El papel crujió y el anillo naranja de la brasa subió por el porro hacia unos labios generosos y un bigote bien cuidado. Diego Byron Rodríguez retuvo el humo en los pulmones un momento, con el pecho hinchado bajo la tirante camiseta de tejido barato, mientras observaba el desorden que le rodeaba.
Un archivador había caído sobre el escritorio y la pulida superficie de roble mostraba una red de grietas que la atravesaban. Una mesa auxiliar, construida humildemente con cuatro grandes ladrillos y una tabla de contrachapado, soportaba un delgado ordenador portátil, un microscopio de disección y una taza de café llena de lápices. El salvapantallas del ordenador parpadeaba, mostrando unas iguanas marinas flotantes, y el cable de corriente, conectado a un potente protector de sobretensión, serpenteaba entre los montones de cascotes y salía por la ventana hasta las tomas de corriente del edificio de Protección de al lado. Entre los cristales rotos de dos de las ventanas revoloteaban papeles caídos, esquemáticos bocetos de hormigas de fuego y alas de insectos entre los restos de potes de cianuro.
De la pared colgaban dos fotos cuyos marcos estaban rotos y los cristales resquebrajados por las numerosas caídas. Eran de Stephen Jay Gould y Niles Eldredge: un homenaje a los héroes de Diego.
Llevaba el pelo, oscuro y liso, recogido en una cola de caballo. Aunque tenía un rostro joven, las arrugas permanecían en él unos momentos después de cada sonrisa, como si al aproximarse a su cuarta década aquel rostro hubiera desarrollado cierta resistencia al cambio. El pelo largo parecía contradecir el bigote bien cuidado; la gastada camiseta, los elegantes pantalones; la borla de los mocasines italianos, los tobillos cubiertos de polvo.
Unos pantalones cortos se estaban secando colgados de la antena de la radio satélite Delta PRC117. Dos semanas atrás, los circuitos se habían sobrecargado y ésta se encontraba estropeada. Tenía que utilizar un vieja PRC104 de alta frecuencia que el ejército había dejado durante el último paseo. La rígida antena de tres metros de la PRC104 parecía un látigo y sólo permitía transmisiones regionales.
Apoyado sobre un cojín rasgado, en el sofá de piel, Diego exhaló el humo y observó la columna que subía en espiral. Puso los pies encima de un televisor que había caído al suelo y bajó la vista hacia los dos objetos que se encontraban sobre la mesa de café delante de él: un teléfono y la última munición del 22 en toda la isla de Santa Cruz. Diego se pasó la lengua por el interior del labio, se inclinó hacia delante e intentó marcar por cuarta vez. Milagrosamente, el teléfono funcionó.
Contestó una voz ronca:
– Naviera de Guayaquil. Habla Tomás.
Aunque Diego nunca había visto a Tomás, le conocía bastante bien por su acento de gringo gordo y por la segura cadencia de su modo de hablar: otro emprendedor norteamericano llegado a Guayaquil para jugar a los piratas y hacer una fortuna con los problemas de Ecuador. Diego pensó en pasar al inglés, pero decidió complacerle:
– Thomas, Diego Rodríguez. Director en funciones, estación Darwin.
– Sí, sí. El hombre de la ecología, ¿no?
– Voy a ir al grano porque esto se puede cortar de un momento a otro. La mayor parte de los miembros de mi departamento de Protección han desertado, tenemos animales salvajes en dos de las islas, y he agotado las 22.
La risa contenida de Thomas hizo que Diego sonriera, pero al final Thomas pasó al inglés.
– Exacto: tenéis perros salvajes y cabras que se están comiendo a todas las mariposas.
– Algo así.
– Lo recuerdo porque os enviábamos monofluoracetato de sodio en cantidad suficiente para envenenar a toda la compañía de Cats, si la memoria no me falla. Pero ¿por qué os encargáis vosotros de la erradicación ahora? ¿No se supone que es un trabajo de El Parque?
A Diego se le escapó una expresión de disgusto.
