23 dic. 07
Se oía gotear agua en algún lugar, cerca. La ventana no iluminaba lo suficiente la celda de Savage para permitirle ver dónde goteaba el agua, pero la oía. Miró a través del pequeño cuadrado azul, partido en tres por los barrotes de hierro, y se dio cuenta de que no había ninguna nube en el cielo. Probablemente era una tubería rota en algún lugar, una tubería en malas condiciones. Probablemente lo habían hecho a propósito, esos cabrones. La tortura china.
Se acercó a la parte delantera de la celda y resistió el impulso de agarrarse a los barrotes como cualquier bruto criminal de una película del Oeste. Había perdido una bota y notaba el suelo húmedo bajo el calcetín. Le arrestaron el viernes y no se dieron prisa en los trámites, dejando pasar todo un fin de semana hasta el proceso del lunes. Habían sido dos días pacíficos.
Al otro lado del pasillo, un prisionero pálido y carnoso se encontraba sentado en el suelo con las piernas abiertas, como un niño. Sobre el pecho de la camiseta se leía FIN, escrito con rotulador negro. Probablemente le habían encerrado, borracho, la noche anterior. Se estaba frotando por encima de los pantalones de prisión.
– Encantador -dijo Savage.
– Eh, amigo, ¿intentas echar un vistazo gratis?
Savage se dirigió hacia la cama y la tumbó, tirando el delgado colchón sobre el suelo sucio. Apoyó el delgado somier contra la pared, enganchando dos de sus patas en la cornisa de la ventana. Trepó hasta arriba, introdujo las piernas entre los barrotes de aluminio y se tumbó de espaldas hacia abajo. Unos mechones de pelo se le soltaron del pañuelo.
Fin estaba de pie, al otro lado del oscuro corredor, mirando.
– ¿Intentas escapar, amigo? ¿Crees que vas a ir a alguna parte? -Se rió con una carcajada aguda-. Estoy en las grandes ligas, ya sabes. Consígueme una chica cortada como una muñeca de papel.
Savage desconectó e inició sus abdominales, intentando levantar los hombros directamente hacia el techo para aumentar la tensión en el estómago. Cuando se encontró a la mitad de su tanda empezó a gruñir ligeramente a cada esfuerzo.
Fin le miraba, gruñendo con él y exagerando los gruñidos hasta convertirlos en gemidos. Cuando Savage acabó la tanda y rodó hacia atrás por encima del hombro hasta el suelo, Fin continuó gimiendo, añadió algún grito y se acompañó de movimientos de cadera. De repente gritó con una sonrisa de satisfacción y se estremeció, como si hubiera eyaculado. Acto seguido, empezó a saltar sobre las puntas de los pies y se rió con carcajadas monótonas.
Savage le miró, impasible. Se tumbó boca abajo sobre las palmas de las manos, con las piernas contra la pared. Empezó a hacer flexiones, bajando y subiendo el cuerpo. La celda era tan fría que el aliento se le condensaba delante de los ojos.
– Me gustaría estar ahí, amigo -le dijo Fin-. Ese bajar y subir tuyo me está dando escozor en el vientre. Me hace querer…
Savage le oyó hacer algún gesto furioso pero no prestó atención y se esforzó en hacer las últimas flexiones. La tensión en el tríceps aumentó, bajó las piernas de la pared y extendió los brazos para relajarlos.
– Seguro que te gusta creer eso, ¿eh, amigo? Creer que quiero follarte. Bueno, no soy un maricón. Consígueme una señorita ahí fuera. No estoy aquí por hacerlo por detrás, ya me entiendes. No soy una reina. -Fin se golpeó el pecho con el puño y su estómago tembló-. No quiero ningún cacho de ti. No señor.
Savage levantó la vista hacia él.
– No recuerdo haberte hecho ningún ofrecimiento.
Fin se pasó un dedo por la papada amarillenta.
– He visto cómo me mirabas. Cuando me estaba tocando. Conozco esa mirada. Le he partido la cara a más de uno por menos que eso. Monté un lío una vez, en el sur, a las afueras de Ciudad Juárez…
Savage hizo caso omiso del zumbido de la otra celda, volvió a encaramarse en el somier y empezó otra tanda de abdominales. No le sorprendió, al cabo de un rato, volver a oír a Fin imitando sus gruñidos de nuevo. No tenía un gran repertorio. Acabó los abdominales y observó, impasible, a Fin mientras éste representaba otro orgasmo, esta vez acompañado de fuertes gritos y golpes en los barrotes.
– Gracias, amigo -le dijo Fin con una sonrisa bovina-. Este me ha gustado incluso más.
