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– ¡Bonito perro! -dijo la mujer-. ¿De qué raza es? -Tenía un acento extranjero.

Era una pregunta tonta. En Bucarest, sólo un extranjero haría aquella pregunta. Romeo, arrodillado entre las hierbas junto al camino de tierra, le estaba dando al perro su comida diaria. No tenía ni idea de qué raza era. Como la mayoría de los miles de perros vagabundos que rondaban por los suburbios de Bucarest, era un mestizo. Cuarenta años antes de que naciera Romeo, una de las primeras iniciativas de Ceaucescu como presidente había sido sacar a la burguesía rumana de sus casas. La mayoría de ellos se vieron obligados a dejar sus perros, que quedaron sueltos por las calles, donde llevan viviendo y reproduciéndose desde entonces.

Sin embargo, los perros eran listos, y descubrieron que si eran malos, la gente los echaría a patadas y pedradas, pero si eran cariñosos, les darían de comer. A lo largo de los años, los perros vagabundos y los sin techo habían formado una alianza. Los perros cuidaban de los sin techo y, a su vez, los sin techo daban de comer a los perros.

– Yo diría que tiene algo de schnauzer -observó la mujer.

Miró la cara graciosa pero mugrienta del chico, sus ojos azules y redondos, su pelo de un negro azabache, enmarañado, y su mano izquierda atrofiada. Observó sus ropas, sus vaqueros raídos, su andrajosa sudadera con capucha, como si lo inspeccionara. Aunque ella ya tenía claro qué tipo de persona era y en qué mundo vivía. Y, sobre todo, cómo llegar a él.

El chico pensó que la mujer tenía un rostro amable. Era guapa, con una melena de cabello claro que el viento estaba despeinando. Iba vestida de un modo informal, pero con unas ropas caras que no correspondían a aquel barrio. Una elegante y brillante chaqueta de cuero ajustada, con el cuello subido, y debajo un suéter de cuello alto de lana fina, vaqueros con remaches y unas botas de ante negro, grandes joyas y unos bonitos guantes de piel negra. Era el tipo de mujer que podía ver salir de una limusina frente a uno de los grandes hoteles, cargada de compras, o que asumiría con la máxima elegancia un sablazo en un restaurante caro.

La gente como ella vivía en un mundo diferente al suyo.

– Se llama Artur -dijo él.

– Bonito nombre. -La mujer sonrió y lo dijo en voz alta-. ¡Artur, Artur! Sí, es un nombre muy bonito. ¡Le cae muy bien!

El chico sacó unos riñones algo pasados de una bolsa de plástico y se los puso en la boca a Artur. El perro se los comió con avidez, de un bocado. Luego Romeo volvió a meter la mano en la bolsa. Había un carnicero a la vuelta de la esquina que siempre le trataba bien y le daba trozos de carne, despojos y huesos cada día.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó la mujer.

– Romeo.

El chico la escrutó con la mirada. Una extranjera rica. ¡Buenas propinas! Sacó un pie de cerdo algo rancio y el perro lo aferró con la mandíbula. La mujer sonrió.

– ¿Vives por aquí? -preguntó ella, aunque ya sabía perfectamente que sí, y dónde.

Él asintió, sin quitarle la vista de encima. A ella y a su bolso. Era de piel fruncida, con cadenas y hebillas, y con un enorme cierre de latón. Mentalmente ya se veía registrándolo, y pensaba en todas las cosas que contendría: un monedero con efectivo, un teléfono móvil. Quizás otras cosas, como un iPod que podría vender. Miró a su alrededor; por lo que parecía, iba sola. Allí cerca, no había ningún coche elegante del que hubiera podido salir.

¡Podía agarrar el bolso y salir corriendo!

Sin embargo, de momento, tenía la cincha pasada sobre el hombro y la cadena enrollada alrededor del brazo izquierdo, al tiempo que agarraba el bolso por encima con la mano enfundada en un guante. Daba la impresión de que sabía de los peligros de la calle. Tendría que distraerla.

