– Ya sabes, Jim -dijo Vlad Cosmescu-. El canal de la Mancha es muy grande, ¿no?
Jim Towers, atado de pies a cabeza con cinta americana, hasta la boca, sólo podía comunicarse con su captor por los ojos. Estaba tirado sobre la dura cubierta de fibra de vidrio de la cabina de proa del Scoob-Eee y cubierto por una lona que olía ligeramente a vómito y que le ocultaba de cualquier mirada indiscreta desde el muelle.
Cosmescu, con los pies enfundados en altas botas de goma, dirigió el barco hacia la bocana del puerto de Shoreham y a mar abierto, algo preocupado por la marejada. El viento del norte allí afuera era más fuerte de lo que pensaba y el mar estaba mucho más movido. Se sentó en el asiento de plástico, con las luces de navegación encendidas, asegurándose de dar la imagen -de cara al guardacostas y a cualquier otro que mirara- de un barco de pesca más que saliera a faenar.
Arrugó la nariz al oler el humo del gasoil que el viento empujaba hacia la proa y observó la brújula iluminada oscilando sobre la bitácora. Puso rumbo a 160 grados, trayectoria que consideró que le llevaría al medio del canal, muy lejos de la zona de dragado que había estudiado meticulosamente en el mapa.
Sonó un teléfono móvil, un gorjeo muy apagado. Por un momento, el rumano pensó que procedería de algún lugar bajo la cubierta; luego se dio cuenta de que debía de estar en uno de los bolsillos del detective jubilado. Al cabo de un rato dejó de sonar.
Towers levantó la vista hacia él, con los ojos inertes de un pez varado en la arena.
– Supongo que ahora ya puedes hablar. No hay mucha gente que te pueda oír por aquí -decidió Cosmescu.
Quitó gas, bajó a la cabina y arrancó la cinta americana que le tapaba la boca al viejo.
Towers jadeó, agónico. Era como si le hubieran arrancado la mitad de la cara.
– Oiga -le dijo-, hoy es mi aniversario de boda.
– Tendrías que habérmelo dicho antes. Te habría comprado una tarjeta -respondió Cosmescu, con un tono muy poco jocoso, y enseguida volvió al timón.
– No me ha dado ocasión de avisarle. Mi mujer va a preocuparse. Me esperaba en casa. Habrá contactado con el guardacostas y con la Policía. Debe de haber sido ella la que llamaba.
Como si esperara la señal, el teléfono emitió dos pitidos cortos: un mensaje.
– ¿Tú crees? -dijo Cosmescu alegremente, sin mostrar ni rastro de preocupación ante aquella noticia inesperada. No perdía de vista las luces de un barco de pesca que estaba a cierta distancia, y las de un gran barco muy alejado que se dirigía hacia el este-. ¡En ese caso tendré que ir rápido! Así que dime lo que tengas que decirme.
– Me he equivocado -dijo Towers-. He cometido un error, ¿vale? La he cagado.
– ¿Un error?
Cosmescu hurgó en los bolsillos y sacó un Marlboro Light.
Protegiendo del viento con las manos la llama de su encendedor de oro, lo encendió, aspiró profundamente y luego exhaló el humo hacia el hombre.
Aquel dulce aroma tentó al ex detective.
– ¿Me da uno, por favor?
– Fumar es muy malo para la salud -respondió Cosmescu, sacudiendo la cabeza. Dio otra fuerte calada-. Y en Inglaterra ahora tenéis una ley, ¿no? Está prohibido fumar en el lugar de trabajo. Éste es tu lugar de trabajo.
Le echó una nueva bocanada.
– Señor Baker, seguro que podemos arreglar esto, ya sabe… Puedo compensarle.
– Oh, sí, claro -dijo Cosmescu, agarrando el timón con fuerza mientras el barco saltaba sobre una gran ola-. Estoy de acuerdo con usted.
Echó un vistazo al profundímetro. Veinte metros de agua por debajo. No era suficiente. Siguieron adelante en silencio unos momentos.
– Le pagué veinte mil libras, señor Towers. Pensé que estaba siendo muy generoso. Y que podía ser el inicio de un buen acuerdo comercial entre los dos.
– Sí, fue extremadamente generoso.
– Pero ¿no lo suficiente?
– Sí, suficiente.
– No lo creo. Usted es un marino experimentado, así que conoce estas aguas. ¿Sabe lo que creo, señor Towers? Que me llevó a la zona de dragado deliberadamente. Pensó que allí habría muchas posibilidades de que encontraran los cuerpos.
– ¡No, eso no es cierto!
Cosmescu no le hizo caso y prosiguió:
– Yo soy jugador. Me gusta calcular probabilidades. El canal de la Mancha tiene una extensión de setenta y cinco mil kilómetros cuadrados. Yo le pago para que me lleve a un sitio donde nunca se encuentren esos cuerpos. Me lleva a una zona de dragado de sólo 250 kilómetros cuadrados. Haga las cuentas, señor Towers.
– ¡Tiene que creerme, por favor!
Cosmescu asintió.
