda esta mierda hasta aquí para dar media vuelta y echar a correr a la primera señal de una piedra que cae o de un sudamericano muerto. Le guiñó un ojo a Diego y añadió-: Con perdón.
Diego se encogió de hombros, sin hacer caso de la ofensa.
– Estamos jodidos con la Zodiac -dijo Derek-. Justin, mañana te darás un baño hasta el barco a ver si das con la forma de traer el resto del equipo a tierra. ¿Cómo esta la PRC104?
Justin se quitó la mochila de la espalda y la dejó sobre la arena. El material estaba abollado en la parte donde había caído la roca.
– Ha recibido un buen golpe -dijo, mientras sacaba la radio de la mochila con cuidado.
Cameron se sintió aliviada al ver que el aparato y la antena parecían intactos. Aquella radio, del tamaño de una vieja VCR, era un lío de botones y diales. El auricular era como un teléfono, pero tenía el receptor y el transmisor rotos.
Después de sintonizar la radio, Justin conectó el auricular, que emitió un chirrido, y apretó el botón de al lado para evitar la estática.
– No hay forma -dijo-. No podemos decir nada ni oír nada.
– Y mi teléfono está allí enterrado. -Rex señaló el montón de rocas-. ¿Así que eso es todo? ¿No podemos entrar en contacto con el mundo exterior?
– No podemos hacerlo con las islas -dijo Derek. Se dio un golpecito en el hombro, señalando el transmisor subcutáneo-. Todavía podemos ponernos en contacto con la base gracias a esto. Es vía satélite.
– ¿Llamamos? -preguntó Justin.
– No veo para qué -respondió Derek-. Nuestra misión consiste en traer a Rex aquí, ayudarle a colocar sus cachivaches en su sitio y largarnos. De momento, nuestra misión no está en peligro.
– Me gustaría colocar una de las unidades de GPS mañana por la mañana temprano -dijo Rex. Señaló un estrecho camino que se abría paso por una abertura en la pared del acantilado de punta Berlanga-. Estoy pensando que a lo mejor allí arriba encuentro una roca adecuada. Después reconoceremos la isla para encontrar otras localizaciones.
Derek se agachó y tomó un puñado de arena que se le fue escapando entre los dedos.
– Tenemos equipo de acampada, comida y las bolsas con la ropa y los efectos personales. De la embarcación necesitamos las medicinas, el equipo de buceo, las mosquiteras, gas de repuesto para las lámparas, comida de reserva y los cuchillos de asalto K-bar. ¿Está en buen estado el equipo GPS?
– Sí -repuso Rex-. Uno de los trípodes está un poco…
– Bien -dijo Szabla-. Así podemos centrarnos en colocar todo eso y mover el culo de aquí.
Tank se quejó desde dentro de la tienda, intentando estirar las piernas.
Derek se levantó y se limpió la arena de las manos en los pantalones.
– ¿Alguien… -se aclaró la garganta-, alguien tiene algo más que decir? ¿Sobre Juan?
Se hizo un silencio, roto solamente por el sonido sordo del océano detrás de ellos. Justin jugó con la arena con el dedo gordo del pie.
– ¿Unas palabras o algo? -añadió Derek.
Savage tosió. Tucker parpadeó.
– Me parece que no -dijo Szabla.
Cameron ayudó a empujar algunas de las cajas de viaje alrededor de la lámpara para que hicieran la función de bancos. Todos tenían los ojos pesados a causa del agotamiento. Cameron sabía que se la veía cansada, pero el sueño parecía difícil de conciliar con el recuerdo de Juan tan presente.
Savage se sentó solo en la playa con las piernas cruzadas y la mirada perdida en el agua oscura. Szabla le observaba; la luz de la lámpara jugaba con sus reflejos sobre su rostro. Diego estaba tumbado de espaldas encima de dos cajas con los brazos colgando a ambos lados y las puntas de los dedos rozando la arena.
– Qué desastre -dijo Szabla, con expresión sombría, al dirigir la mirada hacia el cuerpo enterrado de Juan.