– El Parque. Los funcionarios de El Parque se dispersaron después del primer temblor. Yo y mi equipo nos hemos encargado de todo. -Diego pasó la vista por la habitación vacía-. Un equipo pequeño.
– Bueno, puedo conseguirte anticoagulantes. Brodifacoum, Klerat, más fluoracetato de sodio.
– Las cabras se han vuelto muy delicadas, como gatos. Necesitamos equiparnos con más balas.
– Aunque pudiera poner mis manos en las 22, ¿qué te hace pensar que las puedes pagar?
– Quizá mis bolsillos son más profundos de lo que tú crees.
– Bueno, las balas son una mercancía que ni siquiera yo puedo encontrar. Tú lo sabes.
Ecuador no fabricaba balas y dependía de la importación desde Estados Unidos e Israel. Desde el Acontecimiento Inicial y la intranquilidad social resultante, Estados Unidos había restringido severamente la exportación de balas a Ecuador. Los pocos intentos de fabricación de cualquier cantidad de balas en el país por parte del crimen organizado de Guayaquil habían sido abandonados a causa de los terremotos.
Diego se incorporó en el sofá y se pasó la mano por la coleta.
– Incluso en Santa Cruz las cabras están destrozando la superficie del suelo. Se comen la poca vegetación que queda y desentierran los nidos de tortuga. Además, se reproducen como conejos. Si no me ayudas, estas islas acabarán como empezaron: montones estériles de magma. La Española ya ha sido irremediablemente dañada, sólo quedan rocas. Sé que tienes contactos en Estados Unidos. Debe de haber balas en algún lugar de Guayaquil. Si puedes conseguirme aunque sean dos o tres paquetes, me harías… -al darse cuenta de que le estaba rogando, Diego se detuvo e intentó recuperar la compostura. A eso había llegado, pensó. Una isla por un paquete de balas.
– Diego, colega. No puedo hacer nada. La munición que puedo encontrar tiene unos precios que ni siquiera vosotros, los científicos, podéis pagar. Con todas las revueltas, los militares, los guardias armados… deberías verlo.
– Necesito más balas.
– Todo el mundo las necesita, amigo mío. Los propietarios las necesitan para sus guardias armados, los militares las necesitan para los soldados, y los ladrones para sus robos. No tengo balas, pero si las tuviera, voy a decirte lo que haría: montaría una gran subasta. Justo en medio del Parque Centenario.
– Hay que corregir tus prioridades.
– Por favor. No hay prioridades en tiempos como éstos.
– Siempre hay prioridades. Especialmente en tiempos como éstos.
– Aunque pudiera conseguir balas, lo cual no puedo hacer, y aunque tú pudieras pagarlas, lo cual no puedes hacer, ¿cómo diablos te las haría llegar? Hace tres semanas que no salen barcos ni de aquí ni de Manta y, tú te olvidas, la aerolínea TAME dejó de volar allí el pasado domingo. Lo único que vemos procedente de las Galápagos son sus ciudadanos llegados a la costa en barcas de pescar, agotados, apestando y buscando un lugar donde dormir.
Se hizo un largo silencio. Diego volvió a encender el porro.
– Lo siento, amigo -dijo Thomas-. Pero así es la vida.
La línea se cortó o Thomas colgó. Diego dio una calada y aguantó el humo.
Un chico de catorce años corrió hasta el edificio y se dirigió a Diego por la ventana abierta. Llevaba atada alrededor de la cabeza una camiseta que le caía por el cuello, al estilo de la legión extranjera.
Instintivamente, Diego bajó el porro para que el chico no lo viera, pero después de contemplar la ruina en que se había convertido la oficina, levantó la mano y se lo ofreció. El chico negó con la cabeza y Diego se encogió de hombros. Tiempos desesperados piden medidas desesperadas.
– Pablo se ha marchado -dijo el chico.
– ¿Qué quieres decir con «se ha marchado»? -Las palabras le salían mezcladas con el humo.
