Glenn Branson detuvo su Hyundai negro en la rotonda y levantó la vista hacia un edificio moderno que le gustaba en particular, el Centro Ropetackle para las Artes de Shoreham. Luego tomó la primera salida y siguió por una amplia calle flanqueada a ambos lados por tiendas, restaurantes y pubs, todos cubiertos de luces y decoraciones navideñas. Aunque eran las ocho y media de aquella lluviosa noche de martes, el lugar estaba lleno de gente y bullía de actividad; era la época propicia para las cenas de empresa. Pero a él le traía sin cuidado.
Se sentía fatal.
La Navidad estaba al caer. Ari ni siquiera quería hablar de ello con él. ¿Iba a pasarla solo, en el salón de Roy Grace? Tenía tres llamadas perdidas de Ari en el móvil, que había recibido durante la reunión, pero cuando la había llamado, más tarde, le había respondido un hombre.
Un «hombre» en su casa, y que le decía que su mujer no estaba.
Cuando Glenn le había preguntado quién cojones era, el hombre, con una voz arrogante y repulsiva, le había dicho que era el canguro y que Ari estaba en clase de literatura inglesa.
¿Un canguro hombre?
Si hubiera tenido la voz de un adolescente, habría sido otra cosa. Pero no; tenía voz de adulto, como de alguien de entre treinta y cuarenta. ¿Quién demonios era? Cuando se lo había preguntado, aquel mierda le había respondido, con toda su mala leche que era un «amigo».
¿Qué coño se creía Ari, dejando a sus hijos, Sammy y Remi, en manos de un hombre que él ni conocía y del que no tenía referencias? Por Dios, podía ser un pedófilo. Podía ser «cualquier cosa». Decidió que en cuanto acabara su entrevista iría directamente a verlo por sí mismo. Y a sacar a aquel capullo de su casa.
Según las instrucciones que había memorizado, el desvío estaba cerca. Redujo la marcha, puso el intermitente a la izquierda y giró por una estrecha calle residencial. A marcha lenta, pasó por un puesto de pescado frito con patatas que estaba atestado de gente, mientras intentaba leer los números de las casitas adosadas. Entonces vio el número 64. Unos cincuenta metros más adelante había un espacio libre entre dos coches aparcados. Era muy justo, pero consiguió meter el pequeño Hyundai en el sitio, tocando el parachoques del coche de atrás una vez, y salió del vehículo. Corrió bajo la lluvia, con el cuello de su gabardina color crema subido, y llamó al timbre.
La mujer que le abrió la puerta tenía unos cincuenta y cinco años y era alta y pechugona, con una melena pelirroja que parecía recién salida de la peluquería. Llevaba un amplio blusón gris, sobre unos vaqueros azules, y unos zuecos. Las oscuras ojeras bajo los ojos y las manchas de rímel revelaban su tristeza.
– ¿La señora Janet Towers? -preguntó él, mostrando su identificación.
– Sí.
– Sargento Branson, de la Policía.
– Gracias por venir -dijo ella, haciéndose a un lado para dejarle paso. De pronto, en un arranque repentino de esperanza, preguntó-: ¿Tienen alguna noticia?
– De momento nada. Lo siento.
Branson entró, encogiéndose para rebasarla, y accedió a un estrecho recibidor decorado con grabados antiguos de Brighton, de temática náutica. En la casa hacía calor y el ambiente estaba cargado; olía a humo de cigarrillos y a perro. Algo que había observado en experiencias pasadas era que, cuando la gente estaba en estado de shock o de duelo, tendía a cerrar las cortinas y a subir la calefacción.
Ella le hizo pasar a un diminuto salón donde hacía un calor bochornoso. La mayor parte del espacio lo ocupaba un tresillo marrón de velour; y el resto, un gran televisor, una mesita auxiliar en forma de timón sobre la que había un cenicero lleno de colillas manchadas de pintalabios, y varias vitrinas llenas de botellas de diversos tamaños con barcos dentro. En el hueco de la chimenea brillaba un antiguo calefactor de tres barras con carbón falso. En la repisa de encima había varias fotografías de familia y una gran tarjeta de felicitación.
– ¿Puedo ofrecerle algo de beber, agente…? ¿Sargento Branson, dijo? ¿Como el tipo de la Virgin, Richard Branson?
– Sí, sólo que yo no soy rico como él. Un café sería estupendo.
– ¿Cómo lo toma?
– Manchado, sin azúcar, gracias.
– ¿Manchado?
– Fuerte, con sólo un chorrito de leche.
Ella salió de la habitación y él aprovechó para echar un vistazo a las fotografías. Una mostraba a una pareja frente a una iglesia. Era la de Todos los Santos, en Patcham; la reconoció, porque era la iglesia en que se había casado con Ari. El marido, que suponía que sería Jim, llevaba un traje ajustado con una camisa que parecía demasiado grande para él, el pelo rizado y cardado y una sonrisa socarrona. La novia, una Janet mucho más delgada, lucía unos tirabuzones que le llegaban a los hombros y un vestido de encaje y cola larga.
