19

El hombre subió la escalera de caracol y se detuvo en lo alto un momento, comprobando que tenía el recibo del aparcacoches y el del guardarropía bien guardados en su cartera de piel de cocodrilo.

Entonces examinó el rico panorama del Rendezvous Casino a fondo y sin prisas, observándolo como un policía podría examinar una habitación.

No habría cumplido los cincuenta años y era alto. Tenía el cuerpo fibroso de quien hace deporte, el rostro curtido y el pelo, negrísimo y fino, peinado hacia atrás. A la tenue luz de las bombillas parecía atractivo, pero a la luz del día sus facciones eran más duras. Llevaba una chaqueta negra de cachemira sobre una camisa de cuadros escoceses abierta, con una gruesa cadena sobre el cuello, vaqueros caros, botas de piel de serpiente y tacón cubano y, pese a estar dentro del edificio y a que eran casi las diez de la noche, gafas de sol de aviador. En una muñeca lucía una gruesa pulsera de eslabones de oro y en la otra un gran reloj Panerai Luminor. Aunque, como siempre, tenía el aspecto de no encajar allí, era uno de los jugadores habituales que más gastaba en el casino.

Mientras mascaba chicle, observó las cuatro mesas de ruleta, las de blackjack, las de póker de tres cartas y las máquinas tragaperras, escrutando cada rostro con los ojos, ocultos tras aquellas gafas, y luego se fijó en el restaurante, en el extremo, donde también estudió a cada uno de los comensales, hasta quedar satisfecho.

Por último se dirigió sin prisas hacia la mesa que le gustaba, la de siempre, su «mesa de la suerte».

Ya había cuatro personas jugando, y daba la impresión de que llevaban allí un buen rato. Una de ellas era una mujer china de mediana edad que también era habitual del casino; con ella había una pareja joven vestida para una fiesta de la que debían venir o a la que iban a ir, y un hombre robusto con barba vestido con un suéter grueso, que daba la impresión de que estaría más a gusto en una conferencia sobre geología.

La rueda daba vueltas lentamente, con la bola girando por el borde. El hombre alto colocó 10.000 libras en fajos de billetes de 50 sobre el fieltro verde de la mesa, con la mirada fija en el crupier, que asintió y luego dijo:

– No va más.

La bola cayó desde el borde, rebotó y chocó con los resaltes y luego se calló, acomodada en su sitio. Todo el mundo, salvo el hombre alto, estiró el cuello para ver mejor, mientras la ruleta iba deteniéndose. Inmutable, el crupier anunció:

– Diecisiete. Negro.

El número apareció en la pantalla electrónica tras la ruleta. La mujer china, que había cubierto la mayor parte de la mesa con fichas, salvo el 17 y sus vecinos inmediatos, soltó un exabrupto. La joven, algo borracha, que casi iba perdiendo su vestido negro, dio un saltito de alegría. El crupier apartó las fichas no premiadas y luego puso el premio correspondiente encima de las ganadoras, empezando por las mayores cantidades. El hombre alto no apartaba la vista de su montón de billetes.

Entonces el crupier cogió el montón y contó el efectivo con manos expertas. Casi no le hacía falta, ya que lo había hecho innumerables veces antes y sabía exactamente cuánto habría.

– Diez mil libras -dijo con voz clara, para que llegara a oídos del jugador y del sistema de grabación de voces.

La mujer china, que tendría unos cincuenta años, miró al hombre con respeto. Era mucho dinero para aquel casino. El crupier apiló sus fichas. Él las cogió y empezó a jugar inmediatamente, cubriendo enseguida los doce números del tercio y poniendo alguna otra en impares, aunque la mayoría las puso en los seis últimos números ganadores, que aparecían en el panel electrónico, junto a la ruleta. Cubrió los números con apuestas a caballo y en cuadros. En un momento sus fichas invadieron una gran superficie de la mesa, como banderitas sobre un mapa que indicaran el territorio conquistado. Cuando el crupier hizo girar la ruleta -tenía órdenes de hacerla girar cada noventa segundos- los otros se apresuraron a poner sus apuestas respectivas, estirándose sobre la mesa, apilando sus fichas sobre las de los otros jugadores. El crupier le dio un ligero impulso a la ruleta y lanzó la bola.

