En la sala sólo había dos cosas que leer. Un cartel, sobre una puerta verde con un ventanuco, prohibía el uso de teléfonos móviles en la zona de custodia. El otro decía que todos los detenidos serán sometidos a un estricto registro por parte del agente de custodia:
Si tiene algún artículo prohibido
encima o en sus propiedades,
dígaselo a su agente de custodia
o al agente que lo ha detenido.
Lynn había leído ambos una docena de veces. Llevaba más de una hora en aquella lúgubre sala de paredes blancas y suelo marrón, sentada en un banco que parecía de piedra, sin ingerir nada más que dos paquetitos de azúcar que le habían dado.
Nunca se había sentido tan mal en su vida. Ni siquiera el dolor de su divorcio se acercaba a lo que estaba experimentando ahora, mental y emocionalmente.
Cada pocos minutos, el joven agente que la había acompañado desde Wiston Grange, le echaba un vistazo y esbozaba una sonrisa de impotencia. No tenían nada que decirse el uno al otro. Ella le había dicho lo que quería una y otra vez, y él la entendía, pero no podía hacer nada.
De pronto el teléfono del policía sonó. Respondió y, al cabo de unos segundos en que sólo emitió respuestas monosilábicas, se apartó el teléfono del oído y se giró hacia Lynn.
– Es el sargento Branson. Estaba con usted antes, en Wiston. ¿Verdad?
Ella asintió.
– Está con su ex marido en su casa. No hay rastro de su hija.
– ¿Dónde está? -dijo Lynn, sin fuerzas-. ¿Dónde?
El agente la miró, impotente.
– ¿Puedo hablar con Mal, mi ex?
– Lo siento, señora, no puedo dejarle hacer eso -se disculpó. De pronto se acercó el teléfono al oído y levantó un dedo. Girándose de nuevo hacia Lynn, dijo-: Están hablando por teléfono con Streamline Taxis.
Escuchó unos momentos y luego dijo, al teléfono:
– Se lo comunicaré, señor, si espera un momento.
Volvió a girarse hacia Lynn.
– Han contactado con el conductor que recogió a una señorita de las características de su hija en Wiston Grange hace unas dos horas. Ha dicho que le preocupaba su estado de salud y que quería llevarla a un hospital, pero que ella se ha negado. La ha dejado en una granja en Woodmancote, cerca de Henfield.
– ¿Cuál es la dirección? -preguntó Lynn, frunciendo el ceño.
– Según parece era sólo un camino. Allí es donde insistió en que la dejara.
Entonces se le encendió la bombilla.
– ¡Oh, Dios mío! -dijo-. Ya sé dónde está. Sé exactamente dónde está. Por favor, dígale a Mal… Él lo entenderá -añadió con la voz entrecortada por el llanto apenas reprimido-. Dígale que ha ido a «casa».