28

El bebé llevaba callado varias horas y ahora era Simona la que lloraba. Se quedó hecha un ovillo, apretando a Gogu contra su cara, junto a la tubería de calefacción. Sollozó, durmió un poco, se despertó y volvió a sollozar.

Todos los demás, salvo Valeria y el bebé, estaban fuera. En el viejo radiocasete, Tracy Chapman cantaba Fast Car. Ponía mucho Tracy Chapman; al bebé parecía gustarle y se quedaba tranquilo, como si sus canciones fueran nanas. Ahí fuera, en la carretera que tenían encima, hacía frío y llovía. Estaba a punto de caer aguanieve y una ráfaga helada entró en el refugio. Las llamas de las velas, pegadas a estalagmitas de cera fundida sobre el suelo de cemento, se agitaban, haciendo temblar las sombras.

No tenían electricidad, así que la única luz de la que disponían era la de las velas, y las usaban con mesura. A veces las compraban con el dinero que conseguían vendiendo cosas robadas, o con la calderilla de los monederos o bolsos que tironeaban, pero la mayoría de las veces se las llevaban de las tiendas.

En casos de desesperación -aunque a Simona aquello no le gustaba nada- robaban velas de las iglesias ortodoxas. En colaboración con Romeo, tras distraer a los mirones, podían llenarse los bolsillos con las finas velas marrones, las de las ofrendas que la gente encendía por sus seres queridos y que colocaban en grandes cajas metálicas abiertas por delante: una caja para los vivos y otra para los muertos.

Pero a ella siempre le había dado miedo que Dios la castigara por aquello. Y mientras yacía allí, llorando, se preguntaba si lo que le había pasado aquella noche sería un castigo de Dios.

Nunca había ido a la iglesia, y nadie le había enseñado a rezar, pero el cuidador del orfanato en que había estado le había hablado de Dios, le había dicho que él la veía siempre y que la castigaría por todas las cosas malas que hiciera.

Más allá del resplandor amarillo de las llamas, donde las sombras se mantenían inmóviles, la oscuridad se extendía a lo lejos, hasta el final del túnel que albergaba la tubería, en el punto en que ésta salía al exterior y atravesaba el barrio de Crânqsi. Allí había comunidades enteras de vagabundos -ella lo había visto- que vivían en poblados inmundos, en barracas improvisadas contra la tubería. Simona había vivido en una durante un tiempo, pero era un lugar pequeño y lleno de gente, y cuando llovía el techo tenía goteras.

Ella prefería estar aquí. Había más sitio y estaba seco. Aunque nunca le había gustado estar sola del todo: siempre había tenido miedo de la oscuridad más allá de las velas, y de los ratones, las ratas y las arañas que ocultaba. Y algo peor, mucho peor. Romeo solía salir a explorar la oscuridad, pero nunca encontraba nada más que esqueletos de roedores y, en una ocasión, una cesta rota de supermercado. Hasta que un día Valeria había traído a un hombre. Ella se traía hombres de vez en cuando, y follaban sin ocultarse ni reprimir los ruidos, sin importarles quién lo viera. Pero aquel hombre en particular les dio a todos mala espina. Llevaba una cola de caballo, una cruz plateada colgando del cuello y una Biblia. Le dijo que no quería acostarse con ella. Sólo quería hablarles a todos sobre Dios y sobre el diablo. Les dijo que el diablo vivía en la oscuridad, más allá de las velas, porque, al igual que ellos, el diablo necesitaba el calor de las tuberías.

Y les dijo que el diablo los veía a todos y que estaban condenados por sus pecados, y que deberían tener cuidado cuando durmieran por si salía arrastrándose de la oscuridad en busca de uno de ellos.

– Valeria, ¿me está castigando Dios? -dijo Simona, de pronto.

La otra dejó al bebé dormido sobre una camita hecha con una chaqueta guateada, y se acercó a Simona, agachándose para evitar golpearse la cabeza con los remaches que sobresalían de los travesaños que sujetaban la carretera. Llevaba la misma ropa que siempre, su anorak verde esmeralda sobre aquel chándal de vistosos colores, con su melena castaña y lacia que colgaba a ambos lados de su rostro circunspecto como unas cortinas. Rodeó a Simona con un brazo.

– No, eso no era un castigo de Dios. No era más que una mala persona, sólo una mala persona. Nada más.

– No quiero seguir con esta vida. Quiero irme de aquí.

– ¿Y adónde quieres ir? -le preguntó.

Simona se encogió de hombros en un gesto de impotencia, y empezó a sollozar de nuevo.

– Yo quiero ir a Inglaterra -declaró Valeria, con una sonrisa nostálgica y la cara de pronto se le iluminó. Asintió-. Inglaterra. Ahora estamos en la Unión Europea. Podemos ir.

Simona siguió llorando unos minutos; luego paró.

– ¿Qué es la Unión Europea?

– Es una cosa. Quiere decir que los rumanos podemos ir a Inglaterra.