Dispuestas a ambos lados había otras fotos de dos niños en diferentes estados de crecimiento y una de un joven de aspecto tímido con birrete y toga de graduación.
«Graduación», pensó, compungido. ¿Llegaría a presenciar la graduación de alguno de sus hijos? ¿O le excluiría la zorra de su mujer? Sacó su móvil y miró la pantalla. Por si acaso.
«¿Por si acaso qué?», pensó, volviendo á meterlo en el bolsillo, malhumorado, y preguntándose de nuevo quién sería el hombre que había respondido al teléfono. El hombre que estaba solo con sus hijos.
¿Estaría esperando ese mierda a que Ari volviera a casa, para follársela? Oyó una respiración afanosa y se giró: por el quicio de la puerta le miraba un viejo golden retriever algo gordo.
– ¡Hola! -le saludó Glenn, tendiéndole la mano.
El perro depositó una gota de baba en la alfombra y se le acercó, tambaleándose. Él se arrodilló y le dio unas palmaditas. Casi inmediatamente, el perro se le puso panza arriba.
– Bueno, parece que eres una estupenda vigilante, ¿verdad? -dijo-. ¡Y también eres una cochina, enseñándome así las tetas!
Le frotó el vientre unos momentos, se puso de nuevo en pie y cogió la tarjeta de felicitación.
En el anverso, en caracteres dorados leyó la inscripción: «A mi amor».
En el interior, había una nota escrita: «A Janet, el amor de mi vida. Te adoro y te echo de menos cada segundo que estamos separados. Gracias por los veinticinco años más felices de mi vida. Con todo mi amor, Jim. XXXXXXX».
– ¡Espero que esté lo suficientemente fuerte!
– Bonita tarjeta -dijo Glenn, cerrándola y colocándola de nuevo en su sitio.
– Es un buen hombre -dijo ella.
– Lo he notado al leerla.
Janet Towers posó sobre la mesita auxiliar una bandeja con dos tazas de café y un plato de galletas Digestive de chocolate, y se sentó en el sofá. La perra arrimó el morro al plato.
– ¡Goldie! ¡No! -la reprendió ella.
La perra se alejó contoneándose. Glenn escogió el sillón que estaba más lejos del fuego y se fijó en las galletas; de pronto se dio cuenta de que tenía hambre. Pero le pareció que podría parecer maleducado si comía en un momento tan delicado para aquella pobre mujer.
– Tengo unas cuantas preguntas que hacerle, para seguir con la conversación telefónica de ayer -dijo-. ¿Le importa? -Estoy desesperada. Lo que sea, cualquier cosa.
– ¿Son ésos sus hijos? -dijo Glenn, señalando a la repisa-. ¿Qué edad tienen? -Se quedó mirando los ojos de ella atentamente.
Ella miró hacia la derecha, y luego centró la mirada y la fijó en él, frunciendo el ceño.
– Jamie, veinticuatro años, y Cloe… ¿veintidós? Sí. ¿Por qué?
Él no respondió.
– Supongo que aún no tiene noticias, ¿verdad?
Roy Grace le había enseñado, tiempo atrás, que se puede saber si una persona está mintiendo o diciendo la verdad observando los movimientos de sus ojos. Era un concepto de la programación neurolingüística. El cerebro humano está dividido en dos partes. Aunque la cosa es más complicada de como lo explicó Grace, se puede decir que básicamente, en las personas diestras, la imaginación -o «construcción»- se produce en el hemisferio izquierdo, y la memoria a largo plazo y los datos fácticos tienen lugar en el hemisferio derecho. Cuando le preguntas algo a alguien, los ojos suelen moverse hacia el lado de la construcción o el de la memoria, dependiendo de si mienten o dicen la verdad.
Glenn ya había determinado, observándola, que Janet Towers era diestra. Si ahora observaba bien sus ojos, vería que se movían a la izquierda si estaba mintiendo, o hacia la derecha, si estaba diciendo la verdad.
Ella desvió la mirada muy hacia la derecha.
– Ni una palabra -respondió-. Le ha pasado algo, créame, por favor.
Él sacó su cuaderno y su bolígrafo.
– Lo último que supo de él fue el viernes por la noche, ¿verdad?
– Sí. -De nuevo sus ojos se desviaron claramente hacia la derecha.
– ¿Se ha ausentado su marido alguna vez así, anteriormente?
– No, nunca.
Parecía que seguía diciendo la verdad. Él tomó una nota y le dio un sorbo al café, pero estaba demasiado caliente, así que volvió a dejarlo en la mesa.
– Perdóneme si le parezco insensible, señora Towers: ¿habían tenido alguna discusión usted y su marido antes de que… desapareciera?
– ¡No, en absoluto! Era nuestro aniversario de boda, el vigesimoquinto. La noche anterior me había dicho que quería que renováramos nuestros votos de matrimonio. Éramos…, somos… muy felices.
– Muy bien. -Miró las galletas con ganas, pero siguió resistiéndose a la tentación.
