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22 dic. 07


La puerta de rejilla que daba al patio delantero se abrió de golpe y Rex Williams apareció en pantalones de pijama blancos y con el móvil junto a la oreja y una boa arco iris brasileña de dos metros y setenta centímetros enroscada en la pierna izquierda.

– ¿De verdad crees que necesitamos tanta gente? -gritó al teléfono-. Tres o cuatro quizá sí, pero, quiero decir, ¡siete soldados! ¿Quién soy yo, Salman Rushdie?

El pelo, lacio y negro, peinado sin mucho esmero hacia un lado de la frente, le caía en forma de media melena sobre el cuello de la camisa. Sus ojos tenían una intensidad hipnótica, de un castaño oscuro que parecía negro a media luz. Como era habitual, iba sin afeitar y una barba de varios días se extendía por las mejillas y por la protuberante mandíbula.

Donald Denton rió al otro extremo de la línea.

– Sólo viajan en grupo. Supongo que es medio pelotón, la unidad más pequeña que utilizan en salidas internacionales. Todavía no me puedo creer que te tendremos allí abajo.

Rex era el principal geólogo especializado en márgenes de placas complejas de América del Sur. El Nuevo Centro de Estudios Ecotectónicos, del cual Rex y Donald eran codirectores de investigación, estudiaba el efecto de los terremotos en la flora y la fauna. El centro se había fundado para luchar contra las repercusiones del Acontecimiento Inicial, un enorme terremoto que ocurrió el 3 de marzo del 2004. El terremoto, de 9,2 en la escala de magnitud de ese momento, rompió las placas tectónicas cercanas a la costa de Ecuador en una longitud de 307 kilómetros. El gran movimiento de las placas, sin precedentes desde la era Precámbrica, seiscientos millones de años atrás, provocó graves y continuadas réplicas.

Durante los últimos cinco años, la zona había sufrido más terremotos de lo usual, y también eran más intensos, tanto que alteraron otros campos de fuerza y su onda expansiva llegó a miles de kilómetros en todas direcciones. Ecuador era sacudido una vez a la semana por un terremoto de, aproximadamente, seis en la escala de magnitud de ese momento, y casi cada día se registraban movimientos de Mw=3 o Mw=4. Esta escala, que mide tanto la energía liberada como la amplitud de los terremotos, sustituyó a la de Richter a principios de la década de 1990.

Las catorce islas grandes, seis pequeñas y cuarenta y pico islotes que componen el archipiélago de las Galápagos, la principal área de conocimiento de Rex, no podían estar situadas de forma más precaria dado el aumento de actividad sísmica. A novecientos sesenta kilómetros de la costa de Ecuador, las Galápagos se encontraban peligrosamente cerca del punto de unión de tres placas tectónicas. Las islas, situadas en el extremo norte de la placa de Nazca y sólo a cien kilómetros de su juntura con la de Cocos, habían sido víctimas regulares de los terremotos provocados por la salida de magma a través de la grieta.

El fondo oceánico se extendía a lo largo de esta juntura, la zona de fractura de las Galápagos, empujando la placa de Nazca hacia el sur. Para complicar todavía más ese régimen tectónico, una cadena de montañas corre de norte a sur por el fondo marino, la dorsal del Pacífico oriental, que divide el suelo oceánico hasta una distancia de mil kilómetros al este de las Galápagos, separando las placas de Nazca y del Pacífico y empujando la placa de Nazca hacia el este, debajo del continente americano.

El doctor Frank Friedman, colega de Rex y de Donald, había ido a Sangre de Dios, la isla más occidental de las Galápagos, a finales de octubre después de recibir preocupantes noticias acerca del aumento de actividad microsísmica en la isla.

Desde entonces, no se habían tenido noticias de él.

A causa de los numerosos terremotos y de la consecuente tensión social, las fuerzas militares de Estados Unidos habían restringido los viajes a Ecuador y a las Galápagos y los aeropuertos se cerraron a los civiles. Los científicos, al igual que todo el mundo, huían de las Galápagos abandonando tras ellos el equipo más antiguo, que registraba los datos con menor resolución. La poca información que recibía el Nuevo Centro provenía de lo que todavía quedaba de la estación Charles Darwin en Puerto Ayora.

En su calidad de geólogo especializado de campo, y por ser el único que quedaba en el Nuevo Centro, Rex tenía que dirigir una expedición a Sangre de Dios para completar el reconocimiento que, presumiblemente, Frank había empezado y para dotar a la isla con unidades de GPS que permitirían observar a distancia las deformaciones de la corteza que ocurrieran en Sangre de Dios.

Por ser la isla más occidental del archipiélago, Sangre de Dios tenía una posición geográfica muy importante: se la conocía por ser la isla que ofrecía antes y con más exactitud las malas noticias acerca de los terremotos de la dorsal del Pacífico oriental. La colocación de un equipo geodésico adecuado para medir la deformación de la superficie permitiría al Nuevo Centro la predicción de los terremotos en todo el régimen tectónico, tanto en las islas como en el continente, con una antelación de hasta cuarenta y ocho horas. Rex y Donald podrían así alertar a los dirigentes del Gobierno, evacuar poblaciones y salvar vidas.

A pesar de todo, sin un grupo militar que le escoltara y le protegiera, Rex ni siquiera podía subirse a un avión que se dirigiera a Ecuador. Se había pasado semanas lidiando con la burocracia para obtener ayuda militar antes del 24 de diciembre, el día de su partida. Unos cuantos días antes, cuando se dio cuenta de que había hecho pocos progresos, desechó la ruta burocrática y llamó pidiendo un enorme favor de parte del secretario de la Armada Andrew Benneton.