– Sí, claro. Yo he hecho las cuentas. La profundidad máxima de una draga es de treinta metros. Sólo con que estuvieran a cuarenta metros de profundidad, nadie los habría encontrado nunca señor Towers. ¿Va a decirme que un marino experimentado como usted no sabía eso? ¿Que en todos esos años que ha gestionado su negocio desde Shoreham nunca vio la zona de dragado marcada en el mapa?
– ¡Cometí un error de navegación, lo juro!
Cosmescu fumó en silencio un rato y luego continuó:
– Mire, señor Towers, yo soy jugador, y creo que usted también lo es. Apostó a la zona de dragado y tuvo suerte. Pensó que si se descubrían los cuerpos, podría hacerme chantaje y pedirme mucho dinero para mantener la boca cerrada.
– Eso no es cierto -se defendió Towers.
– Si tuviera la ocasión de conocerme mejor, señor Towers, sabría que soy un hombre que siempre juega a porcentajes. De este modo no se gana tanto, pero uno se mantiene más tiempo en el juego.
Cosmescu acabó su cigarrillo y tiró la colilla por la borda, observando cómo volaba la punta roja por los aires antes de desaparecer en las negras aguas.
– Estoy seguro de que podemos encontrar una solución, algo que le satisfaga.
Cosmescu observó la brújula. El barco se movía mucho y tuvo que corregir la posición del timón para recuperar la ruta.
– ¿Sabe, señor Towers? Ahora tengo que hacer una apuesta. Si le mato, hay posibilidades de que me cojan. Pero si le dejo vivir, también hay posibilidades de que me cojan. Lamento informarle de que, desde mi punto de vista, estas últimas posibilidades son mucho mayores.
Cosmescu sacó un rollo de cinta americana del bolsillo de su cazadora, junto con la navaja de cachas de hueso que siempre llevaba encima. Nunca le había fallado, pese al paso de los años. Un botón en el lateral liberaba la hoja que, con un giro de muñeca, oscilaba y se bloqueaba en su sitio. Y la experiencia le había demostrado que era lo suficientemente fuerte como para no romperse al topar con hueso humano. La tenía siempre afiladísima y, de hecho, en un viaje en que se había dejado la navaja de afeitar, la había utilizado en su lugar, con un resultado perfecto.
– Por favor… Oiga… Podría…
Pero eso fue todo lo que alcanzó a decir antes de que el rumano volviera a sellarle los labios.
Cuarenta minutos más tarde las luces de la costa de Brighton y Hove aún eran visibles, pero desaparecían de vez en cuando tras las olas, de un negro intenso. Cosmescu liquidó otro cigarrillo, estranguló el motor y apagó las luces de navegación. Tenía unos 45 metros de agua bajo el casco. Era un buen lugar. Aún estaba dolido por la llamada telefónica que había recibido dos noches antes en el casino, cuando su jefa le había dejado bien claro que la había cagado. Tenía razón, la había cagado. Había roto la regla de no involucrar a otros, a menos que sea absolutamente necesario. Debería haberse limitado a alquilar un barco y haber llevado los cuerpos él mismo. Manejar el barco y navegar no tenía ningún misterio: podría hacerlo un niño de cuatro años.
Pero él tenía un buen motivo; o por lo menos en aquel momento le había parecido bueno. Un tipo que alquilaba repetidamente un barco en pleno invierno y que se echaba a la mar solo habría levantado sospechas. Todos los barcos que salían y entraban del puerto llamaban la atención, y las embarcaciones sospechosas podían ser investigadas. Pero el guardacostas no pestañearía siquiera si un pescador del puerto salía y entraba con su barco de alquiler, por muy a menudo que fuera.
Ahora, con las estrellas y los ojos silenciosos del dueño del barco como únicos testigos, soltó y retiró parte de la capota y luego, con ayuda de una linterna, encontró las portas de desagüe. Probó a abrir una, y al momento entró un chorro de agua helada. Bien. Por lo menos, Towers mantenía su barco en buen estado.
Caminó hacia la popa, desenrolló la Zodiac gris que había comprado el día anterior y separó la bombona de oxígeno, el depósito de gasolina y el motor fuera borda Yamaha que había en el interior, junto con un remo.
Diez minutos más tarde, sudando por la fatiga, el rumano ya tenía la Zodiac en el agua, atada al costado del barco, con el motor en marcha al ralentí. Se agitaba tremendamente, pero ya ganaría estabilidad cuando le añadiera el peso de su cuerpo.
La cubierta del barco ya estaba inundada y el agua seguía entrando a ritmo constante de las dos portas de desagüe abiertas. Ya casi llegaba a la barbilla de Jim Towers. Cosmescu se felicitó por haberse traído las botas de agua. Enfocó el haz de luz en la cara de aquel hombre, observando los ojos, que intentaban comunicar con él desesperadamente.
Ahora el agua ya rebasaba la altura de la barbilla de Towers. Cosmescu apagó la linterna y escrutó el horizonte. Salvo por las luces de Brighton y el ocasional brillo de la cresta de alguna ola, la oscuridad era total. Escuchó el embate de las olas contra el casco. Sentía cómo iba hundiéndose el Scoob-Eee en el agua, agitándose cada vez menos a medida que el peso del agua iba aumentando, cada vez más rápido.