– ¿Le hablaba mucho de sus clientes?
– Me contaba un montón de cosas, si eran interesantes, o curiosos.
– ¿Curiosos?
– Este verano un tipo alquiló el barco para ir a pescar en alta mar y resultó que tenía la manía de que le gustaba pescar desnudo -comentó, dejando escapar una sonrisa de sorna.
– Hay gente para todo -dijo él, sonriendo a su vez.
Luego, en el incómodo silencio que siguió, se dio cuenta de que ella no estaba para bromas.
– Y dígame… ¿Qué está haciendo la Policía… para encontrarlo?
– Todo lo que podemos, señora Towers -respondió Glenn, ruborizado por su paso en falso-. Los guardacostas han enviado un equipo completo de rescate por aire, con el apoyo de la Fuerza Aérea, para buscar el barco. Han parado esta noche, pero volverán con las primeras luces. Se ha comunicado la alerta a todos los puertos del canal, en Inglaterra y en el otro lado del canal. Se ha alertado a todos los barcos, para que estén atentos por si ven el Scoob-Eee. Pero hasta ahora me temo que no se ha informado de ningún avistamiento.
– Teníamos una mesa reservada para cenar el viernes a las ocho. Jim me había dicho que la unidad de buceo de la Policía le había alquilado el barco para el día, y que sólo tenía que volver a llevarlo a su amarre a la vuelta, que estaría de vuelta hacia las seis. -Se encogió de hombros-. Y luego, a las nueve, vieron que su barco salía por la bocana del puerto de Shoreham a mar abierto. Eso no tiene ningún sentido.
– ¿No puede ser que le saliera un cliente a última hora?
Ella sacudió la cabeza enérgicamente.
– Jim es muy romántico. Llevaba planeando esta velada desde semanas atrás. No habría aceptado un cliente para esa noche, de ningún modo.
Glenn por fin sucumbió a la tentación, cogió una galleta y le dio un mordisco.
– No quiero parecerle insensible -dijo, con restos de la galleta aún en la boca-, pero sabemos que en esta ciudad hay un gran tráfico ilegal, tanto de personas como de drogas. ¿Es posible que su marido se viera involucrado en algún tipo de transporte de ese tipo?
Una vez más, sacudió la cabeza enérgicamente.
– No, Jim no.
Él, aún satisfecho de su sinceridad, siguió preguntando:
– ¿Tenía Jim algún enemigo?
– No. No que yo supiera.
– ¿Qué quiere decir con eso, señora Towers?
– ¿Le importa si fumo?
– Adelante.
Sacó un paquete de Marlboro Light de su bolso, cogió un cigarrillo y lo encendió.
– Todo el mundo quería a Jim -dijo-. Era de esos que se hacen querer.
– ¿Así que en todos sus años como detective nunca se ganó un enemigo?
– Es posible. Sigo pensando en todos sus antiguos clientes. Sí, puede que alguien se enfadara con él, pero lleva fuera de juego una década.
– ¿Puede ser alguien a quien enviara a prisión y que acabara de salir?
– Él no enviaba a nadie a la cárcel. Se ocupaba más, ya sabe, de seguir a maridos infieles, ese tipo de trabajo.
Glenn tomó otra nota.
– Supongo que Jim llevaría un móvil -prosiguió.
– Sí.
– ¿No está aquí?
– No, siempre lo llevaba consigo.
– ¿Podría darme el número?
Ella se lo dio de memoria y Glenn lo apuntó:
– ¿De qué operador es?
– T-Mobile.
– ¿Cuándo fue la última vez que habló con él?
– El viernes, a las cinco menos cuarto, más o menos. La unidad de buceo de la Policía acababa de devolverle el barco y ya estaba en puerto. Dijo que iba a arreglarlo y que luego volvería a casa.
– ¿Aquélla fue la última conversación que tuvieron?
– Sí -dijo, y se echó a sollozar.
Glenn dio un sorbo a su café y esperó pacientemente. Cuando la vio más calmada, preguntó:
– Supongo que habrá intentado llamarle.
– Cada cinco minutos. Y nada. Me sale directamente el contestador.
Glenn apuntó aquello. Levantó la vista hacia Janet Towers y se compadeció de ella.
Luego volvió a pensar en el hombre que había respondido al teléfono en su casa. El hombre que estaba haciendo de canguro de sus hijos.
El hombre al que nunca había visto, pero que en aquel momento odiaba más de lo que pensaba que hubiera podido detestar a nadie.
«Si te estás acostando con Ari -pensó-, que Dios te ayude. Te arrancaré los testículos del escroto con mis propias manos.»
Sonrió forzadamente a Janet Towers y le pasó su tarjeta.
– Llámeme si tiene noticias. Encontraremos a su marido -dijo-. No lo dude. Lo encontraremos.
Entre los sollozos, oyó que la voz de ella de pronto se convertía en rabia.
– Sí, bueno, espero que lo encuentren ustedes antes que yo, eso es lo único que puedo decir.
Y volvió a echarse a llorar.