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Glenn Branson estaba sentado en silencio al volante del Hyundai negro, desconsolado, con la mirada puesta en su casa. Llevaba allí cinco horas. La pequeña casa adosada, de los años sesenta, estaba en una calle en pendiente de Saltdean, tras los acantilados, y allí siempre soplaba el viento. Con la que estaba cayendo en aquel momento, el coche se agitaba constantemente y la lluvia repiqueteaba contra la chapa.

Las lágrimas le surcaban el rostro. Era ajeno al frío gélido, al hambre y a la necesidad de orinar que tenía. Sólo podía mirar al otro lado de la calle, a la casita con una puerta de color amarillo intenso que era su casa. Tenía la mirada puesta en la fachada, que ahora era como un muro de Berlín entre él y su vida. Todo estaba borroso. Tenía los ojos borrosos por las lágrimas; las ventanillas del coche, por la lluvia; la mente, por el amor, la rabia y el dolor.

Había visto llegar a Ari poco antes de las diez, pero ella no le había visto a él. Luego esperó que su canguro, quienquiera que fuera aquel arrogante cabrón, saliera de la casa. Pero ya eran las dos y veinte de la mañana y aún no había salido. Más de dos horas antes se habían apagado las luces de abajo, y luego se habían encendido en su dormitorio. Al cabo de un rato, también allí se habían apagado. Aquello implicaba que Ari estaba durmiendo con su canguro. Follándoselo en la casa «de ambos».

¿Entrarían Sammy y Remi corriendo por la mañana en la habitación, como siempre, diciendo «¡Mami!», «¡Papi!» y se encontrarían a aquel extraño en la cama? ¿O ya habían dejado de correr? ¿Cuánto habría cambiado la vida en su casa durante aquellas semanas?

Sentía como si un cuchillo le atravesara el alma.

Miró el reloj del coche: 2.42. Miró el de pulsera, como si esperara que el del coche no funcionara bien. Pero su reloj de pulsera marcaba las 2.43.

Un cubo de plástico pasó rodando por la calzada. Luego vio unas luces azules en los retrovisores y, momentos más tarde, pasó un coche patrulla a toda velocidad, con las luces giratorias encendidas y la sirena apagada. Vio que giraba al llegar al punto más alto de la calle y luego desapareció. Puede que fuera a atender una incidencia doméstica, o un accidente, o un robo…, cualquier cosa. No quería arriesgarse a que le llamaran y tuviera que irse de allí, pero llamó igualmente. Estaba usando un coche de la Policía y aquello le obligaba a estar de guardia. Y a pesar de todo lo que estaba ocurriendo en su vida privada, se sentía agradecido al cuerpo de Policía por las posibilidades que le había ofrecido.

Desde el móvil, llamó a la sala de control del Centro Sur de Recursos.

– Aquí Glenn Branson. Soy el sargento de guardia de la División de Delitos Graves. Acabo de ver un coche pasando a toda mecha por Saltdean. ¿Algo para nosotros?

– No, van a atender una colisión de tráfico.

Aliviado, puso fin a la llamada. Unos momentos más tarde, la casa volvía a concentrar toda su atención. La rabia iba en aumento. Lo único que le importaba era lo que estaría sucediendo dentro de su casa.

Por fin no pudo aguantar más. Salió del coche, cruzó la calle, se dirigió a la puerta frontal sintiéndose furtivo, un extraño, como si no pudiera estar allí, recorriendo el camino hasta la puerta de su propia casa.

Metió la llave en la cerradura e intentó girarla. Pero no se movió. La sacó, atónito, preguntándose por un momento si estaría usando la llave de la casa de Roy Grace por error. Pero era la llave correcta. Volvió a intentarlo, pero tampoco giró esta vez.

Entonces cayó: ¡Ari había cambiado la cerradura!

«¡Mierda! ¡No, señora, muy mal hecho!»

Por la mente le pasaron escenas de disputas conyugales de un centenar de películas. Luego, en una explosión de rabia, llamó al timbre prolongadamente, al menos diez segundos de un ruido insoportable en el interior de la casa. Y, consumido por la rabia, se dio cuenta de que era la primera vez en su vida que llamaba a su propio timbre. A continuación se puso a aporrear la puerta.

Unos momentos después, vio luz en lo alto y levantó la mirada. Ari estaba asomada a la ventana del dormitorio, entre las cortinas. Miraba hacia abajo, con su bata rosa puesta y su cabello negro y alisado, impecable como siempre, como si acabara de salir de un salón de belleza. No se había despeinado nunca, ni siquiera una vez que habían salido a hacer rafting.

– ¿Glenn? ¿Qué demonios estás haciendo? ¡Despertarás a los niños!

– ¡Has cambiado la jodida cerradura!

– Perdí las llaves -gritó ella, a la defensiva.

– ¡Ábreme!

– No.

– ¡Joder, también es mi casa!

– Quedamos en que estaríamos separados un tiempo.

– Pero no quedamos en que pudieras traerte hombres a casa y follártelos.

– Hablaremos por la mañana, ¿vale?

– ¡No, me abres y hablamos ahora!

– No voy a abrir la puerta.

– Pues romperé una ventana, si es lo que quieres.

– Hazlo y llamaré a la Policía.

– Yo soy la Policía, por si se te ha olvidado.

– Haz lo que te salga de los cojones -dijo ella-. ¡Siempre lo has hecho! -Y cerró la ventana de un golpe. Él se echó atrás para ver mejor; observó que corría las cortinas, y luego vio apagarse la luz.

Apretó los puños y luego los relajó, con la mente hecha un lío. Caminó unos metros por la calle hacia arriba. Luego hacia abajo. Pasó un coche, un pequeño utilitario con subwoofers en los que resonaba un rap. Volvió a levantar la mirada hacia su casa.

Por un momento sintió la tentación de romper una ventana y entrar… y partirle el cuello al puto canguro.

El problema era que sabía exactamente lo que haría si entraba.

A regañadientes se alejó, volvió a subirse al Hyundai y fue hasta la carretera de la costa. Se detuvo en la bifurcación y puso el intermitente a la derecha. Cuando estaba a punto de girar, de pronto observó un minúsculo destello muy lejos, en la turbia oscuridad. Un barco de algún tipo, en alta mar.

Y de pronto se le ocurrió algo que le hizo dejar de lado su rabia.

Se quedó pensando en aquello, desarrollando la idea mentalmente, mientras seguía conduciendo entre rachas de viento, por Rottingdean y Kemp Town, y luego por la costa de Brighton.

De vuelta en casa de Roy, se sirvió un trago largo de whisky, se sentó en un sillón y siguió pensando.

Aún estaba temblando de rabia por lo de Ari.

Pero seguía pensando en aquello.

Y cuando se despertó, tres horas más tarde, ahí seguía la idea.

En el colegio había sido un desastre en casi todas las asignaturas, porque su padre, que solía estar borracho o colocado y que solía pegar a su madre, no dejaba de decirle que no valía para nada, igual que a sus hermanos y hermanas. Y Glenn se lo había creído. Se había pasado la infancia de un centro de acogida a otro. La geometría era la única asignatura que le gustaba. Y había una cosa que recordaba, y en lo que llevaba pensando toda la noche.

La triangulación.

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