– ¿De dónde es usted? -le preguntó.

– Soy de Alemania -dijo ella-. München. Múnich. ¿Has estado en Alemania?

– No.

– ¿Te gustaría conocerla?

Se encogió de hombros.

– ¿Qué país te gustaría conocer, si pudieras?

Volvió a encogerse de hombros.

– Quizás Inglaterra.

– ¿Por qué Inglaterra? -preguntó ella, abriendo bien los ojos.

El perro ya casi se había acabado el enorme pie de cerdo y lo miraba, expectante.

– Allí hay trabajo. En Inglaterra te puedes hacer rico y tener un bonito apartamento.

– ¿De verdad? -dijo ella, fingiendo sorpresa.

– Eso he oído.

Romeo miró en el interior de la bolsa de plástico, para asegurarse de que no se dejaba nada, y luego la tiró. El viento se la llevó revoloteando. Inmediatamente otro perro, un animal contrahecho, marrón y blanco, corrió tras ella, se abalanzó y la cogió con las patas.

La mujer seguía agarrando el bolso de piel con fuerza.

– ¿Te gustaría conseguir un billete de avión a Inglaterra? Quizá podría conseguírtelo, si quieres ir realmente. Podría conseguirte un trabajo.

Cruzaron sus miradas. Los ojos de ella eran bonitos, del color del acero azul. Sonreía, parecía sincera. Él volvió a mirar hacia el bolso. Ella no lo soltaba, casi como si supiera lo que estaba pensando.

– ¿Qué tipo de trabajo?

– ¿Qué quieres hacer? ¿Qué sabes hacer?

Un camión pasó por su lado muy despacio, cerca del arcén. Romeo levantó la vista hacia sus grandes ruedas sucias, los bajos negros y oxidados, el humeante tubo de escape. Si iba a hacerlo, aquél sería un buen momento. «¡Dale un empujón, agarra el bolso, corre!»

Pero de pronto le interesaba más lo que estaba diciendo.

¿Qué sabía hacer? Un chico que se había quedado con ellos hacía poco hablaba de su hermano, que trabajaba de camarero en una coctelería en Londres y ganaba más de 400 leis al día. ¡Aquello era una fortuna! Aunque no es que tuviera ni idea de hacer cócteles. También había oído a alguien hace poco que le había dicho que en Londres también se podía ganar ese dinero limpiando habitaciones de hotel.

– Puedo preparar cócteles -respondió-. También se me da bien limpiar.

– ¿Tienes amigos en Londres, Romeo? -preguntó ella.

Artur soltó un gemido, como si quisiera más comida.

La mujer abrió su bolso y sacó un grueso monedero, del que extrajo un billete. Era de 100 leis. Se lo dio a Romeo.

– Quiero que le compres algo de comida a Artur. ¿Vale?

Él levantó la vista y la miró con solemnidad. Entonces ella le dio otro billete. Éste era de 500 leis.

– Esto es para que te compres lo que quieras. ¿Vale?

Él se quedó mirando el dinero. Luego volvió su mirada sobre ella. Después, como si de pronto tuviera miedo de que pudiera quitárselo, se metió el dinero en el bolsillo del pantalón.

– Es muy amable -dijo.

– Quiero ayudarte -respondió ella.

– ¿Cómo se llama?

– Marlene.

A pesar de su sonrisa y su generosidad, había algo en aquella mujer que le hacía desconfiar. Sabía, por otros, que había organizaciones que ayudaban a la gente de la calle, pero nunca había intentado ponerse en contacto con una. Le habían avisado de que a veces, si ibas a verlos, podías acabar en un orfanato. Pero quizás aquella mujer querría de verdad ayudarle a ir a Inglaterra.

– ¿Beneficencia? -preguntó-. ¿Trabaja en la beneficencia?

Ella dudó por un momento. Luego, sonriendo y asintiendo enérgicamente, respondió:

– Sí, beneficencia. ¡Claro, beneficencia!

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