El perro adiestrado, con su desordenado pelaje dorado, manchado de marrón y largo como de oveja, se detuvo donde comenzaba el claro que había frente al bosque de Scalesia, en Sangre de Dios. La garúa cubría el bosque, al acecho por encima de las cúpulas redondas de los árboles.
Los matorrales y las plantas abarrotaban el monte bajo y las ramas de los árboles estaban forradas de musgo y enredaderas, lo cual hacía del bosque una espesura desde el suelo hasta las copas de los árboles. Los líquenes, en los troncos de los árboles, eran blancos aunque a veces presentaban un sorprendente rojo o naranja y contrastaban fuertemente con los verdes y marrones del bosque.
El hambre había apremiado al perro hasta aquella altura; la partida de la mayor parte de las familias granjeras de Sangre de Dios significaba menos montones de compost que asaltar alrededor de las austeras casas. Las gallinas que dejaron atrás ya habían sido asaltadas en sus gallineros por una afortunada manada de perros que le echaron cuando él intentó colarse en la matanza. Volvió al día siguiente, pero no había quedado nada excepto unas cuantas manchas de sangre en los tablones de madera que él lamió hasta hacerse sangre en la lengua. Consiguió desenterrar un par de nidos de tortuga en los campos de barbecho de detrás del bosque y comió unos cuantos huevos, pero eso había sido la semana anterior y, desde entonces, no había encontrado nada de comida.
Se dirigió hacia delante, entre los árboles, con un brillo amarillo en los ojos. Una piedra alojada en la almohadilla de la pata delantera le obligaba a mantener un paso extraño, pero cuando llegó al blando suelo del bosque, recuperó el paso ligero de un predador.
El viento cambió de dirección y el perro captó un olor a algo, al tiempo que notaba una presencia en las alturas. Un ser vivo. Movió el hocico y levantó el labio en un gruñido silencioso; los dientes le brillaban en la noche. Unos hilillos de mucosidad seca le bajaban desde el lagrimal.
Se dirigió hacia delante furtivamente, hundiendo los pies en el barro, con la cabeza gacha y el pelambre desordenado y áspero. Pasó sigilosamente al lado de un grupo de árboles cuyos altos troncos se perdían entre el follaje y las plantas del suelo. El paso se hizo más largo cuando llegó a un claro donde los árboles, como centinelas, custodiaban una charca de barro. El viento silbaba a través de las ramas muertas.
De repente, el perro se detuvo al notar una extraña sensación de peligro y emoción, con un pie levantado y dibujando un ángulo cerrado, como el de un pointer, y los otros tres hundidos en el barro. Contuvo la respiración. Tenía los ojos muy abiertos, pero no movió la cabeza. El constante movimiento de las costillas bajo el pelaje cesó. Se quedó inmóvil. Era casi invisible en la noche.
En un instante, la planta que tenía a la derecha cobró vida y dos patas depredadoras se abalanzaron sobre él. Los apéndices, cubiertos de púas, se enrollaron alrededor de su cuerpo. El perro emitió un aullido de dolor al ser izado en el aire. Forcejeó para librarse de aquel fuerte abrazo, gruñendo. El ataque duró unas décimas de segundo.
Una cabeza triangular con unos colmillos afilados y vibrantes se acercó a la cabeza del perro, cuyo aullido se interrumpió en seco cuando la criatura cerró las mandíbulas sobre su cuello.
El perro se revolvió entre las patas de la criatura mientras ésta le devoraba a la altura del cuello, buscando los nutritivos tejidos que se encuentran en la cavidad del pecho. El perro aportaba una buena nutrición, aunque no era suficiente ni de lejos. El apetito de la criatura iba en aumento. La provisión de perros y cabras en la isla escaseaba cada vez más, y las vacas eran demasiado pesadas.
La criatura desechó las patas y la cabeza, así como un largo segmento de intestinos que fueron a parar al suelo, como un trozo de cuerda. La criatura raramente comía del suelo.
Después de terminar, la criatura bajó la cabeza y se limpió los restos de carne de las espinas de las patas y de la cabeza con movimientos gatunos. Luego dio un paso atrás y se metió entre los árboles con un movimiento ondulante que imitaba a la perfección el follaje circundante mecido por la brisa. Así se confundió con los árboles y desapareció de la vista.