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Lynn odiaba aquel recorrido incluso en la mejor de las circunstancias, la larga procesión por la A23 a través de la periferia del sur de Londres. Se dirigían al Royal South London Hospital, en Denmark Hill, donde Caitlin debía pasar los cuatro días siguientes bajo observación del equipo de pre-trasplantes.

La última vez que Lynn había hecho aquel viaje había sido en abril, cuando había llevado a Caitlin a Ikea para escoger algunos accesorios para su dormitorio. Por lo menos aquello había sido divertido, si es que puede considerarse divertido batallar con las aglomeraciones de un domingo por la tarde en Ikea.

Pero al final de todo aquel jaleo habían disfrutado de una alegría; de hecho, de una doble alegría en el caso de Lynn, porque Caitlin había hecho algo que muy raramente hacía: no sólo había comido algo a lo que en circunstancias normales le habría hecho ascos por ser «insano», sino que se había dado un atracón.

Había sido al salir de las colas para pagar, tras haber comprado una mesita de noche, una lámpara, una colcha, papel de empapelar y cortinas. Habían ido al restaurante y se habían comido unas albóndigas con patatas y luego un helado. Y no sólo eso, sino que también se habían comprado dos perritos calientes, bañados en mostaza y kétchup, para comérselos en casa de cena, aunque al final habían desaparecido de camino a casa, mucho antes de llegar. Lynn tenía la sospecha de que Caitlin le habría pedido parar en cualquier momento para vomitarlos, pero no: se había quedado ahí sentada, con una mueca de satisfacción, relamiéndose de vez en cuando y proclamando: «¡Ha sido un escándalo! ¡Un verdadero escándalo!».

Era una de las pocas ocasiones de su vida en que Lynn recordaba haber visto que Caitlin disfrutara de la comida, y por un momento albergó la esperanza -que posteriormente abandonaría- de que marcara el inicio de una fase nueva y más positiva de la vida de su hija.

En aquel momento tenían Ikea a su izquierda, una mole iluminada con franjas azules y amarillas cerca de la parte superior. Miró a Caitlin, que estaba en el asiento del acompañante, agazapada sobre su teléfono móvil, concentrada en sus mensajes de texto. Llevaba escribiendo mensajes sin parar una hora, desde que habían salido de Brighton. La luz de los faros en dirección contraria le iluminaba la cara con un blanco resplandor amarillento fantasmagórico.

– ¿Te apetecerían unas albóndigas, cariño?

– Sí, claro -respondió Caitlin con desgana, sin levantar la vista, como si su madre le estuviera ofreciendo veneno.

– Estamos pasando por Ikea; podríamos parar.

Toqueteó el teclado unos momentos y luego dijo:

– A estas horas no estará abierto.

– Sólo son las ocho menos cuarto. Creo que abren hasta las diez.

– ¿Albóndigas? Puaj. ¿Quieres envenenarme, o algo así?

– ¿Te acuerdas de cuando vinimos en abril a buscar cosas para tu habitación? Entonces las comimos y te gustaron mucho.

– He leído cosas sobre las albóndigas en Internet -dijo Caitlin, de pronto más locuaz-. Están llenas de grasa y porquerías. Ya sabes, algunas albóndigas tienen hasta trozos de huesos y pezuñas. Es como algunas hamburguesas: ponen literalmente la vaca entera en una trituradora. Todo, ¿sabes? La cabeza, la piel, los intestinos. Así pueden decir que es ternera cien por cien.

– Las de Ikea no.

– Ya, se me olvidaba que tú comulgas en el altar de Ikea. Como si su comida tuviera la bendición de algún dios nórdico.

Lynn sonrió, alargó una mano y tocó la muñeca de su hija.

– Sería mejor que la comida del hospital.

– Bueno, por eso no te preocupes. No voy a comer «nada» mientras esté en ese lugar de mierda -respondió, sin dejar de teclear-. De todos modos, acabamos de cenar.

– Yo he cenado, cariño. Tú no has tocado la comida.

– Lo que tú digas. -Siguió tecleando-. De hecho, no es cierto. He comido yogur -precisó. Y bostezó.

Lynn detuvo el Peugeot frente a un semáforo, levantó la mano un momento para poner el coche en punto muerto y luego volvió a apoyarla en la muñeca de Caitlin.

– Tienes que comer algo antes de irte a dormir.

– ¿Para qué?

– Para que estés fuerte.

– Estoy fuerte.

Apretó la muñeca de su hija, pero no hubo respuesta. Entonces sacó el mapa del bolsillo de la puerta y lo comprobó un momento. El tubo de escape repiqueteó contra los bajos del coche con la vibración. El semáforo se puso en verde. Volvió a meter el mapa en el bolsillo, cogió el pegajoso pomo del cambio de marchas, metió la primera y soltó el embrague.

– ¿Cómo te encuentras?

– Tengo miedo. Y estoy muy cansada.

Siguiendo el tráfico, volvió a cambiar de marcha, luego puso tercera y apretó la muñeca de Caitlin una vez más.

– Te pondrás bien, cariño. Estás en las mejores manos posibles.

– Luke ha estado mirando en Internet. Me acaba de escribir. Dice que nueve de cada diez personas que esperan un trasplante de hígado en Estados Unidos mueren antes de conseguirlo. Que cada día mueren en el Reino Unido tres personas que esperan un trasplante. Y que en Estados Unidos y Europa hay 140.000 personas que esperan trasplantes.

En su enfado, Lynn perdió de vista las luces de freno de los vehículos de delante y tuvo que dar un pisotón en el freno. Paró en seco para evitar chocar contra una furgoneta. «¡Internet! -pensó-. Me cago en la jodida Internet. Y me cago en ese imbécil de Luke. ¿Es que ese capullo descerebrado no tiene nada mejor que hacer que meterle miedo a mi hija?»

– Luke se equivoca -dijo-. Lo he hablado con el doctor Hunter. No es cierto. Lo que ocurre es que hay gente muy enferma a la que ponen en las listas de espera demasiado tarde. Pero no es tu caso.

Intentó pensar en algo más que decir y que no sonara condescendiente. Pero de pronto tenía la mente en blanco. El especialista les había dicho que «intentaría» ponerla en un puesto prioritario en la lista de espera. Pero con la misma inocencia había admitido que no podía garantizarlo. Y además tenían el problema añadido del grupo sanguíneo de Caitlin.

Siguió conduciendo en silencio, oyendo el constante repiqueteo de las teclas del móvil de Caitlin y el pitido ocasional que indicaba la llegada de algún mensaje.

– ¿Quieres que ponga música, cariño? -dijo por fin.

– No de esa que tienes en el coche, que da asco -protestó Caitlin, pero por lo menos lo dijo de buen humor.

– ¿Por qué no buscas algo en la radio?

– Bueno -Caitlin se echó adelante y encendió la radio. Las Scissor Sisters cantaban: I don't feel like dancin'.

– Ésa soy yo -dijo Caitlin-: hoy no me apetece nada bailar.

Lynn le respondió con una sonrisa irónica. A la luz fugaz de una farola, desde el asiento del acompañante, un fantasma flaco y asustado le devolvió una sonrisa nostálgica.

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