Volvió a encender la linterna y vio que Jim Towers intentaba levantar la cabeza desesperadamente por encima del agua, que ya le cubría completamente la boca.
– Yo le aconsejo, señor Towers, que justo antes de que el agua le llegue a la nariz, coja una buena bocanada de aire. Un ser humano puede hacer un montón de cosas en sesenta segundos. Puede que incluso tenga noventa segundos, si está en forma.
Pero para entonces ya no estaba seguro de si el otro hombre podía oírle. Parecía improbable, ya que el agua le cubría el rostro. Y la barca hinchable estaba a la altura de la barandilla.
Era de manual: nunca hay que abandonar un barco hasta que se pueda acceder fácilmente a la barandilla. Noventa segundos más tarde, hizo precisamente eso, soltó la barca hinchable y puso rumbo hacia la oscuridad. Luego esperó, navegando lentamente y en círculos, hasta que la negra silueta desapareció bajo la superficie, emitiendo grandes burbujas, algunas de las cuales sonaban tan fuerte que podía oírlas por encima incluso del ruido del motor fuera borda.
Entonces dio gas y sintió el empuje de la aceleración. La proa de la Zodiac se levantó y golpeó sobre una ola.
Sintió la salpicadura del agua en la cara. La proa se hundió por detrás de la ola y luego golpeó contra otra. El agua, salada y gélida, le bañó por completo. La pequeña embarcación se escoró hacia la izquierda, luego hacia la derecha. Por un momento sintió una punzada de pánico y pensó que no iba a conseguirlo, que iba a volcar. Pero entonces superó la cresta de otra ola y vio que las luces de Brighton, borrosas a través del agua salada que tenía en los ojos, brillaban ya un poquito más. Sólo un poquito más.
El mar se fue calmando progresivamente a medida que se acercaba a la costa. Buscó las luces del muelle y del puerto deportivo, hacia el este. Pasado ese lugar empezaba el camino de ronda. En aquella noche de noviembre, desapacible y gélida, poca gente estaría paseando por allí, si es que había alguien. Ni allí ni en ninguna de las playas.
El que fuera el aniversario de boda de Jim Towers era un problema. Otra cagada potencial. A menos que le hubiera mentido. ¿Y qué pasaría si la mujer del tipo hubiera llamado a la Policía? ¿O al guardacostas? Quizá su desaparición aparecería en algún periódico local. Tendría que estar muy atento y ver qué se publicaba, y luego ya vería.
Veinte minutos más tarde, con la oscura sombra de los acantilados delante y el puerto deportivo a una distancia prudencial a su izquierda, dió el gas al máximo unos segundos y luego estranguló el motor. Desatornilló las dos palometas que mantenían unido el motor de veinticinco caballos al espejo de popa y tiró el motor al mar.
La Zodiac siguió avanzando impulsada por la inercia. Estaba a sotavento de los acantilados y apenas había viento que la frenara. Usando al remo, mantuvo la proa de la barca orientada hacia la costa, oyendo el sonido cada vez más intenso de las olas que rompían en los guijarros, hasta que de pronto cesó.
Una ola rompió contra la popa, dejándole empapado.
Maldiciendo su suerte, saltó y se encontró con que el agua era mucho más profunda y estaba mucho más fría de lo que había calculado. Le llegaba hasta los hombros. Una ola le arrastró hacia atrás y, por un momento, le entró el pánico. Los guijarros cedían bajo sus botas. Se echó hacia delante, decidido, arrastrando la embarcación por el cabo que tenía atado a la proa. Avanzó a duras penas y llegó a los duros guijarros de la playa.
Otra ola rompió sobre la barca y esta vez la proa de la Zodiac le golpeó en la nuca. Volvió a soltar una maldición. Siguió avanzando, tambaleándose, y volvió a caerse hacia delante. Se puso en pie con dificultad, intentando agarrarse en todo lo que encontraba bajo sus pies. Dio varios pasos más hacia delante, hasta que la balsa que arrastraba se convirtió en un peso muerto.
La arrastró por la playa y se quedó escuchando en la oscuridad, mirando a su alrededor. Nada. Nadie. Sólo el romper de las olas y el agua que se filtraba entre los guijarros.
Quitó los tapones de goma de los lados del bote y lentamente lo enrolló, sacando el aire. Luego, con la navaja, cortó la embarcación deshinchada, que era como un odre gigante, en varias tiras, e hizo un lío con ellas.
Caminando pesadamente, empapado de agua, llegó hasta el camino al pie de los acantilados, donde había dejado la furgoneta anteriormente, en el aparcamiento del supermercado ASDA del puerto deportivo, y fue dejando tiras de goma en las diferentes papeleras que se encontró por el camino.
Faltaban unos minutos para la medianoche. Para calmarse, podía concederse una copa y un par de horas de ruleta en el Rendezvous Casino. Pero no hubiera sido una buena idea presentarse con aquel aspecto tan desaliñado.