La puerta del final del pasillo se abrió y dos guardias se acercaron escoltando a un funcionario joven y bien afeitado. Cuando éste llegó hasta ellos, Savage vio el uniforme caqui y se dio cuenta de que se trataba de un guardabosque de Montana. Los tres hombres se detuvieron delante de la celda de Savage.
– ¿William Savage? -le preguntó el guardabosque.
Savage le devolvió la mirada.
– Sí, es él -gritó Fin-. Apuesto a que es él.
– Soy el guardabosque Walters. Vas avenir conmigo.
Savage estudió las manchas del techo.
– ¿Adónde?
– Permíteme que sea yo quien me ocupe de eso.
Walters hizo una seña para que uno de los guardias abriera la puerta. Cuando empezó a hacerlo, Savage la cerró de golpe.
– Gracias -contestó Savage-. Pero prefiero ser yo quien se ocupe de mis cosas.
– ¡Vaya, amigo! -gruñó Fin-. ¿Vas a permitir eso? ¿Vas a permitirle eso a este cabrón de mierda?
Walters intentaba mostrarse tranquilo, pero Savage observó que apretaba las mandíbulas.
– Muy bien, de acuerdo. Podemos dejarte aquí.
Dio un paso atrás y cruzó los brazos, dando muestras de estar complacido consigo mismo.
Savage levantó una mano, formó una pistola con los dedos y disparó un tiro al aire.
– ¡Bang! Acabo de matar al rehén. -Extendió los brazos y se dio media vuelta lentamente-. Me gusta estar aquí. Tengo mis tres cigarrillos diarios, un mendrugo en la esquina y una buena vista del cielo. Tendrás que amenazarme con algo, y es mejor que sea con algo serio. Y, hasta ese momento… -Savage se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y arqueó las cejas tanto que éstas desaparecieron bajo el pañuelo.
Walters abrió la boca y la cerró. Soltó los brazos.
Fin prorrumpió en una risa silbante y roció el suelo de saliva.
– Joder, amigo. Tío, este tipo lo está pidiendo a gritos. Está pidiendo una buena tunda, como las que…
– Cierra la boca -exclamó Walters.
Fin se tapó la boca con la mano y la cara se le puso colorada por el esfuerzo de contener la risa.
Walters se volvió hacia uno de los guardias.
– Hacedle cerrar la boca. Ahora mismo.
El guardia golpeó los barrotes de la celda con la porra y Fin extendió los brazos con las palmas de las manos abiertas hacia arriba.
– Eh, amigo, ningún problema. Si quieres silencio, sólo tienes que…
El guardia levantó la porra para golpear y Fin cerró la boca. Hizo el ademán de cerrársela con cremallera. Cruzó la celda y tiró una llave imaginaria al váter. Tiró de la cadena. Esbozó una amplia sonrisa, como si fuera lo más gracioso de su vida.
Walters se volvió de nuevo hacia Savage. Se le veía una vena de la frente que latía.
– Y ahora -dijo Savage, con tranquilidad-, como he preguntado, adonde.
No se oyó nada excepto el goteo en algún lugar del oscuro y húmedo pasillo. Walters inclinó la cabeza a un lado, como para relajar el cuello.
– Sacramento.
Savage todavía se resistió a levantarse.
– ¿Por qué?
Walters volvió a apretar las mandíbulas. Savage se echó hacia atrás, apoyado sobre las manos, y estiró las piernas. Walters hizo un esfuerzo por relajar el rostro. No levantó la voz, pero en cada una de las sílabas que pronunció había rabia.
– Reunión informativa para una misión. Los detalles son confidenciales.
– Ahora sí -respondió Savage, poniéndose de pie-. No ha sido tan difícil.
El guardia abrió la puerta y Savage salió al corredor mientras se sacudía la suciedad de las mangas de la camisa.
– ¿Eso es todo? ¿Vas a dejar que se marche? ¿Qué quiere decir «una misión»? Yo puedo realizar una misión. Puedo realizar una misión mejor que esta comadreja. Tendrías que haberle oído gemir haciendo flexiones. Como una zorra. Exactamente como un…
Savage, al pasar por delante de la celda de Fin, introdujo un brazo entre los barrotes y agarró a Fin por el cuello de la camiseta. Con un movimiento brusco, tiró de él y estampó la cabeza de Fin contra los barrotes. Fin se dobló y se aflojó, todavía sujeto por el puño de Savage. Este le soltó y miró obedientemente a los guardias y a Walters mientras todavía resonaba el golpe metálico en el corredor. Fin se derrumbó en el suelo, con el cuerpo doblado de forma extraña hacia las piernas. Los dos guardias se miraron y luego miraron a Savage, que estaba totalmente quieto, con los brazos caídos a ambos lados del cuerpo, con una expresión de absoluta sumisión.
