El agente Woolf, avergonzado, comunicó por radio, con las orejas gachas, que habían perdido completamente al vehículo Whiskey Siete Nueve Seis Lima Delta Yankee. El Mercedes marrón, con Lynn y Caitlin Becket en su interior, les había dado esquinazo.
«Genial -pensó Grace, sentado en su despacho, rodeado de papeles, en la SR-1-. Eso sí que es fantástico.»
Lo único que podía esperar es que lo detectara alguna cámara RAM.
Estaba sonando un teléfono, sin nadie que lo cogiera. En aquel momento se sentían abrumados con tantas llamadas, debido a la publicidad del caso en los medios, que apenas podían responder a todos. Aun así, había veintidós personas en aquella sala, y sólo una docena de ellas estaban al teléfono; el resto estaban leyendo, o escribiendo.
– ¿Alguien puede responder ese jodido teléfono? -gritó.
Entonces Grace echó un vistazo al informe de la autopsia de Jim Towers, que acababa de aterrizar en su mesa. La causa de la muerte era la asfixia provocada por inhalación de agua. Hipoxia y acidosis, con resultado de paro cardiaco. Repasando las páginas de notas técnicas de Nadiuska De Sancha, se enteró de que el patrón del Scoob-Eee se había ahogado. Todos los órganos internos del capitán estaban intactos.
Aun así, a pesar de las diferencias con los tres adolescentes muertos, el instinto de Grace le decía que aquellas muertes estaban relacionadas. Tendría que decidir si solicitar la recuperación de los restos del Scoob-Eee, ahora convertidos oficialmente en escenario de un crimen. Pero no tenía tiempo de pensar en aquello ahora.
Tecleó un comando en su ordenador para ver una pantalla de rastreo. Momentos más tarde, gracias a las emisiones de los transpondedores que llevaban, tenía las posiciones del helicóptero de la Policía y de los dos coches que seguían al Aston Martin de Sirius. Ahora estaban sólo unos kilómetros al sur de la M25. Por lo menos, con la cantidad de cámaras RAM que había allí, sería fácil seguirle la pista.
Entonces llegó una llamada del Centro de Control. El vehículo Whiskey Siete Nueve Seis Lima Delta Yankee acababa de ser localizado en la A283, al oeste de Brighton.
Dio un respingo y se lanzó hacia el mapa. Pero luego frunció el ceño. Los círculos violetas más próximos a la posición del vehículo eran el Southlands Hospital, en Shoreham, de la red nacional, que ya habían marcado como improbable, y un balneario de salud y belleza, el Wiston Grange, también marcado como improbable. No obstante, lo más significativo era que aquella carretera también llevaba a la rotonda Washington, justo al norte de Worthing, donde el coche de Sirius había tomado la A24.
Volvió a su mesa y llamó a Jason Tingley el inspector de la Unidad de Inteligencia de la División, para preguntarle si por casualidad tenía una unidad de vigilancia en la zona de Washington. Tingley se disculpó y le dijo que no.
Diez minutos más tarde, aún no había noticias del coche.
Aquello quería decir, casi sin duda, que se había equivocado con la dirección. Lo único que podía esperar es que lo viera algún agente de patrulla.
Sonó otro teléfono, y parecía que nadie iba a cogerlo. «¡Que alguien responda, cojones!», pensó.
Por fin alguien lo hizo.
Cada vez tenía los nervios más de punta. Alison Vosper quería un informe actualizado y Kevin Spinella, del Argus, había dejado cuatro mensajes, preguntando cuándo se celebraría la siguiente rueda de prensa.
Cargó un mapa policial de Sussex en la pantalla y se quedó mirándolo, preguntándose desesperadamente qué se le estaría escapando.
Entonces, de pronto, el oteador del helicóptero le llamó por radio para darle información actualizada. El Aston Martin estaba parando en una gasolinera.
Grace le dio las gracias. Unos segundos más tarde llamó una de las unidades camufladas, informando de que habían parado en un surtidor contiguo y que esperaban instrucciones.
– No os despeguéis de él -respondió Grace-. No hagáis nada. Poned gasolina también vosotros, o fingid que la ponéis.
– Pegarnos a él, sí, sí. -La radio crepitó-. Señor, el Objetivo Uno sale del vehículo. Sólo que, señor, no es él, sino «ella».
– ¿Qué?
– Es una mujer, señor. Melena larga y oscura. Metro setenta y cinco. Poco menos de treinta años.
– ¿Estás seguro? -insistió Grace.
– Ummm… Es una mujer, señor. Sí, sí.
Grace, de pronto, sintió como si le hubieran desconectado una clavija por dentro.
– ¿Una mujer con melena larga de color castaño? Pero… ¿Tenía el pelo gris hace media hora?
– Ya no, señor.
– ¡Te estás quedando conmigo!
– Me temo que no, señor.
– Quedaos con ella -ordenó Grace-. Quiero saber adónde va.
A continuación, dio instrucciones al helicóptero de que se dirigiera a la rotonda Washington y buscara al Mercedes. Dio un sorbo a su café, que estaba helado, y cerró los ojos unos momentos, dándose golpecitos con el puño en la barbilla, concentrado en sus pensamientos.
¿Estaría la mujer del Aston dando un inocente paseo, o sería un montaje? ¿Habría cometido un error el sargento Tanner, a pesar de ser un experimentado agente de vigilancia? La diferencia en el color del cabello era muy grande como para equivocarse. Probablemente el coche tendría los cristales tintados, pero la ley prohibía los parabrisas oscuros.