– Te dije que lo conseguiría -indicó Rex mientras atravesaba el patio delantero en dirección al buzón-. ¿Lo dudaste?

– Bueno, nuestra correspondencia con ese capitán no era muy prometedora la semana pasada.

Era cierto. El comandante del Grupo Especial Naval de Guerra 1 había rechazado su petición en un correo electrónico en el que se excusaba mencionando los disturbios que arrasaban Quito, el crimen organizado de Guayaquil y el desbordamiento que las tropas norteamericanas estaban sufriendo ante el deterioro social y la destrucción natural en toda América del Sur y en casa. Había terminado con la afirmación de que no veía ninguna razón para «abandonarlo todo y enviar una escuadra de agentes altamente entrenados y muy necesarios para transportar a unos científicos interesados en informes de segunda mano acerca de pequeñas réplicas en una isla escasamente poblada en mitad del Pacífico».

– Cambió de tono rápidamente cuando se mencionó a Benneton.

La boa metió la cabeza en la entrepierna de Rex y él la apartó. Era una de las boas más grandes que había en los alrededores, mayor incluso que el Behemoth que el recepcionista del vivero de Quito tenía en el cajón del escritorio.

– «Preventivo» es una palabra poco presente en la jerga de la Armada. Los militares no prestan ninguna atención a la posibilidad de que podamos aliviar problemas políticos o sociales en potencia en la zona. Siempre corren de un lado a otro y gastan sus energías en los efectos secundarios.

A través de la ventana de la cocina de la casa de enfrente, al otro lado de la calle, una mujer de mediana edad observaba a Rex que tenía un plato en la mano, detenido a medio camino hacia el fregadero. Rex la saludó con la mano y ella se dio media vuelta, horrorizada. Al bajar la mirada, Rex se dio cuenta de que la cabeza de la boa salía por entre sus piernas, como un pene viviente. Abrió el buzón, pero lo encontró vacío. La boa le apretó los anillos alrededor de la pierna, que empezó a hormiguearle.

– ¿Cómo es posible que te gusten estos bichos mitológicos de Sangre de Dios?

Donald rió:

– Supongo que es lógico. En tiempos frenéticos, las personas tendemos a proyectar la incertidumbre que nos causa el mundo en algo tangible.

– Monstruos.

– Por supuesto. Las Galápagos es una tierra de extrañas criaturas. Eso se encuentra en el inconsciente cultural.

– El jardín de Darwin -declamó Rex con tono patético.

– Por supuesto. No subestimes el deseo que tiene mucha gente de creer que unas criaturas oscuras y temibles evolucionaron allí de forma continuada.

Rex bufó, enfadado.

– Lo que no deberíamos subestimar es la ignorancia de la gente.

Donald suspiró.

– Tú raramente lo haces -dijo.

La boa se dirigió al vientre de Rex y deslizó la cola hasta uno de sus hombros. Como una cinta negra con manchas naranjas, se contraía y se relajaba rítmicamente. Le pasó un anillo alrededor del cuello y Rex notó su firme esqueleto debajo de la piel brillante. Un monovolumen pasó por delante de la casa; por las ventanillas asomaban cinco cabezas. Se desvió hacia un lado de la calle y corrigió bruscamente la dirección para evitar un poste de teléfono. Rex no se dio cuenta.

– Estoy deseando acabar con las constantes evaluaciones comparativas y colocar las unidades de GPS en toda Sangre de Dios -dijo Rex-. Ya es hora de que obtengamos datos más exactos acerca de los niveles de deformación y reducir las conjeturas. En realidad, eso es lo que Frank debería haber estado haciendo allí: buscar localizaciones para los equipos. Apuesto cualquier cosa a que malgastó el tiempo cazando mariposas. Como cuando se pasó dos días observando a esas ranas mutantes fuera de Cuyabeno. Estaba tan distraído que tuvo dificultades para colocar las unidades de monitorización geoquímica en su sitio.

– Ecotectónicos versus tectónicos. Como la rabiosa rivalidad entre la geología y la geofísica cuando llegué. ¡Y yo que pensaba que el Nuevo Centro era demasiado reciente para encontrarse dividido en facciones!

– Ya no está dividido -contestó Rex-, ahora que Frank ha tenido el detalle de desaparecer.

Se produjo un largo silencio y Rex comprobó que la llamada no se hubiera cortado.

– Un poco de sentido del humor, Donald, no seas tan aburrido.

– Se trata de una gran pérdida -contestó Donald, ofendido-. Aparte de ti, era el especialista de campo más importante del país.

– Venga, Donald. Frank no era importante. Sólo se hacía oír y consiguió ser publicado.

Donald volvió a suspirar profundamente.

– Hay cosas…

– Y lo de hablar de sí mismo en tercera persona. Joder, era horrible. «Tratando de ser testigo de las incansables masticaciones del Rhicnogryllus lepidus, el autor se encontró en medio de un magnífico claro de selva.» -Rex gruñó-. Y su forma de hablar no llegaba al nivel de esa estúpida gorra de pescador de La isla de Gilligan que llevaba a todas partes como un yarmulke.

– Bueno -dijo Donald, con cierto resentimiento en la voz-, ahora se ha ido.

– El hecho de que esté muerto no aumenta mi aprecio profesional. Pero eso no nos lleva a ninguna parte. ¿A qué hora tenemos que encontrarnos con el soldado Joes Monday?

– A las nueve.

La boa se desprendió en parte de Rex y se estiró en el aire. Luego volvió a acercarse a Rex. Él la besó en la cabeza.

– Allí estaré.

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