Detrás de él, Fin se removió, levantó un poco el cuerpo del suelo. Se le oía respirar con dificultad.
– Bueno -dijo Savage señalando el final del pasillo-. ¿Vamos?
– Así que confidencial, ¿eh? -Savage se pasó el cigarrillo de una comisura a otra de los labios y sacó el cuerpo un poco por la puerta abierta del Blackhawk pintado con colores de camuflaje para sentir el viento frío en la cara. Tenía el pie calzado sólo con el calcetín apoyado en el tren de aterrizaje-. Les debe de parecer importante para sacarme del trullo, ¿eh?
Walters respondió en tono cortante.
– Sí. Sólo utilizan a los delincuentes en las misiones de mayor importancia.
– Ya me imagino que estoy en segundo lugar respecto a alguien que tiene un entrenamiento militar de verdad. Como, por ejemplo, un guardabosque.
Walters no contestó.
Savage pasó el pie por encima del equipo que Walters había cargado en la parte trasera del helicóptero: cuerda, cantimploras, equipo de escalada.
– Hace un rato que nos dirigimos hacia el noroeste. Pero que yo recuerde, Sacramento se encuentra al sur de Billings.
– La reunión informativa no es hasta mañana por la mañana. Sólo me encargo de sacarte de un lugar y llevarte a otro. Mientras tanto, tengo un trabajo aquí.
– ¿Escasez de helicópteros?
Walters asintió con la cabeza.
– Y de todo lo demás. El helicóptero tiene que estar en Sacramento a final del día. No estaban dispuestos a preparar un despegue especial para sacar a un pájaro de la jaula. Como yo tenía que salir, se me encargó la afortunada tarea de transportarte. Pero primero, vamos a dar una vuelta. Tendrás que esperar.
Savage asintió ligeramente. Se miró el pie y movió el dedo gordo que sobresalía por un agujero en el calcetín.
– ¿Sería posible que me consiguieras una bota?
– Como te he dicho, tendrás que esperar.
El helicóptero se detuvo cerca del suelo, ante un profundo barranco. Abajo, unos riachuelos corrían a lo largo de orillas heladas. El espeso bosque sólo permitía divisar algunos puntos de tierra, como manchas blancas entre los árboles.
Walters observó el bosque con unos prismáticos que emitían un zumbido electrónico para enfocar después de cada movimiento.
– El Parque Nacional Glacier. Aquí, una osa mató a tres campistas la semana pasada. Uno de ellos sobrevivió al ataque y consiguió volver a un campamento forestal. Tenía graves heridas en la cabeza. Contó que le habían vapuleado como a una pelota de fútbol. Pero consiguió hacer lo adecuado: se tumbó cubriéndose las partes vitales y se negó a ceder al pánico.
Walters bajó los prismáticos y Savage quedó sorprendido por la intensidad de su mirada.
– Dijo que sintió los dientes del oso contra su cráneo. -Levantó el labio superior en un esbozo de sonrisa-: Cosas de guardabosques.
Savage fingió un escalofrío, aunque mantuvo una expresión burlona en el rostro.
– Malas noticias.
– Es una clase de muerte distinta -dijo Walters-. Animales salvajes. Por lo menos en una guerra uno sabe a qué se expone. Una bala en la cabeza, una granada en el vientre, y todo acaba. No es como esto. Como ser comido.
Savage observó el rifle que Walters tenía sobre el regazo. Un Win Mag de 300, manual, con una mira telescópica de diez aumentos. El arma era potente, una de las pocas que tenía la fuerza suficiente para detener a un oso adulto.
– ¿Has luchado en muchas guerras, no?
Sin hacerle caso, Walters se inclinó hacia delante y dejó el arma en el suelo, al lado de los pies.
– La semana pasada, el gobernador de Montana envió, personalmente, a dos rastreadores a los bosques para acabar con el problema de los osos. Uno de ellos volvió al cabo de cuatro días sin haber avistado a ninguno. Con el otro perdimos el contacto. Presumiblemente, ha muerto. -Las manos se le cerraron en un puño-. Necesitaban solucionarlo. Me llegó el aviso. Reservé el helicóptero e incluso prometí que te dejaría en Sacramento para asegurarme de que lo conseguía. -Se pasó la lengua por las encías-. Pensamos en utilizar como centro el lugar donde el segundo rastreador estableció contacto de radio con nosotros y, a partir de ahí, rastrear el área en espiral.
