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Simona aprendió a inhalar vapores de Aurolac de una bolsa de plástico. Era una botellita de pintura metálica que podía robar fácilmente de cualquier casa de pinturas y que le duraba varios días. Era Romeo quien le había enseñado a robar, y cómo soplar en la bolsa para que la pintura se mezclara con el aire, y luego aspirarla, volver a soplar en la bolsa y volver a inhalar.

Cuando inhalaba, las punzadas de hambre en el estómago desaparecían.

Cuando inhalaba, la vida en casa se volvía tolerable. La casa en la que había vivido desde que podía -o más bien «quería»- recordar. La casa en la que había entrado arrastrándose por un hueco en el suelo de hormigón y bajando por una escalera de metal por debajo de la concurrida carretera sin acabar, para entrar en la cavidad subterránea que habían abierto para la inspección y mantenimiento del conducto del vapor. La tubería, de cuatro metros de diámetro, era parte de la red de calefacción central comunitaria que alimentaba la mayoría de los edificios de la ciudad. Hacía que el ambiente allí abajo fuera cálido y seco en invierno, pero insoportablemente caluroso durante los meses de primavera, hasta que la apagaban.

Y en un diminuto rincón de aquel espacio, un estrecho hueco entre el conducto y la pared, se había hecho su casa. Así lo indicaba el edredón que había encontrado tirado en un vertedero de basuras, y Gogu, que llevaba con ella desde que tenía uso de razón. Gogu era una tira de piel sintética beis, sin forma y raída con la que dormía cada noche, apretándosela contra la cara. Aparte de las ropas que llevaba puestas y de Gogu, no tenía ninguna otra posesión.

Eran cinco, seis incluido el bebé, los que vivían allí de forma permanente. De vez en cuando venían otros, que se quedaban una temporada y luego se iban. Iluminaban el lugar con velas y, cuando tenían pilas, ponían música día y noche. Música pop occidental que a veces a Simona le alegraba, y otras la volvía loca, porque siempre la ponían a todo volumen y raramente paraba. Discutían sobre aquello constantemente, pero siempre sonaba. En aquel momento cantaba Beyoncé, y Beyoncé le gustaba. Igual que su aspecto. Soñaba con parecerse un día a ella, con cantar como Beyoncé. Un día viviría en una casa.

Romeo le había dicho que era guapa, que un día sería rica y famosa.

El bebé estaba llorando otra vez y se olía un leve rastro a caca. Era Antonio, el hijo de ocho meses de Valeria. Ésta, con la ayuda de todos, había conseguido mantenerlo oculto a las autoridades, que se lo habrían quitado.

Valeria, que era mucho mayor que el resto, había sido guapa en otro tiempo, pero a sus veintiocho años, con el rostro demacrado y surcado a causa de la vida que llevaba, tenía el aspecto de una mujer mayor. Tenía el cabello castaño y largo y unos ojos antes sensuales pero ahora muertos, e iba vestida de un modo llamativo, con un anorak verde esmeralda sobre una vieja sudadera turquesa, amarilla y rosa, y sandalias de plástico rojas, destrozadas, como casi toda la ropa que tenían, recogida de entre la basura de los mejores barrios de la ciudad, o aceptada gustosamente de los centros de beneficencia.

Acunaba a su bebé, que estaba envuelto en un viejo abrigo de ante forrado de piel. El berreo del niño era peor que la música constante. Simona sabía que el bebé lloraba porque tenía hambre. Todos la tenían, casi todo el tiempo. Comían lo que robaban, o lo que compraban con el dinero de las limosnas, o lo que obtenían de los periódicos viejos que vendían ocasionalmente, o de las carteras y monederos que de vez en cuando les quitaban a los turistas, o de vender los teléfonos móviles y las cámaras que les birlaban.

Romeo, con sus grandes ojos azules como platos, su rostro angelical, su pelo negro y corto peinado hacia delante y su mano atrofiada, era un gran corredor. ¡Era una bala! Él no sabía qué edad tenía. Unos catorce, pensaba. O quizá trece. Simona tampoco sabía qué edad tenía ella. La cosa no había empezado a bajarle aún, esa de la que le había hablado Valeria. Así que Simona pensaba que debía de tener doce o trece.

En realidad no le importaba. Lo único que quería es que aquella gente, su «familia», estuviera contenta con ella. Y ellos estaban contentos cada vez que ella y Romeo volvían con comida o dinero o, mejor aún, con ambas cosas. Y, a veces, pilas. Volvían a los fétidos olores de azufre y polvo y cuerpos sucios y caca de bebé, que eran los olores que mejor conocía en el mundo.

En algún lugar del borroso recuerdo que era su pasado veía campanillas, campanillas que colgaban de un abrigo, o quizá de una chaqueta que llevaba un hombre alto con un gran bastón. Tenía que acercarse a este hombre y quitarle la cartera sin que sonaran las campanillas. Sólo con que una de las campanillas sonara, él le daba en la espalda con el bastón. No sólo un bastonazo, sino cinco, a veces diez, a veces perdía la cuenta. Normalmente se desmayaba antes de que él hubiera acabado.

Pero ahora estaba bien. Ella y Romeo hacían un buen equipo. Ella, Romeo y el perro. El perro marrón que se había convertido en su amigo y que vivía bajo una cerca caída en el borde de la calle que pasaba por encima de ellos. Ella, con su chaleco guateado azul sobre una sudadera de colores hecha jirones, con un gorro de lana y deportivas. Romeo con su sudadera con capucha, vaqueros y deportivas también, y el perro, al que habían llamado Artur.

Romeo le había enseñado el mejor tipo de turistas. Las parejas ancianas. Se les acercaban los tres, Romeo con el perro atado a una cuerda. Él exhibía su brazo contrahecho. Si los turistas se echaban atrás con un gesto de repugnancia y les hacían gestos de que se fueran, para cuando lo hacían ella ya tenía la cartera del hombre en el bolsillo de su chaleco. Si el hombre echaba mano al bolsillo en busca de alguna moneda, para cuando Romeo aceptara las monedas, ella ya había sacado el monedero de la mujer del bolso y lo tenía bien guardado en el bolsillo. Y si la pareja estaba sentada en un café, sencillamente podían agarrar el teléfono o la cámara de la mesita y echar a correr.

La música cambió. Ahora cantaba Rihanna.

Le gustaba Rihanna.

El niño se calló.

Había sido un mal día. Sin turistas. Sin dinero. Sólo una pequeña cantidad de pan para compartir.

Simona pegó los labios al borde de la bolsa de plástico, exhaló y luego inhaló con fuerza.

Alivio. El alivio siempre llegaba.

Pero la esperanza no, nunca.

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