20

Samantha estaba tumbada en la cama con las piernas levantadas y apoyadas en la pared. Un general de cuatro estrellas, un tanto rezagado de la visita guiada de las instalaciones, desvió la mirada dos veces para comprobar la postura de Samantha. Se detuvo y cruzó los brazos en señal de desaprobación. Ella se agitó sobre la cama, fingiendo convulsiones, con los ojos en blanco y gimiendo. El general se escabulló con rapidez.

Samantha se sentó en la cama y se pasó las manos por la cara. De repente, oyó la risa de sus hijos en el pasillo y se dirigió rápidamente hacia la ventana para saludarlos con la mano cuando se acercaron.

Iggy, de seis años, encabezaba la marcha hacia la celda. Había sido adoptado de un orfanato de Kaliningrado y llevaba el cabello, casi blanco, cortado a la altura de la nuca. El flequillo le caía recto sobre las cejas y dos perfectos círculos rosados iluminaban sus suaves mejillas. Kiera iba detrás de él, cojeando, todavía con problemas con su nueva pierna protésica que llevaba hacía solamente unas cuantas semanas. Crecía con tanta rapidez que parecía que siempre estuviera adaptándose a nuevas prótesis. Maricarmen, la niñera, se apresuraba detrás de los dos niños llevando en brazos a Danny, de tres años, apoyado encima de la cadera.

Danny emitía un chillido alto y prolongado que se veía interrumpido por sonidos guturales a cada paso que daba Maricarmen. Finalmente el grito cesó y en su lugar se oyeron risas. Iggy llegó el primero a la ventana y estampó la mano abierta sobre el cristal. Samantha puso la suya al otro lado del cristal sobre la de él.

– Hola, pequeño -le dijo-. Siento mucho haberme perdido la Navidad. Pero tienes una tonelada de regalos que están esperando a que los abras en cuanto salga de aquí.

En el pasillo, Kiera se cayó. Un soldado que pasaba se detuvo para ayudarla, pero Kiera se levantó sola, se ajustó la prótesis y recogió su mochila del suelo.

Maricarmen dejó a Danny en el suelo y éste corrió hacia la ventana. Iggy tuvo que alzarlo para que pudiera ver por encima del alféizar. Samantha estampó un beso en el cristal, inmediatamente se dio cuenta de que no había sido una buena idea y se limpió los labios.

– ¡He traído el tres en raya! -anunció Iggy mientras volvía a dejar a Danny en el suelo. Desplegó un fino panel de plástico transparente y lo colocó contra la ventana. Después, sacó un rotulador deleble y marcó una equis en el medio. Samantha señaló una casilla y él marcó una o.

– ¿Cómo va todo, Maricarmen? -le preguntó Samantha.

Maricarmen puso los ojos en blanco y pasó una mano por el pelo de Danny.

– Éste no está comiendo -le dijo con su particular acento-. Le he dado mantequilla de cacahuete, pero no la quiere. Iggy no se quiere cepillar los dientes.

Kiera llegó a la ventana y se apoyó en el cristal.

– Así que ahí es donde ha ido a parar mi camiseta -dijo.

Samantha miró la camiseta que llevaba puesta.

– Creo que la rubia está cañón.

– ¡Mamá! -Kiera puso los ojos en blanco-. Dices unas chorradas.

– Tienes que comprar crema de malvavisco para la mantequilla de cacahuete -continuó Samantha con Maricarmen-, si no, él no…

Un técnico de laboratorio se acercó y dio un golpecito en el cristal.

– Siento interrumpirte, Sammy, pero quería que supieras que finalmente hemos recibido el cargamento. Todo parece correcto. ¡Ah! y hay guantes nuevos para las probetas. Guantes de látex con mangas de neopreno. Resbalan menos. Además, Tim tiene problemas con las ratas del Machupo. No puede agarrarlas bien.

– ¡No! -dijo Samantha-. No podéis usar esos guantes. Ya los hemos tenido antes…

– ¡Mamá!