Savage dio una profunda calada al cigarrillo y lo tiró por la puerta abierta. Lo miró mientras caía, un punto rojo brillante girando en el viento.
– Buena idea -le dijo con el punto justo de sarcasmo en la voz.
Abajo, un río se abría camino a través de curvas y sobre cantos rodados para acabar cayendo en cascada por un salto de seis metros. Savage no oía el ruido del agua a causa de los motores del Blackhawk, pero se lo imaginó a la perfección y sintió la fuerza del agua como si ésta corriera por sus venas.
Unas horas antes, los guardias habían firmado su libertad. Agresión, crueldad con los animales, asalto a mano armada, todo eso se desvanecía si él accedía a participar en la misión, fuera cual fuera. Sabía que había escasez de tropas norteamericanas desde que todos esos problemas habían estallado en el sur, pero hasta aquel momento no tenía una idea clara de hasta qué punto eso era verdad. Él había estado en el Golfo, pero la última guerra en la que había participado había sido Vietnam. Esperaba que le hubieran elegido por sus méritos; si lo que hacían era recorrer las prisiones en busca de cualquiera que tuviera experiencia militar, eso significaba que tenían más problemas de lo que él podía imaginar.
El helicóptero inició el descenso tan de repente que Savage tuvo que agarrar el rifle para que no se cayera por la puerta. Se lo devolvió a Walters en silencio al tiempo que percibía la sonrisa del piloto reflejada en el cristal del parabrisas. El helicóptero bajó de nuevo.
– La tengo -dijo el piloto con excitación-. Se dirige al sur.
Walters se llevó los prismáticos a los ojos y localizó a la osa, que corría a lo largo de la cordillera, a unos dieciocho metros del barranco. De piernas tan gruesas como bóvedas de cañón, se movía con una rapidez impresionante, pisando los árboles caídos y lanzándose contra los matorrales.
– Mierda. No la pierdas -exclamó Walters. Se inclinó hacia delante y se agarró al respaldo del piloto.
– Nos ha oído y quiere salvar el culo -gritó el piloto con las manos apretando el mando de control, intentando desesperadamente no perder al animal de vista.
Walters empujó a Savage a un lado y sacó la cabeza por la puerta. Apuntó, con el fusil balanceándose a cada movimiento o giro del helicóptero. Disparó una vez y soltó una maldición. Acto seguido, forcejeó para abrir el rifle.
Savage, con tranquilidad, se apoyó contra uno de los costados del helicóptero desde donde distinguía la mancha gris de un flanco del oso. Walters, tambaleante en su puesto, disparó de nuevo y salió despedido hacia atrás por el impacto.
Savage suspiró.
– ¿Tienes intención de conseguirlo pronto?
– No consigo ver el blanco con claridad con esa densidad de follaje -chilló Walters.
– No hay ningún lugar donde aterrizar -dijo el piloto.
Savage tomó un arnés y empezó a manipularlo al tiempo que se sacaba el cuchillo de la funda que tenía atada a la pantorrilla derecha.
Después de cargar el rifle de nuevo, Walters se volvió hacia Savage, que en esos momentos se estaba pasando el arnés por los hombros.
– ¿Qué coño estás haciendo? -le gritó.
De repente, vislumbró de nuevo al oso y con rapidez levantó el rifle y disparó.
Savage ató al arnés una gruesa cuerda que se encontraba en el suelo, a su lado, y luego aseguró el otro extremo a un mosquetón, que enganchó a la estructura del helicóptero. Hizo una pausa para encender un cigarrillo y miró a Walters.
– Para matar a un oso hace falta disparar de forma adecuada. A la cara, los pulmones o el corazón. Ni siquiera disparando a la cabeza se consigue nada. Tiene un cráneo duro como una armadura. Hace falta un disparo limpio y eso es imposible subiendo y bajando en picado como una cometa y con el oso corriendo a toda velocidad bajo las copas de los árboles.
– Ya has oído al piloto: no podemos aterrizar en ninguna parte. Este es el mejor ángulo que conseguiré.
El Blackhawk se detuvo, balanceándose bajo las hélices.
– La he perdido -dijo el piloto-. Joder, la he perdido.
Una ráfaga de viento se precipitó sobre el helicóptero y lo hizo oscilar.
– ¿Es que tengo que hacerlo todo yo? -gritó Walters-. ¿Sólo me dejáis una ventana con un ángulo de visión mínimo y ahora se supone que también tengo que dirigir el aparato?
