A los ojos del observador casual -y ocasionalmente no tan casual-, algunos hombres pueden ser encasillados inmediatamente. Por su corte de pelo radical, su musculatura, su traje mal conjuntado o su paso decidido, se les reconoce, sin posibilidad de error, como policías o soldados de paisano. Sin embargo, a pesar de su pelo tan corto y su nariz de boxeador, Roy Grace tenía un perfil discreto que daba pocas pistas sobre su trabajo. Vestido con su abrigo tres cuartos, su traje azul marino, camisa blanca y sobria corbata, y con su voluminoso maletín en la mano, podía pasar por un ejecutivo o un asesor en un viaje de negocios, o quizá por un eurócrata, un médico o un ingeniero de camino a un congreso. Cualquiera que lo viera observaría también su porte autoritario, las pocas líneas de preocupación en la frente y la mirada casi en blanco, como si estuviera sumido en sus pensamientos, mientras avanzaba por la cinta transportadora.
Roy estaba inexplicablemente nervioso. El viaje no tenía complicaciones. Su viejo amigo, el Kriminalhauptkommissar Marcel Kullen, iba a recogerle en el aeropuerto y a llevarle directamente a las oficinas de la vendedora de órganos, a la que vería a solas. Mientras fuera con cuidado y no metiera la pata, todo iría bien. Una reunión rápida para sacarle información, y de vuelta a Inglaterra.
Sin embargo, tenía el estómago lleno de mariposas. Era el mismo nerviosismo que solía sentir cuando tenía una cita, y no tenía ni idea de por qué. Quizá fuera su cerebro, que le recordaba las expectativas puestas en su última visita a Múnich. ¿O sería simple fatiga? Llevaba varias noches durmiendo mal. En realidad, cuando dirigía una investigación por asesinato nunca tenía una noche de descanso completo, y este caso en particular parecía tener muchos elementos fluctuantes. Además, para acabar de arreglarlo, tenía unas ganas locas de impresionar al nuevo comisario.
Echó un vistazo al reloj y aceleró el paso, adelantando a varias personas, hasta que se encontró el camino bloqueado por una madre de aspecto agobiado con un carricoche y cuatro niños pequeños. Estaban llegando al final de aquel tramo de cinta, así que esperó un momento, luego rodeó a la familia y se metió a toda prisa en el tramo siguiente. Pasó junto a un expositor con un Audi TT de color escarlata -un modelo más moderno que el de Cleo- rodeado de grandes carteles en alemán. No los entendía, pero suponía que anunciaban el coche como premio de algún concurso. No le iría mal ganar un coche, pensó, para reemplazar su destartalado Alfa Romeo. Seguro que los cabrones de la compañía de seguros le harían una oferta disuasoria que no le alcanzaría ni para comprarse un ciclomotor de segunda mano.
Luego pasó junto a un bar, un quiosco Relay y una librería, y después junto a una puerta de embarque vacía. Las caras en la cinta del otro lado iban pasando una tras otra, gente de todas las edades, la mitad de ellos hablando por el móvil.
Se fijó en una joven pelirroja muy guapa con un abrigo de cuero con apliques de piel, que estaba cada vez más cerca. Estaba imponente. Vio su bolso, grande y elegante, y su maleta con ruedas, y se preguntó si sería una modelo, o una supermodelo, o comoquiera que las llamaran últimamente. Siempre le habían atraído las pelirrojas, pero, en realidad, nunca había salido con ninguna.
«Qué raro», pensó. Antes de que empezara su relación con Cleo, habría mirado a aquella chica con detenimiento, pero ahora no sentía deseo por nadie más que por Cleo. Aquella pelirroja era una de las pocas mujeres a las que había mirado dos veces en los últimos meses. Mientras avanzaba la cinta, volvió a reflexionar en su suerte, en la increíble suerte que tenía, por querer a aquella admirable mujer.
Cuatro ejecutivos japoneses que hablaban animadamente pasaron en dirección contraria. Tenía los nervios más de punta aún. Le chillaban desde dentro. Casi sentía la carga estática en el aire. ¿Le habría afectado el vuelo?
Luego pasaron dos homosexuales de poco más de veinte años, con chaquetas de cuero casi a juego, cogidos de la mano. Uno tenía la cabeza rapada. El otro, mechas rubias. Él siguió adelante y los perdió enseguida de vista. Se encontró con la cinta bloqueada por un gran grupo de adolescentes, todos con mochilas, que evidentemente partían en busca de aventuras.
