Lynn se quedó de pie en la habitación de Caitlin, que había permanecido intacta casi dos años y medio. Ahora, entre el caos de las cosas de su hija, había un montón de cajas de cartón de la empresa de mudanzas.
¿Qué diablos iba a quedarse y qué iba a tirar? En el minúsculo piso al que se iba a mudar no había mucho espacio.
Con lágrimas surcándole las mejillas, se quedó mirando la impenetrable maraña de ropa, peluches, CD, DVD, zapatos, estuches de maquillaje, el taburete rosa, el móvil de mariposas azules de metacrilato, bolsas de tiendas y la diana con la boa violeta colgando.
Las lágrimas eran por Caitlin, no por aquel lugar. No le daba pena dejarlo. En cierto modo, Caitlin tenía razón desde el principio. Había sido «una casa», pero no «su casa».
Entró en su dormitorio. Sobre la cama estaba apilado el contenido de los armarios. En lo más alto estaba su abrigo azul, aún en la bolsa de plástico con cremallera donde lo había metido tras su primera «cita» con Reg Okuma. Aunque era su abrigo favorito, sentía que estaba mancillado, y no se lo había vuelto a poner nunca más. Pero Reg Okuma ya formaba parte del pasado. En Denarii se habían portado bien con ella tras la muerte de Cailtin, y Bhad la había ascendido a directora de grupo. Aquello le había permitido cancelar la deuda y corregir su valoración crediticia en el sistema informático. Nadie se había dado cuenta.
Se colgó el abrigo del brazo, bajó y salió al exterior. Hacía una bonita mañana de primavera. Al llegar al bidón de basura, tiró el abrigo.
Iba a devolverles el dinero a Luke y a Sue Shackleton con la venta de la casa. Y parte del dinero a Mal y a su madre. Después de aquello no le quedaría mucho, pero no le importaba. Tenía que pasar página de algún modo.
Y en parte lo había conseguido. En lo referente a su condena, por lo menos. Dos años, suspendida gracias a una actuación digna de Oscar de un abogado, o a la suerte de encontrarse con un juez con corazón. O quizás a ambas cosas.
La cadena perpetua de sufrir el duelo por Caitlin era otra cosa. La gente decía que los dos primeros años eran los peores, pero a Lynn no le parecía que la cosa mejorara en absoluto. Cada semana se despertaba varias veces a medianoche, empapada en sudor frío, llorando amargamente por las decisiones que había tomado y por la niña que había perdido.
Se maldecía, y no se perdonaba que el trasplante legítimo hubiera estado tan cerca y que ella lo hubiera echado todo a perder dejándose llevar por el pánico, por la estupidez.
Y lo único que le calmaba y le reconfortaba era el ronroneo de Max, el gato, en el otro extremo de la cama, y el recuerdo de la sonrisa de su hija y aquellas palabras que solía decirle y que tanto le molestaban: «Relájate, tía».