Cuando Cameron terminó de colocar el cable detonante, un chillido resonó carretera arriba. No supo si se trataba de la mantis o de un animal herido, pero ese sonido hizo que sintiera un escalofrío recorriendo su columna vertebral.
Cameron tenía previsto atraer a la mantis haciendo de cebo ella misma. La criatura saldría del bosque y se dirigiría hacia Cameron por el camino. Cuando hubiera recorrido una tercera parte del camino, activaría el primer cordón. Este haría explotar las cabezas detonantes y éstas, a su vez, el TNT. Todos los árboles conectados a ese cordón caerían simultáneamente. La explosión haría que la criatura se quedara inmóvil, o bien que se lanzara hacia delante. Si se quedaba quieta, los árboles la aplastarían; si avanzaba hacia delante, activaría el segundo cordón y la trampa se activaría al completo. Los árboles se precipitarían hacia el suelo desde ambos lados en una extensión de unos noventa metros a lo largo de la carretera.
Quedarían algunos espacios libres, eso era seguro, porque esa línea de defensa se utilizaba para bloquear carreteras y no era una trampa mortal, pero ése era un riesgo que Cameron tenía que asumir. Confiaba bastante en que los árboles caídos aplastarían todo lo que hubiera debajo de ellos. Una vez que el cable detonante fuera activado, no importaba qué dirección tomara la mantis, porque en cualquier caso tenía pocas posibilidades de escapar.
La trampa ofrecía una serie de ventajas en el terreno. La más importante de ellas consistía en que expandía la zona de peligro drásticamente; fuera cual fuese el movimiento de la mantis dentro de la ruta previsible, tenía altas posibilidades de acabar muerta o mutilada. Un pequeño y compacto jabalí hubiera encontrado la forma de atravesar una línea de defensa como aquélla, pero no era lo mismo para la alta y delgada mantis. Si Cameron hubiera elegido tenderle una trampa con minas bajo tierra, tendría que haber previsto con exactitud dónde pisaría la mantis y eso era difícil. Aquella línea de defensa, además, ofrecía la ventaja de conducir a la presa a una zona conocida, lo cual reducía las variables ante un adversario imprevisible.
Cameron anduvo por el trozo de camino que, esperaba, la mantis tomaría con cuidado de no acercarse demasiado al bosque, al extremo norte del camino. Vio el primer cable detonante que brillaba a la luz del sol y se detuvo delante de él, que le llegaba a la altura del estómago. Se agachó para pasar por debajo y contó diez pasos hasta el segundo cordón, que también evitó con cuidado.
La línea de defensa estaba a punto.
Bajó por el camino en dirección al sendero que quedaba más allá de la torre de vigilancia. Todavía tenía tiempo de lavarse.
El agua le recordaba a Justin. Siempre se lo había recordado. Cuando Justin nadaba, todo su cuerpo se movía con una gracia que normalmente estaba reservada a las marsopas y las rayas. Se había resistido a la necesidad de ir a ver cómo estaba por miedo a revelar su escondite a la criatura, pero deseaba ir desesperadamente. Siempre y cuando las pulsaciones del corazón se mantuvieran a un ritmo bajo, no se desangraría. Y estaba descansando, quizá durmiendo, fresco debajo de la tierra. Tendría que esperar a que la línea de defensa explotara.
Cameron se sumergió por completo y el agua se cerró por encima de su cabeza. Se encontró flotando, sola, inerte y libre. El agua era tan clara que cuando abría los ojos parecía que mirara a través de unas gafas. Se frotó a conciencia, limpiando las manchas impregnadas de virus de sus ropas y su piel.
La arena era de un blanco brillante y formaba pequeñas crestas semejantes a dunas. El viento provocaba remolinos en la superficie y los granos blancos brillaban al moverse. Delante de ella, unas rocas de lava vesicular se extendían como las vértebras de una criatura sumergida.
