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Marlene Hartmann caminaba nerviosa, arriba y abajo por su oficina en la planta baja del ala oeste de la Wiston Grange, una de las seis clínicas propiedad de Transplantation-Zentrale en todo el mundo. La mayoría de la clientela que acudía allí al balneario, así como para algún tratamiento quirúrgico o no quirúrgico de rejuvenecimiento, era absolutamente ajena a las actividades que tenían lugar tras las puertas cerradas, tras el cartel que daba paso a aquella ala:


Privado. Prohibido el paso


Desde su ventana había buenas vistas de los Downs, pero cada vez que venía a la clínica solía estar demasiado preocupada como para darse cuenta. Como ese día.

Miró el reloj por décima vez. ¿Dónde estaba Sirius? ¿Por qué tardaban tanto la madre y la hija?

Necesitaba que Lynn Becket acudiera para dar la orden a su banco por fax de que transfirieran la segunda mitad del dinero. Normalmente esperaría a la confirmación de que el dinero estaba en su cuenta en Suiza antes de proceder, pero esta vez iba a correr el riesgo, porque quería salir pitando de allí lo antes posible.

El sol se pondría a las 15.55. El aeropuerto de Shoreham cerraría como mucho a esa hora. Tenía que llegar allí como muy tarde a las tres y media. Cosmescu iría con ella, con los restos de la niña rumana. El equipo que quedaba atrás estaría bien, y cuidaría a la pequeña Caitlin. Aunque la Policía encontrara aquel lugar, para cuando aparecieran la operación ya habría concluido y lo tendrían muy difícil para encontrar pruebas. Puede que no les hiciera gracia, pero no iban a abrir a Caitlin para ver si tenía algún órgano nuevo.

Salió de su despacho y entró en el vestuario, donde se puso ropa de quirófano, botas y guantes de goma. Luego abrió la puerta del quirófano y entró, haciendo un gesto de saludo a Razvan Ionescu, el especialista en trasplantes, de origen rumano, igual que los dos anestesistas y las tres enfermeras.

Simona yacía desnuda e inconsciente sobre la mesa, bajo los brillantes focos de la lámpara quirúrgica de dos brazos. Le habían insertado un tubo de respiración en la garganta, conectado con el ventilador y la máquina de la anestesia. Llevaba una cánula intravenosa en la muñeca, conectada mediante una bomba a un gotero colgado en un soporte junto a la mesa, y que le proporcionaba un suministro constante de Propofol. Otras dos le bombeaban fluidos para mantener los órganos bien perfusionados, para que fueran de máxima calidad.

La moderna pantalla plana de ordenador colgada en la pared daba constantemente la lectura de su tensión arterial, frecuencia cardiaca y nivel de saturación de oxígeno.

Alles ist in Ordnung? -preguntó Marlene Hartmann.

Razvan se quedó mirando sin reaccionar. Había olvidado que no hablaba alemán.

– ¿Está listo? -dijo ella, esta vez en rumano.

– Sí.

Volvió a mirar su reloj.

– ¿Quiere extraer el hígado ya?

A pesar de su experiencia, Razvan contestó:

– Preferiría esperar a sir Roger.

– Me preocupa el tiempo -respondió ella-. Podría empezar con los riñones. Tengo pedidos en Alemania y España.

De pronto su radio emitió un pitido. Ella respondió y se quedó escuchando un momento. Luego dijo:

– Muy bien, super.

La señora Beckett y su hija llegarían dentro de veinte minutos.

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