Samantha señaló una casilla en la cual Iggy marcó una o.

– … Y el látex se separa de las mangas. Además están agujereados. Devuélvelos y diles a los de Administración que su insistencia en el equipo de peor calidad va a hacer que alguien empiece a vomitar sangre.

– Error -dijo Iggy-. Te toca.

Maricarmen volvió a tomar en brazos a Danny y éste empezó a tirarle del collar. Samantha se volvió hacia ella.

– Cepíllaselos. Y hazlo con esa pasta de dientes para niños brillante y que tiene forma de estrella alargada cuando sale del tubo.

Samantha dio unos golpecitos en el cristal para llamar la atención del técnico de laboratorio.

– Dile a Tim que agarre a las ratas por la cola y las deposite en la jaula. Cuando empiezan a andar, el cuello les queda expuesto y ése es el ángulo perfecto para la nuca.

Kiera sacó una carpeta de la mochila.

– He traído las fichas. Te las paso por la caja -le dijo.

Al lado de la ventana había una caja esterilizadora que se abría por ambos lados, desde dentro y desde fuera de la celda. Uno de los lados siempre quedaba sellado. Dentro, unos rayos UV extremadamente potentes exterminaban todos los gérmenes. Antes de que un objeto pudiera salir de la celda se lo dejaba en la caja bajo la luz UV durante quince minutos y después se le rociaba un desinfectante para conseguir una absoluta descontaminación.

Samantha tomó la carpeta de Kiera cuando Iggy chilló:

– ¡Tres en raya! -e inmediatamente el chico borró las marcas de rotulador con la manga.

– No, no lo… -Samantha negó con la cabeza al ver la mancha en el jersey de Iggy.

El niño empezó otra partida y marcó una equis.

– Siento mucho que se pongan difíciles, Maricarmen -dijo Samantha.

Señaló una casilla del tres en raya, sacó una foto de la carpeta y la colocó contra el cristal. Era una borrosa ampliación en blanco y negro de unos hilos finos que se curvaban sobre sí mismos.

– Fá-cil -rezongó Kiera-. Filovirus.

– Bien, pequeña -dijo Samantha. Le hizo una señal a Danny con la mano-: ¿Cómo está mi pequeño pez globo? -le preguntó. Él se rió y las mejillas se le llenaron. Samantha se dirigió a Maricarmen con mirada suplicante mientras sostenía otra foto contra el cristal de la ventana-. Estaré fuera dentro de una semana. Ya les he apuntado a actividades en la escuela durante el día: se pueden encargar de ellos un tiempo. ¿Crees que podrías…?

Kiera echó un vistazo a la foto, en la que se veían unos bastoncillos semejantes a espaguetis con uno de los extremos curvados en forma de gancho.

– Marburg -dijo-. Provoca coagulación intravascular diseminada.

Maricarmen hizo un ademán con la mano.

– Por supuesto. Quizá tenga que reorganizar algunas cosas, pero si tú estás ocupada salvando el mundo…

– Mi mamá salva el mundo -dijo Iggy entre risas.

– No exactamente, cariño.

Iggy le dio un fuerte empujón a Kiera con el trasero y casi la tiró al suelo. Ella se agachó un poco, se desató la pierna y le dio en la cabeza con ella.

– ¡Kiera! -dijo Samantha-. Ya hemos hablado de esta forma de llamar la atención.

– Bueno…

– Ningún «bueno». ¿Vas a comportarte así cuando seas senadora? ¿Y? ¿Lo harás?

– No voy a ser senadora. Seré viróloga.

– Puedes ser ambas cosas si dejas de golpear a la gente en la cabeza con tu pierna protésica. Ahora… -Samantha sacó otra ampliación y la apoyó en el cristal. Eran unas partículas redondas que contenían unos pequeños puntos granulosos…

Kiera se agachó y volvió a ponerse la pierna en su sitio.

– Arenavirus -dijo.