Rex estaba apoyado contra una de las cajas, con la cabeza echada hacia atrás, contemplando el cielo.
– ¿Habéis oído hablar de Enrico Caruso? -preguntó.
Szabla, claramente molesta, bajó la vista hacia la caja en la que se encontraba sentada. Los demás intercambiaron miradas.
– ¿El tenor?
– El tenor. El 18 de abril de 1906, después de una extraordinaria actuación en Carmen, se retiró a su suite en el hotel Palace de San Francisco. El terremoto fue a las cinco y veinte de la mañana y derrumbó toda la pared trasera del edificio. Bueno, Caruso era un tipo bastante supersticioso. -Rex apartó la vista de las estrellas y miró a Szabla-. Italiano -dijo. Szabla le sonrió y él continuó-: El director de la orquesta le encontró llorando en la habitación. Para calmarle y distraerle de las réplicas, le convenció de que mirara el entorno devastado y cantara. Caruso lo hizo. Las calles destrozadas, los coches doblados como juguetes, las cañerías rotas y el agua saliendo a presión, la gente llorando y corriendo ensangrentada… y allí estaba Caruso, cantando con toda la fuerza de sus pulmones, levantando la voz entre todo ese desastre con la claridad de una campana.
Rex hizo una pausa y meneó la cabeza.
– Todo esto os parece un desastre -prosiguió-, un enorme y jodido desastre. Los terremotos y el sol, los desprendimientos y los animales muertos. Pero todo esto sigue unas reglas. La naturaleza siempre sigue unas reglas que se pueden definir. -Señaló las rocas que se habían desprendido del acantilado, el montón de piedras que eran la tumba de Juan-. El movimiento principal debe de haberse producido de este a oeste, dado que los daños se han producido a lo largo de un vector norte-sur. Esto significa que el temblor ha sido un pequeño obsequio de la dorsal del Pacífico oriental. -Se rascó la barba y miró al cielo-. Los movimientos de la tierra se pueden comprender y a veces, predecir. Eso puede salvar vidas.
Miró a Szabla a los ojos y continuó:
– Colocar las unidades de GPS en su sitio es mi forma de cantar en medio de este desastre, de intentar ganar algo. -Rió brevemente y se pasó la mano por el pelo largo y enredado-. Sé que todos vosotros creéis que el ejército tiene cosas mejores que hacer ahora. Sé que soy arrogante, un capullo narcisista, y eso tampoco resulta de gran ayuda. Pero tenemos la oportunidad de conseguir algo aquí. Así que, ¿qué os parece si bajáis un par de peldaños y echáis una mano?
Se quedaron en silencio, escuchando los sonidos de la isla. Rex se subió las mangas y destapó una profunda cicatriz en el antebrazo derecho.
– ¿Qué es eso? -pregunto Cameron, señalando la cicatriz con un gesto de cabeza.
Rex miró la cicatriz como si fuera la primera vez que la viera.
– Candlestick, campeonatos nacionales de 1989. El terremoto de Loma Prieta. Atrapé al vuelo una caja de perritos calientes de un vendedor callejero. -Se rió-. Nada muy heroico.
Szabla se limpió una uña que se le había roto. Se incorporó y se quitó la camisa de camuflaje. Tenía la piel oscura y de aspecto suave y los músculos del estómago se le marcaban con fuerza. Se volvió para mostrar una cicatriz que tenía debajo del omóplato izquierdo.
Diego, todavía tumbado encima de las cajas, echó un vistazo. Se estaba haciendo cosquillas en el rostro con un trozo de enredadera. Savage, claramente desinteresado de lo que se estaba contando, hacía flexiones en la arena, un poco apartado, lenta y metódicamente.
– Intentaba ayudar a una señora mayor en Bosnia -dijo Szabla-. Estaba atrapada debajo de unas piedras. La levanté, me la cargué en el hombro para apartarla del edificio. Me sacó un cuchillo.
– ¿Eso es una puñalada? -preguntó Rex.
Cameron sonrió. Conocía la historia. Szabla agarró a Justin por el cuello y tiró de él con cariño.