– ¿Se vivirá mejor en Inglaterra?

– Yo conocía hace tiempo a unas chicas que iban a ir. Habían conseguido trabajo como bailarinas de striptease. Mucho dinero. A lo mejor tú y yo podríamos ser bailarinas de striptease.

Simona se sorbió la nariz.

– Yo no sé bailar.

– Creo que hay otros trabajos. Ya sabes, en bares, restaurantes. Quizás incluso en una panadería.

– Me gustaría mucho ir -decidió Simona-. Querría irme ahora mismo. ¿Vendrás conmigo? A lo mejor tú y yo, y Romeo…, y el bebé, claro.

– Hay gente que sabe. He encontrado a alguien que puede ayudarnos. ¿Tú crees que Romeo también querrá venir?

Ella se encogió de hombros. Entonces, a sus espaldas, se oyó la voz de Romeo.

– ¡Eh! ¡Ya estoy aquí, y tengo algo!

Saltó varios escalones de golpe y se dirigió hacia ellas, empapado y jadeando, con la capucha sobre la cabeza.

– He tenido que correr -dijo-. Mucho. En varios sitios me controlaban. Ya nos conocen, ¿sabes? He tenido que ir muy lejos. ¡Pero lo he conseguido!

Sus enormes ojos, como platos, brillaban de alegría. Metió la mano en el interior de la chaqueta y sacó la bolsa de plástico rosa.

Se detuvo y tosió con fuerza unos momentos; luego sacó una pequeña botella de plástico llena de pintura metálica y giró el tapón para romper el precinto.

Simona lo miró, ajena de pronto a todo lo demás.

El vertió una pequeña cantidad de la pintura en la bolsa y luego, sosteniéndola por el cuello, se la pasó, asegurándose de que la tuviera bien agarrada antes de soltarla.

Ella se llevó la bolsa a la boca, sopló en su interior, como si hinchara un globo, y luego inhaló intensamente. Exhaló y volvió a inhalar. Y una tercera vez. Al momento se le relajó el rostro y mostró una sonrisa distante. Puso los ojos en blanco y luego bajó la vista al suelo, con la mirada vidriosa.

Por un momento, el dolor desapareció.


El Mercedes negro avanzó lentamente por la carretera. Las ruedas dejaban surcos entre el agua de la lluvia; los limpiaparabrisas emitían su golpeteo regular. Pasó junto a un pequeño supermercado decadente, una cafetería, una carnicería, una iglesia ortodoxa cubierta de andamios, un túnel de lavado de coches donde tres hombres lavaban una furgoneta blanca, y un grupo de perros con el pelo enmarañado por el viento.

Había dos personas en los asientos traseros del coche, un hombre de aspecto pulcro y casi cuarenta años con un abrigo negro sobre un suéter gris de cuello alto, y una mujer, algo más joven, guapa y de aspecto franco, con una melena de cabello claro, una chaqueta de cuero con el cuello de borreguillo y un suéter ancho debajo, vaqueros ajustados y botas de ante negras, y mucha bisutería. Parecía una estrella del rock de segunda fila, o una actriz de serie B venida a menos.

El conductor se paró frente a un decrépito bloque de pisos con ropa tendida en la mitad de las ventanas y una docena de parabólicas fijadas a las paredes desnudas, y apagó el motor. Luego señaló a través del parabrisas a un agujero irregular entre la carretera y el suelo.

– Allí -dijo-. Ahí es donde vive.

– Así que es probable que haya varios de ellos ahí dentro -supuso el hombre de detrás.

– Sí, pero cuidado con la que les he dicho -les avisó el conductor-. Es una luchadora.

Con los limpiaparabrisas parados, el goteo constante de la lluvia hacía que el parabrisas pareciera opaco. Los peatones se convertían en formas borrosas. Eso estaba bien. Eso, junto con los vidrios tintados, haría que resultara aún más difícil que los vieran. Los coches de aquel barrio eran tartanas desvencijadas. Cualquiera que pasara por allí se fijaría en el reluciente Mercedes Clase S, y se preguntaría qué estaba haciendo allí y quién viajaba dentro.

– Muy bien -dijo la mujer-. Vamos.

El coche se puso en marcha.

Por debajo del asfalto de la calzada, el bebé dormía. Valeria leía un periódico de unos días antes. Tracy Chapman volvía a cantar Fast Car. Romeo tenía la boca de la bolsa de plástico pegada a la suya, exhalando e inhalando.

Simona estaba estirada en su colchón, ahora ya más tranquila, con la cabeza llena de sueños sobre Inglaterra. Veía una torre alta con un reloj al que llamaban Big Ben. Ponía cubitos de hielo en un vaso y luego echaba whisky. Las luces pasaban ante sus ojos. Las luces de la ciudad. La gente de la ciudad sonreía. Oía risas. Estaba en una sala enorme con pinturas y estatuas. Allí no llegaba el agua. No sentía dolor en el cuerpo ni en el corazón.

Cuando se despertó, mucho más tarde, estaba decidida.

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