Justo detrás de ellas, Cameron vio la silueta de algo grande y majestuoso. Nadó hacia allí, impresionada, dando brazadas debajo de la superficie. Ante su vista apareció una magnífica y rara cabeza de coral que sobresalía delante de la pared del acantilado. Al aproximarse, Cameron observó que se curvaba y encerraba un lago submarino. Las paredes que crecían hacia arriba acabarían formando un atolón.
Algunas zonas del coral aparecían descoloridas, destruidas por los rayos ultravioleta del sol, pero la mayor parte de la vida submarina había revivido desde el último Niño. Dentro del anillo había una maravillosa variedad de color y movimiento. Unos erizos de mar de un verde brillante punteaban la blanca superficie de las paredes y desaparecían de la vista bajo las ondulantes algas. De un oscuro agujero salió una morena disparada hacia un pececillo, que la esquivó. Un pez loro de color azul comía delante de una de las paredes de coral y unas pequeñas burbujas subían hacia la superficie cuando abría la pequeña boca. Una iguana marina nadaba por la superficie impulsándose con las pequeñas patas y la ondulante cola.
El agua que se encontraba dentro del anillo de coral tenía un tono verdoso a causa de las minúsculas algas flotantes, pero todavía era de una transparencia casi absoluta. Cameron observó a una castañuela amarilla que perseguía al pez loro, apartándolo de la pared de coral. El pez loro consiguió burlarla y Cameron lo observó un rato hasta que desapareció de la vista. Triunfante, la castañuela amarilla viró en una amplia curva antes de volver al interior del anillo, con el amarillo brillante de la cola y el labio en fuerte contraste con el negro liso del resto de su cuerpo. Maravillada y con los pulmones casi ardiendo, Cameron la observó deslizarse en el agua.
Cuando Cameron se disponía a subir a la superficie, la castañuela viró bruscamente para esquivar algo que se elevaba desde el fondo del anillo y sacó a Cameron de su ensueño. Esperó a ver qué aparecía.
Cameron sintió que la sangre se le detenía cuando distinguió la característica cabeza de color verde y los anillos de los segmentos abdominales. La larva emergió como el humo de un hogar y apareció a la vista por completo, de espaldas a Cameron y, ondulante como una serpiente marina, se deslizó hacia delante. Su sombra se arrastraba por el fondo de arena como un organismo oscuro y extraño. Salió a la superficie a poca distancia de la iguana marina, que todavía se encontraba retozando perezosamente en el agua. La larva abrió la boca y extendió las mandíbulas. La iguana desapareció y la larva volvió a sumergirse mientras masticaba. Luego, se deslizó a través del anillo interior del atolón en dirección a las aguas abiertas.
Cameron salió a la superficie sólo un momento para llenar los pulmones de aire y luego nadó hacia la larva con brazadas largas. Llevó la mano al cuchillo que llevaba enfundado en el cinturón de los pantalones y lo desenfundó. No había ninguna duda en sus movimientos.
La larva no notó su cercanía. Volvió la cabeza para seguir el movimiento de un brillante ídolo moro que nadaba delante de ella. Las agallas vibraban cada vez que expulsaba agua.
Cameron levantó el brazo como un lanzador de jabalina y soltó el cuchillo con suavidad para no desviarlo del objetivo. La hoja reflejaba la luz en un tono plateado, como si vibrara cada vez que recibía la luz del sol.
El cuchillo se acercó a la desprevenida larva por detrás, hacia la cabeza. Justo cuando las agallas se abrieron, la hoja desapareció a través de una de ellas y se clavó en la cabeza de la larva hasta la empuñadura. La larva forcejeó como si hubiera recibido una descarga y un montón de burbujas salieron de los espiráculos. Una impresionante nube de hemolinfa se expandió desde las agallas como una rosa floreciente. Cameron no quiso pensar en las aguas infestadas de virus.
La larva abrió la boca y la punta de la hoja apareció entre las mandíbulas. Incluso debajo del agua, Cameron oía el chirrido que salía de los espiráculos. La larva se dio la vuelta y se encaró a Cameron, demasiado sorprendida para avanzar a pesar de que las patas falsas se movían lentamente en círculos. El líquido verdoso continuaba emanando de las aberturas de las agallas.
