– Yo, esto… Tengo que estar en un taller a las diez -masculló Luke, que llegó a la cocina dando bandazos como si fuera sonámbulo-. ¿Crees que puedo irme?
– Claro -respondió Lynn a su ojo izquierdo, el único visible-. Ve. Yo te llamaré cuando haya algo.
– Guay.
Se fue.
Lynn subió a toda prisa las escaleras, con la mente puesta en el millón de cosas que tenía que hacer antes de las doce, y sin Luke -bendito fuera- podría pensar más claramente.
Tenía que repasar la lista que le había dado Marlene Hartmann, de Transplantation-Zentrale.
Debía hacer que Caitlin se levantara, ducharla y prepararle la bolsa.
Tenía que preparar también la suya.
Le llevó un rato despertar a Caitlin, que estaba profundamente dormida debido a la medicación que le había dado el doctor Hunter. Le preparó un baño y empezó a hacer las bolsas para las dos.
De pronto sonó el timbre.
Miró el reloj de pulsera, atenazada por el pánico. ¿No estarían ya allí? La mujer alemana había dicho «a mediodía». ¿No? No eran más que las diez. ¿Sería el cartero?
Bajó corriendo las escaleras y abrió la puerta principal.
Se topó con un hombre y una mujer. El hombre tenía unos cuarenta años, con el cabello claro, muy corto, una nariz pequeña algo chata y penetrantes ojos azules. Llevaba un traje azul marino, camisa blanca y una corbata azul, y encima vestía un abrigo. En la mano tenía una pequeña cartera de cuero negro con algo impreso en el interior y su fotografía. La mujer era unos diez años más joven, con el cabello rubio recogido en un moño, y llevaba un traje chaqueta oscuro con una blusa color crema, y la misma cartera negra.
– ¿La señora Lynn Beckett? -preguntó él.
Ella asintió.
– Superintendente Grace y agente Bountwood, del Departamento de Policía de Sussex. ¿Podríamos hablar un momento con usted?
Lynn se los quedó mirando, pasmada. Sintió como si la hubieran tirado a una piscina. El suelo se movía bajo sus pies. Tenía a los policías delante, justo enfrente, tan cerca que casi notaba el calor del aliento del superintendente. Dio un paso atrás, aterrorizada.
– Bueno, esto… En realidad no es un buen momento -respondió, con la voz entrecortada.
Sus palabras parecían incorpóreas, como si fuera otra persona quien las estuviera pronunciando.
– Lo siento, pero necesitamos hablar con usted inmediatamente -insistió el superintendente, dando un paso adelante y poniéndose a una distancia intimidatoria de nuevo.
Ella se quedó mirando a uno y otro alternativamente, sin saber qué hacer. ¿De qué demonios iba aquello? El dinero que había aceptado de Reg Okuma, pensó. ¿La habría denunciado?
Oyó de nuevo su voz incorpórea que respondía mecánicamente:
– Sí, bueno, pasen; por favor, pasen. Hace frío, ¿no? Hace frío pero no llueve. Eso está bien, ¿verdad? Que no llueva. Diciembre suele ser un mes bastante seco.
La joven agente la miró con simpatía y sonrió.
Lynn dio un paso atrás para dejarlos pasar y cerró la puerta tras ellos. El recibidor parecía más pequeño que nunca y se sintió acorralada por los dos policías.
– Señora Beckett -dijo el superintendente-, tiene usted una hija que se llama Caitlin. ¿Es correcto?
Lynn dirigió la vista hacia arriba.
– Sí -dijo, haciendo un esfuerzo para que la palabra superara el nudo que tenía en la garganta.
– Perdóneme si voy directo al grano, señora Beckett, pero por lo que yo sé su hija sufre de un fallo hepático y necesita un trasplante. ¿Es eso cierto?
Por unos momentos no dijo nada, intentando desesperadamente aclarar la mente. ¿Por qué estaban allí? ¿Por qué?
– ¿Les importaría decirme por qué están aquí? ¿De qué va esto? ¿Qué es lo que quieren? -preguntó, temblando.
– Tenemos motivos para creer que usted puede estar intentando comprar un hígado para su hija -dijo Roy Grace.
Hizo una pausa y se miraron el uno al otro un momento. Vio el pánico en sus ojos.
– ¿Es consciente de que en este país eso es un delito, señora Beckett?
Lynn echó una mirada hacia arriba, temiéndose que Caitlin pudiera oírlos; luego hizo pasar a los dos agentes a la cocina y cerró la puerta.
– Lo siento -dijo-. No tengo ni idea de qué me hablan.
– ¿Podemos sentarnos? -propuso Grace.
Lynn se sentó frente a los dos agentes, del otro lado de la mesa. Se planteó ofrecerles un té, pero se lo pensó mejor, ya que quería que se fueran de allí lo antes posible.
Roy Grace se sentó frente a ella, sin quitarse el abrigo, y cruzó los brazos.
– Señora Beckett, durante la última semana ha habido un intercambio de llamadas entre sus líneas de teléfono móvil y fija y una compañía de Múnich llamada Transplantation-Zentrale. ¿Puede decirnos por qué ha hecho esas llamadas?
– ¿Transplantation-Zentrale?
– Es una empresa de venta de órganos. Obtienen órganos humanos para personas que necesitan trasplantes, como su hija.
Lynn se encogió de hombros, a la defensiva.
– Lo siento, nunca he oído hablar de esa gente. Sé que el novio de mi hija se ha enfadado mucho por el trato que han dado a mi hija en el hospital en Londres.
– ¿Enfadado por qué exactamente? -preguntó Grace.
– Por el modo en que gestionan esa maldita lista de trasplantes.
– Parece que usted también está enfadada.
– Creo que usted también estaría enfadado si se tratara de su hija, superintendente Grace.
– Así pues, ¿no se le ha pasado por la mente intentar buscar un hígado en el extranjero?
– No. ¿Por qué?
Grace guardó silencio un momento. Entonces, con la máxima suavidad posible, preguntó:
– ¿Negaría que ha tenido una conversación telefónica con una señora llamada Marlene Hartmann, que es directora ejecutiva de Transplantation-Zentrale, a las nueve y cinco de esta mañana? ¿Hace menos de una hora?
De pronto, a pesar de todos sus esfuerzos por pensar con claridad, sintió que estaba perdida. Temblaba incontroladamente. «¡Mierda, oh mierda, mierda!», pensó. Se lo quedó mirando con los ojos bien abiertos.
– ¿Me han pinchado el teléfono?
En la planta de arriba, oyó el sonido del agua, rebosando de la bañera.
El superintendente metió la mano en el bolsillo del abrigo y sacó un sobre marrón. Lentamente, extrajo de su interior una fotografía y la puso sobre la mesa, para que Lynn la viera. Era una fotografía de una niña apenas adolescente. A pesar de su aspecto desastrado, tenía una cara bonita, con rasgos y complexión de gitana, el pelo castaño y lacio, y llevaba un chaleco guateado azul sobre un viejo chándal de colores.
– Señora Beckett -prosiguió-, supongo que le habrán dicho que el hígado de su hija procede de alguien que ha muerto en un accidente de coche.
Hizo una pausa, mirándola fijamente a los ojos. Ella no dijo nada.
– Bueno -prosiguió-, en realidad, ése no es el caso. Procede de esta niña rumana. Se llama Simona Irimia. Hasta ahora, por lo que sabemos, está viva y sana. La han trasladado ilegalmente a Inglaterra y la matarán para que su hija pueda tener su hígado.
De pronto, Lynn sintió que el mundo se hundía a su alrededor.