– Se ha marchado: ha saltado a una barca de pesca nimbo al continente. Como todos los demás.
Diego maldijo en voz baja.
– ¿A quién tenemos en Protección?
– Pablo era Protección. No queda nadie. Excepto usted.
– Tiene que haber alguien. ¿Y en los demás departamentos? Plantas e Invertebrados. -El chico continuaba negando con la cabeza-. ¿Bio Mar? ¿Proyecto Isabela?
– Mire a su alrededor, señor Rodríguez. La estación está vacía. Incluso esos chicos de terremotos que se instalaron en el edificio de Biología Marina se han ido. El tipo gordo se fue ayer por la mañana con su esposa, se llevó el nuevo ordenador también. -El chico se rascó detrás de la oreja. Tenía un aspecto extraño: una cabeza redonda y ancha que se aguantaba con precariedad encima de un cuello delgado. La camiseta atada a ella sólo servía para acentuar su anchura-. Sólo quedan los locales. Y usted.
– ¿Yo no soy un local?
El chico rió.
– Tanto como puede, supongo.
Diego dio otra calada. Apretó la lengua contra los dientes y la sintió larga y pesada. Apagó el porro y asintió con la cabeza, para terminar.
– Bueno, ¿cuáles son las malas noticias, Ramoncito?
– ¿Cómo sabe que hay malas noticias?
– Porque sólo vienes por aquí cuando hay malas noticias. Eres como un buitre. O como los paparazzi.
– ¿Paparazzi?
– No importa. Dime… Espero que no haya más cuentos absurdos de Sangre.
– Ya no hay nadie allí para contarlos. Sólo mis padres. -El chico hizo una pausa y Diego se preparó para las malas noticias-. Carlos acaba de llegar de Floreana y dice que vio a la familia Menéndez embarcar en un carguero de aceite que se dirigía a Manta.
– Mierda. Espero que mataran al ganado.
Ramoncito negó con la cabeza.
– Cerdos. Sueltos por todas partes.
– ¡Chucha madre! -Diego se puso de pie de un salto-. Van a ir a buscar mis tortugas.
Durante siete años, Diego había trabajado incansablemente para recuperar la menguante población de tortuga verde del Pacífico. El proceso había sido lento; primero tuvo que esperar a que las tortugas se aparearan en cautividad para poder incubar los huevos a cubierto, a salvo de los devastadores rayos UV que con tanta facilidad afectaban la integridad de los caparazones; luego alimentó a las crías y las mantuvo en cajas oscuras durante las primeras horas para simular las condiciones del nido. Las trasladó a establos y a piscinas cubiertas cuando crecieron, a la espera de que los caparazones se endurecieran lo suficiente para soportar las embestidas de la radiación que se encontrarían más tarde en estado salvaje y a la espera de que alcanzaran la madurez sexual. Hasta el mes de mayo pasado no los liberó en las orillas de Floreana, esperando ansioso su retorno para desovar en Punta Cormorán.
Diego se pasó una mano por los pantalones.
– Si estos nidos no producen crías… si estos cerdos llegan a ellos… tendremos que… Voy a…
Sacó otro porro del bolsillo y lo encendió con una cerilla húmeda. Dio unos pasos por la habitación, con cuidado, entre todas las cosas tiradas por el suelo y volvió a sentarse en el sofá. Jugó con un bolígrafo entre los dedos y empezó a dar golpecitos con él sobre la mesa, apoyándolo en ella de vez en cuando. Tac, tac, quieto, tac. Tac, tac, quieto. Quieto, tac, quieto, tac. Quieto, tac, quieto.
Ramoncito rió.
– ¿Ha deletreado «joder»?
– ¿Qué? No… Sí, supongo que sí. ¿Cómo lo sabes?
– Quizás he prestado más atención a sus lecciones de lo que piensa.
Diego se puso el bolígrafo entre los labios y se retrepó en el sofá. Acostumbrado a sus cambios de humor, Ramoncito le observaba a la espera de que volviera de sus pensamientos.