Entonces, sobre la cinta paralela a la suya, tras una pareja de ancianos que ocultaban el resto del rostro, la imagen de una cabellera castaño claro le recordó por un momento a Sandy.
Fue como un puñetazo en el estómago.
Se quedó paralizado.
Entonces su teléfono sonó. Un mensaje. Bajó la vista durante una fracción de segundo.
La llamada de Hans-Jürgen se cortó de golpe otra vez, como si hubiera entrado en un túnel. ¿Por qué el muy tonto escogía siempre los lugares con la peor cobertura posible para llamarla? Aquello la ponía de los nervios. Claro que ahora ya no había nada que la pusiera «realmente» de los nervios; no como antes.
El control de la ira era parte del proceso mental de renacimiento de la Asociación Internacional de Espíritus Libres. Los cienciólogos defendían el estado de «claro», bajo su lema universal: «El puente a la felicidad total». La organización por la que los había abandonado ofrecía una regeneración mental similar, pero a través de un proceso menos agresivo, y no tan caro.
Sandy aún era una principiante, pero al bajar de la cinta transportadora y emprender los pocos metros que la separaban de la siguiente, pasando junto a un limpiabotas y un pequeño bar, se sintió satisfecha al comprobar que el acceso inicial de malhumor que había sentido con la llamada de Hans-Jürgen se había extinguido inmediatamente, como la llama de una cerilla al viento.
Aquélla era una de las cosas que sus nuevos maestros le estaban enseñando: ser un «espíritu libre» era ser una llama al viento, pero no la de la mecha de una vela o la de un encendedor. Porque si necesitabas aferrarte a algo para sobrevivir y luego tu punto de apoyo desaparecía, también desaparecías tú. Te extinguías.
Tenías que aprender a arder libremente. Así nunca te extinguirías. Todo «espíritu libre» buscaba convertirse un día en una llama que flotara libremente al viento.
Se quedó mirando a las personas que iban pasando por la cinta en sentido contrario. Gente pendiente de los correos electrónicos de su BlackBerry, a los teclados de sus iPhone, de sus horarios de salida, de sus preocupaciones económicas, de su sentimiento de culpa. De sus cosas. No se daban cuenta de que nada de aquello importaba. No se daban cuenta de que ella era una de las pocas personas del planeta que sabían cómo liberarlos.
Se quedó con una de las caras. Un hombre de aspecto realmente triste, alto y encorvado, mal peinado, con gafas de sol Porsche y una de esas chaquetas de piel de cuello redondo cubiertas de insignias y marcas relacionadas con los coches o las motos, diseñadas para dar la impresión de que su portador es alguien en el mundo del motor.
«Yo podría liberarte», pensó.
Tras él había un grupo de ruidosos adolescentes con mochilas. Se metían unos con otros. Luego le volvió a sonar el teléfono.
Intentó responder, pero no consiguió apretar el botón con los guantes puestos, se le cayó al suelo e inmediatamente se agachó a recogerlo.
Cuando Roy Grace volvió a levantar la vista de la pantalla de su teléfono, la mujer había desaparecido.
«¿Me lo he imaginado?» Un momento antes, estaba seguro de haber visto el cabello de una mujer, del mismo color que el de Sandy, tan característico, tras los sombríos rostros de aquellos ancianos que se acercaban a él. Volvió a mirar la pantalla del móvil y apretó una tecla para abrir el mensaje siguiente: «Eh colega. Estoy en el mar. Aún no he vomitado. ¿Cómo va?».
Redactó una respuesta y la envió: «Yo tampoco».
Por curiosidad, miró hacia atrás. La mujer con el cabello del mismo color que Sandy había vuelto a aparecer, tras la pareja de ancianos, e iba alejándose.
Una vez más sintió aquel puñetazo en el estómago. Se giró, se hizo un hueco y pasó junto a un hombre con gabardina evidentemente molesto y avanzó unos pasos en dirección contraria al sentido de la cinta, medio andando, medio corriendo. Luego se abrió paso entre los miembros de una tripulación, todos uniformados y con sus maletas.
Entonces se detuvo.
«Imbécil.»
«¡Venga, hombre! ¡Recupera la compostura!»
Unos meses atrás, quizás habría seguido corriendo tras ella, por si acaso…
Sin embargo, en esta ocasión se dio la vuelta y reemprendió el camino hacia la tripulación, disculpándose con las pocas palabras que sabía en alemán.
– Entschuldigung. T'schuldigung. Danke!