En la planta inferior, el operador de la sala del circuito cerrado de televisión emitió un informe breve y claro destinado al auricular de Campbell Macaulay:

– Ha llegado Clint.

– ¿Donde siempre? -murmuró el director del casino, sin mover apenas los labios.

– Mesa cuatro.

Los casinos habían sido el universo de Campbell Macaulay toda su vida. Había empezado desde abajo, siendo crupier, luego jefe de sala y encargado, hasta llegar a dirigirlos. Le encantaba el horario, el ambiente, la calma y la energía que coexistían en el interior de cualquier casino, y también le gustaba el negocio. Los jugadores podían ganar una gran cantidad ocasionalmente, al igual que podían perderla, pero a largo plazo el modelo de negocio era muy estable.

En realidad sólo había dos cosas que no le gustaban de su trabajo. La primera era tener que enfrentarse con algún jugador compulsivo ocasional que acabara arruinándose en su casino -o en el de otros-. A la larga, aquello no le hacía ningún bien al sector. Del mismo modo que no le gustaba cuando le despertaban a medianoche en sus días de fiesta para decirle que un jugador de pequeñas cantidades, o un perfecto extraño, acababa de poner una enorme apuesta -quizá de 60.000 libras- sobre una mesa, porque era el típico indicador de una estafa. Cualquiera que fuera sospechoso era sometido a observación.

Un buen jugador que entendiera perfectamente el juego podría reducir en gran medida sus pérdidas. En el blackjack y en los dados, los jugadores que sabían lo que hacían podían llegar bastante cerca del equilibrio entre ganancias y pérdidas. Pero la mayoría no tenía los conocimientos o la paciencia necesaria, lo que hacía que el margen de beneficios del casino aumentara, y que el bajo porcentaje correspondiente a su «ventaja» en la mayoría de los juegos de apuestas aumentara hasta una media del 20 por ciento de la cantidad jugada.

Perfectamente peinado y vestido, como cada día y cada noche, con un discreto traje oscuro, una camisa inmaculada, una elegante corbata de seda y unos brillantes zapatos Oxford, Macaulay pasó casi desapercibido por la sala de poker del casino. Aquella noche estaba muy animada, con uno de los torneos que celebraban periódicamente. Cinco mesas, con diez jugadores en cada una, junto a la sala principal. Los jugadores eran un puñado de tipos desaliñados vestidos con sudaderas, vaqueros, gorras de béisbol y deportivas. Pero todos ellos eran vecinos de la ciudad y pagaban su buena entrada.

Al inicio de su carrera, veintisiete años antes, la mayoría de los casinos imponían un estricto código de vestuario y él lamentaba la falta de elegancia que veía. Pero para atraer a los clientes entendía la necesidad de moverse con los tiempos. Si el Rendezvous no quería a estos jugadores empedernidos, muchos otros casinos de la ciudad les abrirían sus puertas.

Dio un breve paseo por la cocina, ajetreada y reluciente. Saludó con un gesto de la cabeza al cocinero jefe y a alguno de sus subalternos, vio que salía una bandeja de cócteles de gambas y raciones de salmón ahumado en dirección al comedor, y luego se encaminó hacia la gran sala de la planta baja.

Se estaba llenando bastante. Paseó la vista por las máquinas tragaperras; parecía que unos dos tercios estaban ocupadas. Todas las mesas de blackjack, las mesas de póker de tres cartas, las ruletas y la mesa de dados estaban funcionando. Bien. Muchas veces la cosa decaía en el periodo prenavideño, pero el local iba funcionando a buen ritmo, y las ganancias del día anterior habían alcanzado casi el 10 por ciento del total de la semana anterior.