Antes del Acontecimiento Inicial, Floreana, al igual que la mayoría de las demás islas del archipiélago, tenía unos cuantos habitantes. Cuando resultó evidente que las réplicas serían intensas y que no iban a remitir, un número cada vez mayor de sus habitantes eligieron trasladarse al continente en lugar de probar suerte en unas islas volcánicas atrapadas en un punto caliente cercano a la intersección de tres placas tectónicas. En general, esos éxodos habían sido aventuras sujetas al pánico y mal aconsejadas. Sólo con que hubiera algún espacio libre en una de las barcas de pesca, o que un petrolero pasara por allí, las familias empacaban todas las pertenencias de una vida en veinte frenéticos minutos y se apiñaban expectantes, en los muelles y en las pangas. Los padres se despedían de los niños con un beso, los maridos abrazaban a sus mujeres. Y cuando las familias tenían la suerte de encontrar espacio para viajar reunidos, las casas y las granjas eran abandonadas tal como estaban: las teteras en los fogones, las puertas golpeando contra los quicios movidas por la brisa, las cabras y los cerdos buscando la forma de escapar de los establos.
Si la familia Menéndez había abandonado un rebaño de cerdos en Floreana a causa de la ausencia de depredadores autóctonos, el crecimiento de su población sería asombroso. Una docena de animales en estado salvaje podían llegar a ser cientos. La isla de Santiago ya era una causa perdida: más de cien mil cabras asilvestradas se habían convertido en una plaga para la tierra; cuando acabaron con la vegetación autóctona, agotaron sus fuentes de comida y murieron de inanición en cantidades tremendas. Diego había pasado cerca de la isla durante un viaje de reconocimiento a Pinta el mes anterior y el olor de los esqueletos de las cabras llegaba a un kilómetro de la orilla. Estaba decidido a no permitir que Floreana tuviera el mismo destino.
Desde su llegada a las Galápagos para dirigir la investigación para su máster, Diego había contraído un intenso y casi obsesivo compromiso con las islas. Éstas contenían la esencia de la vida, de su selección y de su diseño. Cada isla, para Diego, era una maravilla de equilibrio ecológico, un monumento a la habilidad de las especies en persistir, resistir, adaptarse e, incluso, prosperar. La fragilidad de las islas era tan extrema que resultaba espeluznante; la ecología de toda una isla podía ser irreversiblemente alterada por la llegada de una única hormiga o una avispa, transportada en un cubo de cebo a bordo de un bote. Los ejemplos eran interminables: seis perros salvajes habían atacado una colonia de iguanas terrestres de Isabela en junio, dejando cuatrocientos cadáveres en proceso de descomposición; las ratas negras que habían llegado en los barcos pronto compitieron y ganaron a las ratas del arroz endémicas y provocaron su extinción en cuatro islas; los árboles de la quina abrieron surcos rojizos en los bosques de Scalesia de Santa Cruz; los arbustos de Lantana camara se habían extendido como metástasis por toda la zona de nidación del petrel de rabadilla oscura. Eran cambios producidos por la falta de cuidado, la conveniencia y la estrechez de miras. Para contrarrestarlos, Diego contaba con su formación científica y un extenso conocimiento de la ecología, la herpetología y la erradicación de especies introducidas. Contaba con el equipo cada vez menor y los recursos de la estación Darwin. Tenía determinación, tozudez y un compromiso irreductible con la vida de las islas. Y tenía un paquete de balas del 22.
Tiró el porro al suelo y se levantó al tiempo que agarraba la munición.
Ramoncito le miró con suspicacia.
– ¿Qué va a hacer?
Diego desenterró un rifle de debajo de un panel de Pladur y apoyó la culata en el hombro.
– Parece que acabo de añadir «funcionario de control de animales» a mi lista de trabajos.
Se metió el paquete de balas en el bolsillo y se dirigió hacia fuera. Cuando cerró la puerta tras él, ésta se desenganchó de las bisagras y cayó dentro de la oficina.