– ¿Crees que mi colega habría permitido que yo encontrara mi fin a manos de una encantadora viejecita?
Justin sonrió.
– La golpeé con un tablón.
– Y falló.
– Bueno, Szabla tropezó y dejó caer a la vieja bruja…
– Y el golpe me cayó a mí en lugar de a ella, en el hombro.
– ¿Esa cicatriz te la hizo un tablón? -preguntó Rex.
Szabla y Justin se miraron y empezaron a reír. Cameron sonrió, bajó la vista y negó con la cabeza.
– Tenía un clavo -dijo Justin.
– Así que este genio que tenemos aquí me dio un buen golpe y la zorra se puso de pie y echó a correr como si la persiguiera el diablo.
– Eso no es nada. ¿Quieres oír más tonterías? -Cameron se puso de pie, se bajó los pantalones y mostró una cicatriz de diez centímetros que tenía debajo de la nalga derecha.
– Jesús, Cam -exclamó Justin.
Cameron volvió a ponerse los pantalones y se subió la cremallera; se olvidó de abrocharse el botón.
– Nos estábamos dirigiendo a Alaska para una temporada de entrenamiento. Saqué el cuchillo para cortar el precinto de una de las bolsas de víveres y, de repente, vi un destello de sol por la ventana: era hermoso, el sol se estaba poniendo sobre la tundra. Así que dejé el cuchillo y me incliné hacia delante para ver cómo se hundía en el horizonte. Cuando volví a sentarme, lo hice justo encima del cuchillo.
– Gritó tan fuerte que el piloto creyó que nos estaban atacando -dijo Derek-. Trece puntos ahí mismo, en el helicóptero. Se tumbó en el regazo del médico como una escolar.
– Tío, cómo gritaba -añadió Tucker.
– No lo hice. Sólo cuando me senté y esa maldita cosa se me clavó en el culo.
Szabla sonrió.
– Parece que sí hubo algunos lloros, nena.
Justin meneó la cabeza.
– Tendría que haberme casado con una profesora. -Mirando a su mujer, añadió-: Está bien, nena, abróchate los pantalones.
– ¿Qué? Oh. -Cameron se abrochó el botón.
– Os gano -dijo Tucker con una amarga sonrisa. Levantó la mano izquierda y les mostró la palma, que mostraba una gran quemadura.
– Jesús, Tucker, ¿cuándo te sucedió eso? -preguntó Cameron.
– Hace más o menos un año. Estaba jugando con mi granada incendiaria, haciéndola girar mientras miraba la tele. Bueno, el seguro saltó y no me di cuenta. Así que continué haciéndola girar mientras Duke estaba en la tercera parte y de repente miro y veo que esa cosa está encendida, tiene una llama blanca. Grito e intento soltarla, pero se queda pegada a mi mano un segundo antes de que pueda soltarla. Cae al sofá, luego al suelo y de allí al apartamento de debajo. Tuve que correr escaleras abajo y aporrear su puerta para avisarles. -Se pasó una mano por la mejilla-. Atravesó la mesa de la cocina.
Todos rieron y Tucker fijó la mirada en la lámpara.
Diego se levantó y se quedó de pie en el centro. Miró a los demás con expresión sombría.
– Hay un pequeño pez, el candirú, que se encuentra en las aguas del Amazonas y es un parásito. Habitualmente penetra en las agallas de los peces más grandes y se clava en ellas con una afilada espina dorsal. -Levantó un dedo de advertencia, imitando burlonamente a un maestro-. El problema es que no sabe distinguir un chorro de orina bajo el agua de las corrientes de agua que atraviesan las agallas de un pez. Entonces se desliza por la uretra del desafortunado bañista y… -chasqueó los labios y abrió los dedos de la mano, como si fueran la espina dorsal erecta del pez. Cameron se mordió el labio. Los demás le miraban con los ojos muy abiertos-. Hay que extraerlo con cirugía -terminó.
– ¿Todo? -preguntó Szabla casi sin aliento.
– No -respondió Diego-. Sólo el pez.
