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Tras la autopsia del Varón Desconocido, Roy Grace volvió en coche al cuartel general del DIC. Se pasó todo el viaje hablando por el manos libres con Christine Morgan, la enfermera jefa del Departamento de Donaciones del Royal Sussex County Hospital, informándose todo lo que pudo sobre el proceso de trasplante de órganos humanos, en particular de la gestión de los órganos donados y de los procedimientos de donación.

La llamada terminó en el momento en que entraba en el aparcamiento frente a la Sussex House. Rodeó un cono que marcaba el espacio reservado para los visitantes y ocupó su plaza. Luego apagó el motor y se quedó sentado, absorto en sus pensamientos, preguntándose quién podía ser aquel joven muerto y qué podía haberle sucedido. La lluvia repiqueteaba en el tejado y sobre el parabrisas, cubriéndolo poco a poco y convirtiendo la pared blanca que tenía enfrente en un mosaico brillante pero difuso.

La forense estaba convencida de que los órganos habían sido extraídos mediante una operación quirúrgica profesional. El corazón, los pulmones, los riñones y el hígado del joven habían desaparecido, pero no así el estómago, los intestinos y la vejiga. Por su experiencia con cuerpos de donantes de órganos que habían pasado por el depósito, Cleo le había confirmado que las familias de los donantes a menudo daban el consentimiento para que se extrajeran también esos órganos, pero que solían pedir que el cadáver conservara los ojos y la piel.

La gran incongruencia respecto al Varón Desconocido seguía siendo que hubiera comido sólo unas horas antes. Seis, máximo, según el cálculo de la forense. Christine Morgan le acababa de decir que incluso en caso de muerte repentina de una víctima que estuviera en el Registro Nacional de Donantes de Órganos y que llevara un carné de donante, era muy improbable, casi imposible, que los órganos se extrajeran tan rápidamente. Los familiares tendrían que firmar el papeleo. Tendrían que encontrarse los receptores en las bases de datos. Tendrían que llegar equipos de cirujanos especializados en la extracción de órganos de los diferentes hospitales que fueran a recibir los órganos para los trasplantes. Normalmente, el cuerpo, aunque estuviera en muerte cerebral, se mantendría un tiempo en estado de vida sostenida para que los órganos siguieran recibiendo sangre, oxígeno y nutrientes. Y eso durante muchas horas, a veces días.

No es que fuera absolutamente imposible, según le dijo. Pero ella nunca se había encontrado con un caso en que todo hubiera ido tan rápido, y desde luego el joven no había pasado por su hospital. Roy cogió su bloc azul de tamaño DIN A-4 del asiento del pasajero, lo apoyó contra el volante y escribió: «¿AUSTRIA? ¿país de procedimiento rápido?». ¿Podía ser realmente que el Varón Desconocido fuera un donante de órganos austríaco al que se le hubiera hecho un funeral en alta mar? Austria no tenía salida al mar.

Era tan improbable que, de momento, podía descartar esa posibilidad.

De pronto sintió hambre y echó un vistazo al reloj del coche. Eran las dos y media. Normalmente no tenía mucho apetito tras una autopsia, pero había pasado mucho tiempo desde su bol de copos de avena de primera hora de la mañana.

Levantándose las solapas de la gabardina, cruzó la calle a la carrera, trepó a un murete bajo pero irregular, corrió por el corto sendero enfangado y pasó por el hueco en el seto que solía usar como atajo para llegar al supermercado ASDA que hacía las veces de cantina de la Sussex House.

Diez minutos más tarde estaba sentado a su mesa, desenvolviendo un bocadillo de salmón y pepino de aspecto tan sano que resultaba desalentador. Hacía un tiempo que Cleo había empezado a interrogarle sobre lo que comía cuando estaba solo, conociendo su tendencia a comer comida basura en el trabajo, y que los últimos nueve años había sobrevivido con comidas instantáneas calentadas en el microondas.

Así al menos podría mirarla a la cara por la noche y decirle que había comido un bocadillo «sano». Sólo tendría que omitir convenientemente la Coca-Cola, el KitKat y el donut de caramelo.

Echó un rápido repaso al correo que Eleanor, su ayudante, le había dejado amontonado en la mesa. Encima de todo había una nota escrita a máquina en respuesta a la consulta de matrículas que había hecho al registro informatizado de la Policía Nacional sobre el Mercedes que había visto aquella mañana: GX57 CKL. Estaba registrado a nombre de un tal Joseph Richard Baker, con una dirección que identificó como un alto bloque de apartamentos cerca del mar, tras el hotel Metropole. El nombre le resultaba vagamente familiar, pero no era nada que hiciera saltar las alarmas. El coche no tenía marcas. Había un Joe Baker que había dirigido saunas y centros de masajes por los bajos fondos de Brighton. Supuso que habría salido hasta tarde y que había vuelto a casa en coche.

Se puso a revisar el correo electrónico, y se encontró con un par de mensajes que precisaban de una respuesta urgente; luego pasó a ocuparse de los casos abiertos. Mientras los repasaba, observando los habituales delitos domésticos, atracos, robos, tirones en moto y colisiones en carretera y viendo que no había incidentes graves, dio un mordisco al bocadillo, arrepintiéndose de no haberse decantado por la opción «desayuno completo» de bocadillo de tres pisos con huevo, panceta y salchicha. Luego destapó la Coca-Cola y recordó la promesa que le había hecho el día anterior al periodista del Argus. Echó mano de su Rolodex, lo giró hasta encontrar la ficha del reportero y marcó su teléfono móvil.

Daba la impresión de que Kevin Spinella, que respondió al instante, también estaba almorzando.

