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Glenn Branson cogió el abrigo, dejó a Bella Moy sentada en el interior del coche de Policía camuflado, cruzó la estrecha calle de detrás del Metropole Hotel y volvió a llamar al timbre del 1202 con la placa «J. Baker». Se quedó esperando junto al edificio, soportando el gélido viento, a la espera de oír algún ruido por el interfono.

Pero una vez más, sólo hubo silencio.

Ya eran más de las cuatro de la mañana. En el bolsillo tenía la orden de registro que había firmado a las once de la noche Juliet Smith, magistrada de larga carrera que siempre se había mostrado muy colaboradora. Desde entonces habían mantenido la guardia toda la noche, con sólo dos breves interrupciones.

La primera había sido para visitar uno de los lugares donde solía ir Cosmescu, el Rendezvous Casino, en el puerto olímpico, pero el director les había dicho, no sin pesar, que en contra de su costumbre el señor Baker no les había visitado desde hacía varios días. La segunda había sido para buscar unos bocadillos de beicon y unos cafés en el Market Diner, una de las pocas cafeterías de la ciudad que abrían toda la noche.

Tiritando, volvió al coche y cerró de un portazo, aliviado al aislarse de los elementos. El olor grasiento a beicon aún flotaba en el ambiente. Bella lo miró, preocupada.

– Creo que es hora de despertar al portero -sugirió.

– Sí, me parece que somos unos egoístas reservándonos el placer de disfrutar de esta bella noche para nosotros solos.

– Muy egoístas -corroboró ella.

Salieron del coche, lo cerraron y se dirigieron de nuevo a la puerta principal. Glenn apretó el botón en el que ponía «Conserje». No hubo respuesta. Al cabo de unos momentos volvió a intentarlo. Pasaron unos treinta segundos y luego se oyó un chasquido, seguido de una voz con un fuerte acento irlandés.

– Sí. ¿Quién es?

– Policía -dijo Glenn Branson-. Tenemos una orden de registro para uno de los pisos y necesitamos que nos abra.

El hombre parecía escéptico.

– ¿Policía, dicen?

– Sí.

– ¡Vaya! Denme un momento, para que me vista.

Poco después abrió la puerta un hombre de aspecto fuerte y de unos sesenta años, con la cabeza rapada y la nariz rota, de boxeador, vestido con un suéter, unos pantalones de chándal anchos y chanclas.

– Sargento Branson y sargento Moy -dijo Glenn, mostrando la placa.

Bella también le enseñó la suya y el irlandés los miró por turnos, poco convencido.

– ¿Y su nombre es…? -preguntó Bella.

Cruzándose de brazos en actitud defensiva, el conserje respondió:

– Dowler. Oliver Dowler.

Entonces Glenn sacó una hoja de papel.

– Tenemos una orden de registro para el piso 1202 y llevamos llamando al timbre desde las once de la noche, pero no responden.

– Bueno… ¿El 1202? -dijo Oliver Dowler, frunciendo el ceño. Luego levantó el dedo y sonrió-. No me sorprende que no les responda. Su ocupante dejó libre el piso ayer. Se les ha escapado por poco.

Glenn soltó un improperio.

– ¿Lo ha dejado? -preguntó Bella Moy.

– Se ha mudado.

– ¿Sabe dónde ha ido? -inquirió Glenn.

– Al extranjero -respondió el conserje-. Estaba harto del clima de Inglaterra. -Entonces se golpeó el pecho-. Como yo. Me quedo dos años más, y luego me retiro a las Filipinas.

– ¿No ha dejado una dirección, ni un número de teléfono?

– Nada en absoluto. Dijo que ya llamaría él.

– Vamos a su piso -dijo Glenn, señalando hacia arriba!

Los tres subieron al ascensor, que les llevó directamente al ático.

Tal como había dicho Oliver Dowler, Cosmescu había dejado el piso vacío. No había ni un mueble. Ni una alfombra, ni moqueta, ni basura de ningún tipo. Un par de bombillas desnudas colgaban de los portalámparas, y unos cuantos halógenos brillaban con fuerza. Olía a pintura fresca.

Se pasearon por cada una de las habitaciones, oyendo el eco de sus propios pasos. Parecía como si una brigada de limpieza profesional hubiera pasado por allí. En la cocina, Glenn abrió la nevera y el congelador. Estaban vacíos. Al igual que el lavavajillas. Comprobó el interior de la lavadora y de la secadora, en el trastero: también estaban vacías.

No había nada que Glenn Branson y Bella Moy pudieran registrar, que diera alguna pista sobre el antiguo ocupante del piso, ni que hiciera pensar que el piso hubiera estado ocupado siquiera. Tampoco había sombras en las paredes que revelaran que se habían retirado cuadros o espejos.

Branson pasó el dedo por una pared pintada de gris pálido, pero, pese a lo reciente de la pintura, ya estaba seca.

– ¿El piso era de alquiler o de propiedad? -preguntó Bella Moy.

– De alquiler -dijo el conserje-. Contrato de seis meses, renovable, sin amueblar.

– ¿Cuánto tiempo llevaba aquí?

– Más o menos igual que yo. Diez años hará que llegué el mes que viene.

– ¿Así que su contrato terminaba ahora? -dijo Glenn Branson.

Dowler negó con la cabeza.

– No, qué va. Tenía pagados tres meses más.

Los dos policías se miraron, frunciendo el ceño. Glenn le dio al conserje una tarjeta.

– Si se pone en contacto con usted, ¿me informará, por favor? Tenemos que hablar con él muy urgentemente.

– Dijo que me mandaría alguna carta o un correo electrónico dándome su nueva dirección, para las facturas y esas cosas.

– ¿Qué nos puede decir de él, señor Dowler? -preguntó Bella.

Él sacudió la cabeza.

– En diez años nunca he tenido una conversación con él. Nada. Muy discreto -dijo. Luego se sonrió-. Pero le he visto unas cuantas veces con jovencitas muy guapas. Tenía buen ojo para las mujeres, desde luego.

– ¿Y su coche?

– También se lo ha llevado. -Bostezó-. ¿Me necesitan para algo más esta noche, o puedo dejarles que sigan con su investigación?

– Nos puede dejar. No creo que nos quedemos mucho rato -dijo Glenn.

– No -dijo el conserje, con una sonrisita burlona-, no creo.

Cuando se fue, Glenn se sonrió.

– ¡Ya lo tengo!

– ¿Qué? -preguntó Bella.

– A quién me recuerda el conserje. Es a Yul Brynner, el actor.

– ¿Yul Brynner?

Los siete magníficos.

Ella se quedó desconcertada.

– ¡Una de las mejores películas de la historia! También salían Steve McQueen, Charles Bronson y James Coburn.

– No la he visto.

– ¡Vaya, pues sí que has salido poco de casa!

Por la expresión alicaída de su rostro, se dio cuenta de que había tocado un punto débil.

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