Acababan de dar las siete en Bucarest e Ian Tilling había prometido a su esposa, Cristina, que aquella tarde volvería pronto. Era su décimo aniversario de bodas y como excepción habían reservado una mesa en su restaurante favorito para darse un festín de comida tradicional rumana.
Con el tiempo había acabado gustándole la consistente dieta de su país de adopción, basada en la carne. Todo, menos dos especialidades: los sesos fríos y los tacos de tocino, que a Cristina le encantaban, pero que él era incapaz de tragar, y dudaba que consiguiera hacerlo nunca.
Levantó la vista al inútil reloj colgado del enorme tablón de anuncios en la pared frente a su escritorio: «El tiempo es oro»; eso ponía en la esfera, pero no había números, lo que hacía fácil confundir las horas. Al lado había un abanico abierto que llevaba allí tanto tiempo que no recordaba ya quién lo había colocado en ese lugar, ni por qué. Por debajo, encajado entre varios carteles del Gobierno para los sin techo, había una hoja de papel con su cita preferida, de Mahatma Gandhi: «Primero no te hacen caso, luego te ridiculizan, luego te combaten, luego tú ganas».
Aquello resumía sus diecisiete años en aquella extraña pero bella ciudad, en aquel extraño pero bello país. Estaba ganando. Paso a paso. Pequeñas victorias. Niños, y a veces adultos, rescatados de las calles y alojados allí, en Casa Iona. Antes de irse haría la ronda por los pequeños dormitorios, como cada noche. Tenía pensado llevar consigo las fotografías de los tres adolescentes que Norman Potting le había enviado, para ver si a alguien le despertaba algún recuerdo alguna de las caras. Le había gustado tener noticias de aquel viejo cabrón. Le gustaba participar una vez más en una investigación de la Policía británica. Tanto que estaba decidido a poner todo lo que pudiera de su parte.
En el momento en que se ponía en pie se abrió la puerta y entró Andreea con una sonrisa en la cara.
– ¿Tiene un momento, señor Ian?
– Claro.
– He ido a ver a Ileana, en el Sector Cuatro.
Ileana era una antigua asistente social de Casa Iona que ahora trabajaba en un centro de reubicación llamado Merlin, en aquel sector.
– ¿Y qué te ha dicho?
– Ha accedido a ayudarnos, pero le preocupa que se enteren. Su centro ha recibido instrucciones de no hablar con nadie de fuera, y eso nos incluye también a nosotros.
– ¿Por qué?
– Parece que el Gobierno está molesto por la mala prensa que tienen los orfanatos rumanos en el extranjero. Han prohibido el acceso a los visitantes y todo tipo de fotografías. He tenido que quedar con ella en una cafetería. Pero me ha dicho que una de las chicas de la calle ha oído rumores de que, si tienes suerte, puedes conseguir un trabajo en Inglaterra, y un apartamento. Hay que ir a ver a una mujer muy elegante.
– ¿Podemos hablar con esa chica? ¿Tenemos su nombre?
– Se llama Raluca. Se prostituye en la Gara de Nord. Tiene quince años. No sé si tiene un chulo. Ileana está dispuesta a venir con nosotros. Podríamos ir esta noche.
– Esta noche no. No puedo. ¿Qué tal mañana? -Le preguntaré. Tilling le dio las gracias y luego escribió un mensaje rápido a Norman Potting, para ponerle al día sobre sus progresos. Luego apretó los puños y golpeó la mesa.
«¡Bien! -pensó-. ¡Muy bien!» ¡Volvía a entrar en acción! Le gustaba la vida de policía; formar parte de aquello le hacía sentir estupendamente.