Unos momentos más tarde su radio emitió un pitido y recibió la respuesta que buscaba.
Era el agente de vigilancia de la gasolinera.
– Señor, acabo de echar un vistazo dentro del coche mientras iba a pagar. Hay una peluca de pelo corto gris sobre el asiento del acompañante.
Grace le dio las gracias y le ordenó que no dejara de seguirla. Luego puso fin a la llamada.
«Mierda -pensó-. Mierda, mierda, mierda.»
Inmediatamente llamó por radio a Paul Tanner.
El experto en vigilancia rural le informó de que él y su colega habían mantenido el puesto treinta minutos tras la salida del Aston Martin, como les había ordenado, pero que ahora se dirigían al centro de Brighton, ya que habían recibido una llamada urgente para realizar una operación de vigilancia para un caso de drogas.
Grace le dio las gracias. Luego se giró hacia Guy Batchelor y le pidió que llamara a la casa de Sirius, para ver si el hombre estaba allí.
Dos minutos más tarde, el sargento le informó de que Sirius había salido hacía un rato.
Grace escuchó con desaliento. No se podía creer que se hubiera dejado engañar de aquella manera tan tonta. No era lo que su equipo esperaba de él. Ni lo que él esperaba de sí mismo.
Debería de haber detenido a Lynn Beckett antes, cuando había tenido ocasión. Por lo menos así habría contenido todo aquello. Sólo que, por supuesto, aquello hubiera provocado que se extendiera el pánico y con toda probabilidad habría tirado por la borda cualquier posibilidad de pillar a los culpables con las manos en la masa. ¡Dios, mirando hacia atrás todo parecía tan fácil!
«Piensa -se dijo-. Piensa, tío, piensa, piensa, piensa.»
Otro teléfono sonaba sin encontrar quien lo respondiera. No conseguía concentrarse con aquel ruido incesante. Una luz parpadeaba en el panel del teléfono que tenía delante.
– Sala de reuniones -dijo.
Al otro lado de la línea había una mujer de voz nerviosa. Tendría treinta o cuarenta años.
– ¿Puedo hablar con alguien que se ocupe del caso de los tres cuerpos que… que se encontraron en el canal, por favor? ¿Es la Operación Neptuno? ¿Es eso?
Daba la impresión de que no iba a ser más que una pérdida de tiempo, pero nunca se sabe. El tenía por norma ser siempre educado y escuchar atentamente.
– Está hablando con el superintendente Grace -dijo- Soy el oficial a cargo de la investigación de la Operación Neptuno.
– ¡Ah! -dijo ella-. Muy bien. Mire, siento molestarle, pero… estoy preocupada. No debería estar haciendo esta llamada, ¿sabe? Me he escapado en la pausa.
– Muy bien -dijo él, cogiendo la pluma y abriendo su cuaderno por una página en blanco-. ¿Puede darme su nombre y su número de contacto?
– Vi… Vi en un anuncio de Crimestoppers que… podía mantener el anonimato.
– Sí, claro, si así lo prefiere. Así pues, ¿cómo cree que puede ayudarnos?
– Bueno -dijo, aún más nerviosa-, puede que no sea nada, claro. Pero he leído, ya sabe, y he visto en las noticias la… hipótesis de que esos pobres chicos hubieran sido traídos al país para quitarles los órganos. Bueno, el caso es, verá…
Se quedó callada.
Grace esperó que prosiguiera. Por fin, impaciente, la apremió:
– ¿Sí?
– Bueno, verá, yo trabajo en el departamento de ventas de un mayorista farmacéutico. Hace bastante tiempo que hemos estado distribuyendo dos fármacos en particular, entre otros, a una clínica de cirugía cosmética en el oeste del condado. El caso es que no entiendo por qué iba a necesitar esa clínica esos fármacos en particular.
El interés de Grace iba en aumento.
– ¿Qué tipo de fármacos? -Bueno, uno se llama Tacrolimus -dijo ella. Se lo deletreó y él tomó nota-. El otro es la ciclosporina. -Grace también apuntó el nombre-. Estos fármacos son inmunosupresores.
– ¿Y eso qué significa exactamente?
– Los inmunosupresores se usan para evitar el rechazo de órganos trasplantados por parte del cuerpo humano.
– ¿Me está diciendo que no tienen ninguna aplicación en la cirugía cosmética?
– La única aplicación podría ser para injertos de piel, para evitar el rechazo, pero dudo mucho que los usaran en la cantidad que les hemos estado dispensando los últimos dos años si fuera sólo para injertos de piel. Sé bastante de eso, ¿sabe? Trabajé en una unidad de quemados, en el hospital de East Grinstead -explicó, con cierto orgullo y aparentemente menos nerviosa-. Hay otro fármaco que también hemos distribuido a esta clínica, que creo que podría ser relevante.
– ¿Cuál?
– La prednisolona. -Éste también lo deletreó-. Es un esteroide. Puede tener muchas aplicaciones, pero se usa especialmente en trasplantes de hígado.
– ¿Trasplantes de hígado?
– Sí.
De pronto, Roy Grace sintió una oleada de adrenalina.
– ¿Cómo se llama esa clínica?
Tras un momento de vacilación, la mujer bajó la voz, de nuevo nerviosa. Casi en un susurro, dijo:
– Wiston Grange.