Se desabrochó el cinturón y los pantalones, se los bajó y también la ropa interior. Sostuvo el pene en la palma de la mano. Szabla observó la larga cicatriz con una mezcla de horror e interés. Justin la tocó y apretó los dientes.
Diego soltó el pene y se puso las manos en las caderas. Luego se volvió a poner los pantalones, le guiñó un ojo a Szabla y se fue hacia su tienda.
Después de lavarse la cara con el agua fría y salada, Savage volvió al círculo de cajas con la lámpara en medio. Los demás ya se habían retirado a las tiendas. Justin se fue un momento a ver cómo estaba Tank, dejando a Szabla sola en la tienda. Tenía la lámpara encendida y Savage vio la silueta de Szabla claramente definida en la lona verde de la tienda. Se quedó inmóvil en medio del pequeño círculo de tiendas, asombrado por la visión.
Szabla se quitó la camisa, se quitó la cadena con las chapas y se la enrolló en la mano. Seguramente le desagradaba dormir con cualquier cosa alrededor del cuello. La ropa interior era ajustada y Savage pudo adivinar la silueta de su cuerpo. Szabla no tenía unos pechos grandes: eran más bien como dos cuencos que se levantaban con firmeza del pecho. En toda la escuadra, la única que tenía pechos de verdad era Cameron.
Se oyó un murmullo de voces en la tienda de Tank. La luz de la lámpara de Cameron y Derek bajó de intensidad y luego se apagó. Savage observó cómo Szabla se agachaba para quitarse los zapatos y cómo se quitaba los pantalones, moviendo las caderas mientras se los bajaba. Los tiró a una esquina de la tienda, sobre la arena. Savage se ajustó sus pantalones, y se preguntó si ella sabía que la estaba mirando. Seguro que sí. Dirigió la vista al océano tratando de apartar su atención de la silueta que se movía a su izquierda. Las olas rompían y lamían la orilla antes de retirarse con un burbujear de espuma. Cuando volvió a mirar hacia la tienda de Szabla, la luz se había apagado.
Caminó alrededor de las tiendas un rato y luego volvió al campo para sentarse encima de una de las cajas. Se dio cuenta de que alguien estaba sentado a su lado. Se apartó con un movimiento rápido y desenfundó el Viento de la Muerte antes de darse cuenta de que se trataba de Szabla. Ella soltó una risita y sus dientes brillaron en la oscuridad.
– Puedes estar contento de no haberme acercado esa cosa, chico, o serías tú quien lo llevaría encima ahora.
Szabla llevaba unos pantalones cortos de camuflaje y una camiseta blanca. Por encima del cuello de la camiseta asomaba la clavícula, una elegante línea junto a la fuerte curva del deltoides. Tenía la piel mojada de la humedad del mar y del sudor.
Savage no pudo evitar mirar su fuerte cuerpo, aunque lo intentó. Ella debió de darse cuenta porque sonrió. Él se rascó la cabeza y bajó los ojos.
– Tendría que ponerte un cencerro en el cuello -le dijo.
– Intentaré no sobreinterpretar eso -dijo ella y Savage se rió-. No podía dormir -añadió-. Sólo quería salir y decir hola.
– Hola.
Szabla apretó los labios, divertida.
– Hola.
Savage intentaba mirar cualquier cosa excepto sus ojos, pero al final era demasiado forzado así que levantó la vista. Ella lo miraba directamente. Szabla no era una cobarde, no tenía ningún reparo en atravesarle con la mirada. Se quedaron mirándose unos instantes, sin tocarse y sin saber qué decir.
Cuando Szabla empezaba a decir algo, Justin salió con cara de sueño de la tienda de Tank, con la mano en la nuca y bostezando. Se detuvo al verlos. Szabla le miró con los ojos muy abiertos, como un ciervo deslumbrado por los faros de un coche. Justin negó con la cabeza una vez y se dirigió a la tienda que compartía con Szabla.
Cuando ésta volvió a mirar a Savage, lo hizo con otra expresión en los ojos. Savage no apartó los ojos mientras ella se daba la vuelta y se dirigía a su tienda.