Lanzó el rifle contra el suelo. Savage lo recogió y miró por la mirilla.
– Continúa hacia el sur -dijo Savage con suavidad.
El piloto giró la cabeza y miró a Walters, no muy seguro de que debiera obedecer esa orden.
– ¿De qué coño estás hablando, Savage? -dijo Walters-. Tenemos que volar en círculo hasta encontrarlo.
Savage dio una calada al cigarrillo y sacó el humo por la nariz, como dos dragones gemelos.
– Tenemos unos tres minutos para dirigirnos al sur, donde esa cascada termina. Ésta es la dirección que el oso ha tomado y va siguiendo la cordillera. Ahora puedes quedarte aquí sentado como el jodido chupatintas que eres o puedes entrar en acción como el hombre que siempre quisiste ser. Pero intenta decidirte en diez segundos como mucho para que yo tenga por lo menos una posibilidad de colocarme en posición.
Walters se mordió el labio con la vista clavada en Savage, el cual le devolvió la mirada.
– Muy bien -dijo Walters por fin. Hizo una seña al piloto y se sentó en el asiento-. Vamos a dar una oportunidad al delincuente.
Savage dejó el rifle en el suelo y se sentó con las piernas encogidas.
– Quiero que sigas la línea de la cordillera hasta la cascada. Cuando lleguemos a ella, sigue unos veinte metros y detente.
– Muy bien -dijo el piloto-. Pero no bajaré por debajo de la línea de árboles. Tendremos problemas con el viento y por allí no hay dónde aterrizar.
– Deja que yo me ocupe de eso -respondió Savage.
El helicóptero se inclinó hacia delante y el estruendo de las hélices resonó en la garganta. Walters observó el bosque en busca del oso, pero no consiguió ver nada excepto las ondulantes copas de los abetos.
– Espero que sepas lo que haces, Savage -le dijo.
Savage se apretó el arnés en los hombros y pasó una de las tiras por la cintura mientras el helicóptero avanzaba siguiendo la cresta.
Llegaron al precipicio y avanzaron unos cuantos metros por encima de una cuenca de piedra por la que corría un río. El piloto puso el helicóptero de cara a la pared del precipicio. No se veía nada, excepto follaje.
– ¿Cómo coño vas a disparar desde aquí? -dijo Walters con un enfado creciente-. Desde este punto sólo se ve el follaje y no podemos bajar más con el helicóptero.
Savage sonrió con el cigarrillo en la boca y se inclinó hacia atrás, sacando el cuerpo fuera del helicóptero, al tiempo que tomaba la Win Mag con una mano. El harapiento calcetín fue lo último en desaparecer de la puerta del helicóptero. Hubiera parecido que se trataba de un salto suicida a no ser por el mosquetón, que se tensó enganchado en la estructura del helicóptero.
Cuando hubo caído los veinte metros de la cuerda, ésta sujetó a Savage de un tirón, que quedó flotando en posición horizontal, en postura de tirador. Por debajo de él, el vacío se alargaba eternamente hasta los cantos rodados cubiertos de nieve del fondo. Savage ya tenía el rifle colocado contra el hombro antes incluso de llegar al final de la caída, con el ojo en la mirilla.
La baja posición le permitió tener un ángulo de visión mucho más apropiado; veía una buena parte del interior del bosque entre los troncos de los árboles. La luz era magnífica y se filtraba, fina y brillante, entre las hojas de los árboles.
Se sentía seguro con el Blackhawk; desde el Golfo sabía que podía levantar un peso de tres mil seiscientos kilos. Así que él, con su rifle, era un juego de niños.
Esperó pacientemente, observando por la mirilla la línea de una colina baja por donde el oso tenía que aparecer, a una distancia de unos cuatrocientos metros.
Savage contó en silencio. Cinco… cuatro… tres… La cabeza del oso apareció. Este miró hacia delante y al ver el helicóptero se puso sobre sus dos patas posteriores. Savage escupió el cigarrillo.
– Llegas temprano -gruñó al tiempo que apretaba el gatillo.
La bala le entró directamente por la boca abierta, pero Savage no pudo verlo porque el impacto del rifle le lanzó hacia atrás, dejándole en un balanceo bajo el helicóptero. A pesar de todo, mantuvo el ojo en la mirilla hasta que divisó el cuerpo caído del oso.
Bajó el rifle, que quedó colgando de la tira alrededor del cuello, y empezó a trepar por la cuerda a pulso. Al llegar arriba, pasó una pierna por el tren de aterrizaje y de ahí, se izó hasta el interior del helicóptero. Walters y el piloto lo miraron sin decir palabra.