Atravesó la sala, pasando por todas las mesas y asegurándose de que todos los crupieres y jefes de sala lo veían, y luego tomó las escaleras mecánicas a la sala de juego principal. Nada más llegar, vio a Clint, de pie como un centinela en su mesa de siempre.

Clint acudía al menos tres noches por semana: llegaba hacia las diez y se iba entre las dos y las cuatro de la mañana. Le habían puesto aquel apodo porque la ayudante de Macaulay, Jacqueline, había dicho un día que le recordaba a Clint Eastwood.

Antes de que prohibieran fumar, Clint llevaba siempre un purito colgando de los labios, como el actor en sus primeros westerns. Ahora mascaba chicle. A veces venía solo; otras veces acompañado de una mujer -raramente la misma, pero todas parecían hechas con el mismo molde-. Esta noche estaba solo. Dos noches antes había venido acompañado de una belleza alta y joven, de cabello color azabache, con minifalda y botas de cuero hasta los muslos, cubierta de bisutería. Daba la impresión -como ocurría con las otras- de que cobraba por horas.

Clint siempre llegaba en un deportivo Mercedes SL500 AMG negro, le daba al aparcacoches una propina de diez libras al llegar y lo mismo al marcharse, independientemente de si había ganado o perdido. Y lo mismo le daba a la chica del guardarropía, tanto a la llegada como cuando se iba.

Nunca emitía más que algún gruñido o un monosílabo, y siempre aparecía con la misma cantidad de dinero exactamente, y en efectivo. Compraba sus fichas en la mesa y luego, al final de la noche, las cambiaba en la caja de la planta de abajo.

Aunque compraba 10.000 libras en fichas, sólo solía apostar unas 2.000, pero aun así aquello era diez veces lo que apostaba el jugador medio. Entendía el juego y siempre apostaba fuerte, pero con prudencia, en permutaciones que podían darle sólo pequeñas ganancias, pero que tampoco podían causarle grandes pérdidas. Algunas noches ganaba, otras perdía. Según el ordenador del casino, cada mes perdía una media de un 10 por ciento de lo apostado. Así pues, 600 libras a la semana, 30.000 al año.

Y aquello le convertía en un muy buen cliente, claro.

Pero Campbell Macaulay tenía curiosidad. Cuando disponía de tiempo, le gustaba observar a Clint desde la sala de circuito cerrado. Aquel hombre tramaba algo. No parecía que tramara algún chanchullo: si aquélla fuera su intención, Campbell suponía que ya lo habría hecho hacía tiempo. Y la mayoría de los chanchullos se producían en las mesas de blackjack, que, por su dilatada experiencia, siempre eran más vulnerables a fraudes con los contadores de cartas y a sobornos a los crupieres.

Lo más probable era que Clint estuviera blanqueando dinero. Y si se dedicaba a eso, no era problema suyo. Ni quería arriesgarse a perder un buen cliente.

Tradicionalmente, los casinos trabajaban con dinero en efectivo. Y a los gestores de los casinos no les gustaba importunar a sus clientes preguntándoles por la procedencia de su dinero.

No obstante, una vez sí que le había mencionado su nombre al jefe de Licencias de Juego de la Policía local, el sargento Wauchope. Lo había hecho sobre todo para cubrirse las espaldas, en caso de que Clint estuviera tramando algo ilegal que él no hubiera visto, no por conciencia cívica. Su lealtad era -y siempre lo había sido- en primer lugar para la compañía del casino, Harrahs, el gigante de Las Vegas, que siempre le había cuidado bien.

El nombre que daba Clint al registrarse era Joe Baker, así que Campbell Macaulay no se llevó una sorpresa cuando el oficial de Licencias de Juego, devolviéndole el favor, le había dado la información privilegiada de que el nombre al que estaba registrado el Mercedes, el de Joseph Richard Baker, era un alias usado por un tal Vlad Cosmescu.

Aquel nombre no significaba nada para Campbell Macaulay. Pero durante un tiempo considerable había estado en el radar de la Interpol. De momento no había cargos en su contra. Simplemente aparecía en los archivos de la Policía de varios países como «persona de interés».

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