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Los cuatro llevaban despiertos toda la noche y tenían frío, estaban empapados y agotados. Por si fuera poco, Raluca estaba de los nervios y se mostraba cada vez más agitada. Le dijo a Ian Tilling que necesitaba dinero enseguida para ir a comprarle material a su camello.

Ninguna de las tres rumanas sabía qué quería decir cuando, en un estallido de frustración, Tilling dio un puñetazo en la mesa de aquel café lleno de humo y gritó:

– ¡Esto es como buscar una jodida aguja en un pajar!

Pero captaron el mensaje.

Estaban en un café, en una de las barracas de chapa de aquel barrio, entre las que también había una carnicería y un colmado. Muy cerca de allí había una calle llena de basura y sin asfaltar que atravesaba el Sector Cuatro, una de las principales arterias periféricas de Bucarest. La nieve se encargaba de limpiar la calle, cubriendo la basura de blanco.

Tilling mascaba con voracidad un enorme panecillo de pan seco con algún tipo de carne en el centro. No tenía ni idea de qué clase sería. Estaba muerta y tenía la consistencia del cuero, pero eran proteínas.

Estaba despierto gracias a la cafeína. Ileana, Andreea y Raluca, todas ellas medio dormidas, estaban fumando. Se enfrentaban a una misión casi imposible. En una ciudad de dos millones de habitantes, diez mil vivían apartados de la sociedad. Diez mil, en su mayoría jóvenes, cuya moneda común era el silencio y la desconfianza.

Durante las catorce horas anteriores habían peinado las chabolas del sector, siguiendo la red de tuberías de calefacción, y se habían metido en tantos agujeros bajo la carretera que habían perdido la cuenta. Pero de momento nada. Nadie conocía a Simona. O, si la conocían, no lo decían.

Tilling bostezó; el cansancio le traía recuerdos. Se había olvidado del agotamiento extremo que comportaba, a veces, ser policía. Los días -y las noches- en que tenías que seguir adelante, alimentándote de adrenalina, animándote con cada pequeño avance.

Era una de las mejores sensaciones del mundo.

– Por favor, señor Ian, yo tengo que irme ya -dijo Raluca.

– ¿Cuánto necesitas? -le preguntó Tilling, sacando su vieja cartera.

Frotándose los pulgares ansiosamente, balanceándose adelante y atrás en la silla y sin quitarle el ojo a la cartera, como si tuviera miedo de que pudiera desaparecer si dejaba de mirarla, dijo:

– Ciento cuarenta leis.

Luego recogió el cigarrillo del cenicero y le dio una enorme calada.

A Ian no dejaba de asombrarle la cantidad de dinero que necesitaban los heroinómanos para sus dosis. Aquello era más de lo que podría ganar Raluca en un trabajo normal en una semana. No era de extrañar que se prostituyera. A menos que se dedicara a robar o a estafar, no podría ganar tanto dinero de ningún otro modo.

Al borde de la desesperanza -pero no del abandono-, mientras contaba billetes, Tilling llamó al dueño. Era un hombre mayor, barbudo, que llevaba un delantal sobre un peto marrón y que, después de vivir y sobrevivir a la época de Ceaucescu, parecía haber encontrado cierto nivel de satisfacción tras aquella expresión de tristeza resignada. El ex policía británico le preguntó si sabía de algún lugar allí cerca donde vivieran niños de la calle. Conocía muchos, respondió, ¿y quién no? Algunos entraban allí, a media tarde, justo antes de cerrar, para apurar restos de comida, o para pedirle el pan duro antes de que lo tirara.

– ¿Alguna vez ha visto a una chica y a un chico que van juntos? -preguntó Tilling-. El tiene unos dieciséis años; ella tiene unos trece, pero probablemente parecen mayores.

En la calle se envejece rápido.

Los ojos del hombre se iluminaron sólo levemente, pero todos se fijaron en ello.

– La chica se llama Simona -dijo Raluca-. Y el chico, Romeo.

– ¿Romeo? -El hombre frunció el ceño.

– Seguro que lo reconocería -se apresuró a añadir Raluca, animada por la visión del dinero-. Tiene la mano izquierda atrofiada, el pelo corto y negro y los ojos grandes.

El hombre parecía cada vez más seguro.

– Esa chica que va con él, ¿tiene el pelo largo? ¿Largo y castaño? ¿Y lleva un chándal de colores, siempre el mismo?

Raluca asintió.

– ¿Tienen un perro? A veces traen el perro, y le encuentro algún hueso.

– ¡Un perro! -Raluca se animó aún más-. ¡Un perro! ¡Sí, tienen un perro!

– Algunos días vienen por aquí.

– ¿Siempre a la hora de cerrar? -preguntó Tilling.

– Depende. -Se encogió de hombros-. A diferentes horas, algunos días. Otros días no los veo. ¡Yo prefiero a los clientes! -Se rio de su propia broma, y luego añadió-. ¡Qué estupidez, ya se me olvidaba! La chica ha estado aquí esta mañana. Me ha pedido un hueso, un hueso especial. Me dijo que se iba y que quería darle un hueso al perro como regalo de despedida.

– ¿Le dijo adónde se iba? -preguntó Tilling, que sentía que el pánico crecía en su interior.

– Sí, creo que de crucero al Caribe -dijo él. Luego volvió a sonreír-. Yo le pregunté, pero no me lo dijo. Sólo dijo que se iba.

– ¿Tiene idea de dónde viven?

Él abrió los brazos y se encogió de hombros.

– Cerca. En algún lugar por aquí, creo. En la calle, bajo la calle, no lo sé.

Tilling miró su reloj. Era poco más de mediodía. Muy pronto Raluca dejaría de funcionar bien si no conseguía su dosis, y la necesitaba para identificar a Simona e -igualmente importante- para hablar con ella. Era más probable que Simona y Romeo creyeran a una amiga suya que a él. Pero si le daba a Raluca el dinero, podía desaparecer, conseguir su dosis y luego dejarse caer en el primer lugar que encontrara.

– Raluca, te llevaré en coche a ver a tu camello, ¿vale? Luego volvemos y vamos a buscarlos.

Raluca vaciló. Luego echó un vistazo a través de la ventana al deprimente paisaje de la calle, cada vez más nevada, y asintió.

Tilling pagó y salieron. Daba la impresión de que la temperatura había bajado aún más en el tiempo que habían pasado allí dentro. No se podía sobrevivir en la calle con aquel clima. Si Simona y Romeo estaban cerca, como sugería el hombre, muy probablemente estarían en el subsuelo, cerca de alguna tubería de calefacción. Pero había cientos de agujeros en las calles que daban a las guaridas subterráneas de los indigentes. Y ya sólo les quedaban unas horas de luz.

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