– Excelente. -Samantha puso un dedo en el cristal; Iggy marcó una o. Inmediatamente, le bloqueó la línea con una equis.

El técnico de laboratorio volvió.

– Me he encargado de los guantes -le dijo-. Has recibido esto de parte de Donald Denton del Nuevo Centro. -Sacó un tubo de ensayo de una caja acolchada que contenía el ADN de los dinoflagelados-. Cree que el plancton está plagado de virus. Te los paso.

Para no dañar el ADN, apagó el interruptor para desactivar la luz UV de la caja esterilizadora antes de colocar el tubo de ensayo en ella. Las precauciones sólo eran necesarias cuando se sacaba algo de dentro de la celda.

Samantha abrió la caja desde dentro y sacó el tubo de ensayo. Luego miró el microscopio que tenía encima del mostrador. Volvió a mirar a sus hijos.

– Vale, vale -dijo Kiera-. Ahora tienes que trabajar. Reconozco ese gesto de los labios.

Danny negó con la cabeza furiosamente.

– No quiero irme todavía.

– Cariño, pronto estaré en casa -dijo Samantha. Dio un golpecito en el cristal con la corta uña del dedo índice-. Lo prometo.

– Sí, claro -dijo Kiera.

– Cariño, por favor, échame una mano con esto.

– Bueno, no puedo echarte una pierna.

Samantha se puso las manos en las caderas.

– Maricarmen, ¿por qué no te llevas a los chicos al coche? Ahora mismo te envío a Kiera.

Los niños dieron un beso en el cristal y Samantha sintió un súbito temor, pero se contuvo de reñirlos ya que ella había puesto el ejemplo. Maricarmen tomó a los niños de la mano y los condujo hacia fuera. Kiera jugueteaba con un agujero que tenía en los tejanos.

– ¿Qué te pasa? -le preguntó Samantha.

– ¿Por qué estás aquí dentro?

– Yo sólo… necesitaba… me expuse a…

Kiera suspiró. Con fuerza.

– He leído en el periódico lo que hiciste. Maricarmen recortó el artículo, pero yo vi que faltaba y supe que habías hecho algo bueno, así que lo busqué en la basura.

– No escarbes en la basura, cariño.

– ¡Ése no es el tema! -respondió Kiera con los orificios de la nariz dilatados.

– Cariño, ya sabes cómo es mi trabajo. Hemos hablado de esto. A veces tengo que asumir algunos riesgos para ayudar a la gente.

– Bueno, ¿y qué se supone que le tendré que contar a Danny si tú acabas con… con síndrome pulmonar por hantavirus o algo? ¿Entonces qué?

Samantha apretó los labios para no sonreír.

– ¿Cuántos años tienes ahora?

Kiera seguía mostrando enfado en su expresión.

– Ya no eres tú sola ahora, ya lo sabes -le dijo-. Estamos nosotros también.

Sorprendida, Samantha se sentó despacio en una silla que tenía al lado. Se sentía como si se le hubiera terminado el aliento. Sentía el tubo de ensayo frío en la mano.

– Lo sé -le dijo-. Tienes razón.

Kiera se mordió el labio inferior.

– Bueno… no permitas que suceda otra vez.

– De acuerdo -dijo Samantha-. Lo haré.

Se puso de pie otra vez y se acercó a la ventana. Levantó una mano para tocar el cristal, pero la bajó, frustrada. Nunca había deseado tanto abrazar a sus hijos.

– Cariño, vosotros sois lo más importante del mundo para mí. Espero que lo sepas.

El rostro de Kiera se dulcificó:

– Lo sé. -Miró a su madre-. Es mejor que me vaya. Maricarmen está esperando.

Samantha se apoyó en el cristal mientras su hija se alejaba y la observó hasta que dobló la esquina al final del pasillo. Se volvió a sentar en la silla y se apoyó con los codos en las rodillas. Estuvo sin moverse mucho rato. Luego se levantó y se dirigió hacia el microscopio.

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