Cameron se acercó a la larva con los ojos entrecerrados y las mandíbulas apretadas. Agarró el mango del cuchillo y dio la vuelta hacia la costa llevando a la larva empalada en la hoja del cuchillo. La larva forcejeaba mientras Cameron nadaba hacia la playa y salía a la superficie de vez en cuando para respirar.
Cameron salió del agua con el cuchillo todavía clavado en las agallas de la larva. El segmento posterior de la larva rozaba la superficie del agua mientras Cameron avanzaba hacia la orilla. El animal emitía unos chillidos, todavía fuertes, aunque había perdido la mayor parte de sus fluidos. Se movía violentamente con la cabeza girada a causa de la intrusión del cuchillo. Cameron la aguantaba con cierta inclinación para que la hemolinfa infectada de virus se derramara por el cuerpo de la larva y no por la empuñadura del cuchillo y su mano.
Cameron avanzó por el acantilado hacia el sendero que conducía al camino. Dejó la torre de vigilancia atrás y se dirigió directamente al congelador de especímenes, arrastrando a la larva que seguía forcejeando y chillando. Abrió la puerta, haciendo caso omiso del fétido aire, los charcos de fluidos y los cuerpos en descomposición. Sin querer le dio una patada con la bota a la cabeza de Tank al entrar. Giró el cuchillo y la larva se deslizó por la hoja hasta el suelo.
Cameron tomó un gancho que colgaba del techo y colgó a la larva en él clavándoselo en la barbilla hasta que salió por su boca como una lengua puntiaguda. La larva chilló con todo su cuerpo.
Cameron levantó a la larva, que se debatía colgada del gancho. La miró sin odio y sin sentimiento de venganza; la larva era una herramienta, como lo habían sido el cuchillo de Savage y el TNT.
El sol estaba bajo cuando Cameron se detuvo en el campamento base para recoger las tres bengalas. Se las colocó en el bolsillo trasero del pantalón, de donde sobresalían como un rollo de papel higiénico. Con la larva colgando del gancho, bajó por el camino flanqueado por los árboles a ambos lados. En frente, la torre de vigilancia continuaba emitiendo sus lamentos.
La astillada madera de la escalera le hirió las manos, pero Cameron subió sin prestar atención a la larva, que se debatía y chillaba. La choza era como un agujero negro que coronaba la torre, una boca chillante. Clavó el gancho en la madera para impulsarse hacia arriba. La larva, empalada en él, se golpeó contra el suelo y dejó una mancha húmeda en él. Los chillidos fueron incluso más fuertes.
Mientras se ponía en pie, el viento resonaba en el interior de la choza y Cameron sintió sus vibraciones en los huesos.
Del techo sobresalía un firme trozo de madera y Cameron sujetó el gancho en él. La larva quedó colgando del techo cómo un tortuoso candelabro.
Cameron sacó las bengalas del bolsillo y, mientras sujetaba una entre los dientes, encendió las otras dos, que brillaron con un color rojo brillante. Luego encendió la tercera y observó cómo esa luz roja bailaba en las paredes de la choza.
Todavía tenía la cinta roja de la caja de explosivos en el bolsillo delantero del pantalón, y con ella ató las tres bengalas. La larva se retorcía en el gancho, detrás de ella, intentando soltarse. El gancho había desgarrado la cutícula de la barbilla y se había quedado detenido contra la mandíbula.
Cameron tiró las bengalas al suelo, debajo de la larva, y la dejó atrás sin siquiera echarle un vistazo. Tenía que volver al campamento base, lavarse las manos con el agua de la cantimplora y ver si todavía quedaba algo de gel en la botella. El sol ya se acercaba al horizonte: había un brillo anaranjado encima de las copas de los árboles y el bosque se había convertido en un mar de llamas ondulantes.
Anochecía, pensó Cameron mientras empezaba a descender de la torre. La criatura estaba a punto de aparecer.