– No tengo mucho para ti -le dijo Grace-. No voy a dar una rueda de prensa. Únicamente emitiré un comunicado, así que te daré la exclusiva que te prometí, ¿vale?

– Todo un detalle, superintendente. Se lo agradezco.

– Bueno, creo que ya conoces la mayor parte. La draga, el Arco Dee, extrajo el cuerpo de un varón no identificado (suponemos que tiene menos de veinte años) ayer por la tarde, diez millas al sur del puerto de Shoreham, en una zona designada para el dragado. Esta mañana se ha realizado una autopsia oficial y aún no se ha podido determinar la causa de la muerte.

– ¿Se debe eso a la ausencia de todos los órganos vitales, superintendente?

«¿Cómo coño sabes eso?», pensó Grace, dándose cuenta de que tenía un problema. ¿De dónde sacaba Spinella su información? Algún día encontraría al chivato. ¿Sería alguien de allí mismo, del cuartel general, del juzgado de instrucción, o de alguna de las unidades de calle, o quizá del depósito? Se tomó un tiempo antes de responder, mientras oía el desagradable ruido del periodista, que masticaba.

– Puedo confirmar que el cuerpo ha sufrido una intervención quirúrgica recientemente.

– Un donante de órganos, ¿verdad?

– De momento preferiría que no publicaras eso.

Se produjo un largo silencio.

– Pero ¿tengo razón?

– Tendrás razón si publicas que el cuerpo había sido sometido recientemente a una operación quirúrgica.

Otro silencio.

– Vale -dijo el periodista, de mala gana. Siguió masticando-. ¿Qué me puede decir del cuerpo?

– Calculamos que como mucho habrá estado en el agua unos días.

– ¿Nacionalidad?

– Desconocida. Nuestra prioridad es determinar su identidad. Me sería útil que publicaras que cualquiera que tenga información sobre la desaparición de un adolescente recién operado puede dirigirse a la Policía de Sussex.

– ¿Es de suponer que ha habido juego sucio?

– Es posible que la víctima muriera legalmente y que le organizaran un funeral en alta mar. Y que la corriente lo arrastrara.

– Pero ¿no descartan el juego sucio?

Una vez más Grace dudó antes de responder. Cada conversación que tenía con aquel periodista era como una partida de ajedrez. Si conseguía que Spinella lo explicara como él quería, podría generar una respuesta muy útil por parte del público. Pero si lo publicaba en clave sensacionalista, lo único que haría sería asustar a los ciudadanos de Brighton y Hove.

– Mira -dijo-, si te lo digo, ¿prometes no mencionar nada sobre los órganos, de momento?

Más ruido de masticado en el auricular. Seguido por el sonido de un envoltorio de celofán roto. Por fin:

– Vale. Trato hecho.

– La Policía de Sussex está tratándolo como un caso de posible muerte violenta.

– ¡Genial! Gracias.

– Ahí va algo más para ti, pero no para que lo publiques. Mañana voy a peinar la zona con buzos.

– ¿Me informará de lo que encuentren?

Grace le dijo que sí y pusieron fin a la conversación. Luego se acabó el almuerzo y, casi al instante, con el estómago hinchado, empezó a lamentar haberse comido el donut.

Consultó su agenda electrónica y vio una nota que le recordaba que tenía que enviar una petición a Cellmark Forensic Services, el laboratorio privado de Abingdon que actualmente se ocupaba de los análisis de ADN para el DIC, para el control que realizaba cada seis meses sobre los perfiles de ADN de sus casos abiertos.

Aunque los autores de los crímenes hubieran eludido a la justicia hasta el momento, siempre cabía la posibilidad de que la Policía hubiera tomado muestras de ADN de algún familiar por algún otro delito -incluso por algo relativamente poco importante como una detención por conducir bajo los efectos del alcohol-. Los padres, los hijos y los hermanos podrían aportar una coincidencia suficiente y aunque aquello supusiera un gasto considerable para el presupuesto anual del cuerpo para análisis forenses, ocasionalmente arrojaba resultados positivos que justificaban la inversión. Le envió un correo electrónico a su ayudante con las instrucciones para que mandara la solicitud.

Tal como había pensado muchas veces, el trabajo de investigador era un poco como la pesca. Tirar la caña una y otra vez, y mucha paciencia. Echó un vistazo a la trucha común de tres kilos y trescientos gramos, disecada y montada en una urna de cristal colgada de la pared en su oficina, y a su lado, a una enorme carpa también disecada que Cleo le había regalado hacía poco, con el patético juego de palabras Carpe diem grabado en la placa de latón de la base. Él a veces hacía referencia a la trucha, cuando recibía a investigadores novatos, recién diplomados, y recurría a una broma ya muy gastada sobre la paciencia y el gran pez.

Volvió a concentrarse en el caso del Varón Desconocido e hizo una serie de llamadas telefónicas para congregar a su equipo de investigaciones. Mientras tanto siguió mirando a los malditos pescados, pasando con la mirada de uno al otro y viceversa. Agua. Los peces vivían en el agua. En el mar y en los ríos. Entonces se dio cuenta de por qué seguía mirándolos.

Unos años atrás había aparecido en el Támesis el torso de un chico africano, sin cabeza ni miembros. Grace estaba seguro de recordar, con toda la publicidad que se había hecho del caso, que a aquel chico también le habían extraído los órganos internos. Había resultado ser un oscuro asesinato ritual.

Grace sintió de pronto una ráfaga de adrenalina y se puso a buscar la información del caso en su ordenador. Estaba seguro de que la tenía guardada en algún sitio.

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