La enfermera condujo a Caitlin por el pasillo de azulejos blancos hasta un pequeño vestidor que tenía una fila de taquillas metálicas y un solitario camisón de hospital colgado de un gancho.
– Tú cambia -dijo-. Tú pon ropa en taquilla 14. Yo espero.
Cerró la puerta.
Caitlin se quedó mirando las taquillas y tragó saliva, temblando. La número 14 tenía una llave con una muñequera de goma puesta en la cerradura. Le recordó las piscinas públicas.
Nadar le daba miedo. No le gustaba perder el contacto con el suelo. Y ahora lo había perdido.
Se sentó, mareada, dejándose caer con más fuerza de la que habría querido sobre un banco de madera, y se rascó la barriga. Se sentía cansada, perdida y enferma. Lo único que quería es encontrarse bien, que desaparecieran aquellos picores y aquellos miedos.
Nunca había tenido tanto miedo en su vida.
Daba la impresión de que la habitación se le venía encima, aplastándola, chafándola, dando vueltas con ella dentro. Le venían pensamientos a la cabeza y luego desaparecían. Tenía que darse prisa, intentar aferrados antes de que se desvanecieran. Le estaban ocultando cosas. Todo el mundo. Incluso su madre. ¿Qué cosas? ¿Por qué? ¿Qué es lo que todo el mundo sabía y ella no? ¿Qué derecho tenía nadie a ocultarle cosas? Se puso en pie y se quitó el abrigo de lana; luego volvió a sentarse, dejándose caer. La habitación daba vueltas a su alrededor aún más rápido. La barriga le picaba otra vez. Era como si mil mosquitos le estuvieran picando a la vez.
– ¡Vete a la mierda! -dijo de pronto en voz alta-. ¡Vete a la mierda, picor!
Intentando superar el mareo, se puso en pie otra vez, abrió la taquilla y estaba a punto de meter el abrigo, pero dudó. Finalmente lo dejó sobre el banco y abrió la puerta.
El pasillo estaba desierto.
Salió, trastabillando, y cerró la puerta tras ella. Miró en ambas direcciones, con la visión algo borrosa, y caminó unos pasos hacia la derecha. Un cartel en el exterior rezaba: «ABSOLUTAMENTE PROHIBIDO EL PASO SIN VESTUARIO ESTÉRIL». Tuvo que entrecerrar los ojos para leerlo con claridad.
Abrió la puerta y pasó, tambaleándose, a una estrecha habitación sin ventanas que parecía un almacén de material médico. Había una camilla de acero con ruedas, con la que tropezó, por lo que se dio un golpe en el muslo; una estantería del suelo al techo con puertas de cristal, llena de material quirúrgico; una serie de bombonas de oxígeno en el suelo, una de las cuales derribó, por lo que soltó un improperio; y varios aparatos electrónicos de monitorización. En el otro extremo había una puerta con una ventanilla redonda de cristal, como un ojo de buey. Caitlin se abrió paso hasta allí.
Y se quedó de piedra.
Al otro lado había un quirófano de aspecto muy moderno. Estaba lleno de gente vestida con batas de cirujano verdes, gorros elásticos, mascarillas blancas y guantes de color carne. La mayoría estaba de pie, alrededor de una mesa de acero muy iluminada en la que yacía una niña desnuda, según parecía preparada para una intervención. Por todo el tiempo que había pasado en hospitales ella misma y por las horas que había dedicado a ver sus series de médicos favoritas, House y Anatomía de Grey, reconocía bastantes de los aparatos a los que estaba conectada la niña. El tubo de respiración endotraqueal, el tubo nasogástrico, las vías canuladas por el cuello, los conectores de monitorización cardiaca sobre el pecho, las vías canuladas de circulación arterial y periférica, el monitor PiCCO, el oxímetro de pulso, el catéter urinario.
Un hombre algo mayor sostenía un escalpelo y daba órdenes a otro más joven, que trazaba líneas sobre el cuerpo con un dedo enfundado en un guante, donde evidentemente estaba a punto de efectuar incisiones.
Aunque el rostro de la niña estaba en una posición forzada e inerte, Caitlin la reconoció al instante.
Era la niña rumana de la fotografía que habían traído los dos agentes a su casa por la mañana.
La niña que la alemana había dicho que había muerto en un accidente de tráfico en Rumania el día anterior. Desde luego, pensó Caitlin en un momento en que alguien se apartó y pudo ver mejor a la niña, alguien que ha sufrido un accidente de carretera suficientemente grave como para matarle debería tener alguna marca en el cuerpo, ¿no? Heridas, golpes, abrasiones por lo menos. Aquella niña tenía aspecto de estar simplemente dormida.
Caitlin apretó los ojos y volvió a abrirlos, intentando enfocar mejor. No veía ninguna señal en su cuerpo. Las palabras del superintendente le resonaban en la cabeza: «Se llama Simona Irimia. Hasta ahora, por lo que sabemos, está viva y sana. La han trasladado ilegalmente a Inglaterra y la matarán para que su hija pueda tener su hígado».
Y ahora se daba cuenta de que aquello era verdad.
La alemana mentía.
Su madre mentía.
Iban a matar a aquella niña. A lo mejor ya lo habían hecho.
De pronto, tras ella, oyó una voz furiosa que gritaba en un torpe inglés:
– ¿Qué crees que estás haciendo?
Se giró y vio a Draguta que se echaba hacia ella.
Desesperadamente, Caitlin empujó la puerta, pero no se movió. Entonces vio el pomo, lo giró y entró dando tumbos, llena de rabia. Rabia y odio hacia toda aquella gente de rostro enmascarado.
– ¡Alto! -gritó Caitlin, yendo a parar entre las dos personas vestidas de verde que tenía justo delante. Se lanzó hacia el cirujano y le arrebató el escalpelo de la mano y sintió cómo el filo le laceraba los dedos-. ¡Paren ahora mismo! ¡Animales!
Luego, situándose entre el pasmado cirujano y el hombre más joven, se quedó mirando y escrutando cada centímetro visible del cuerpo de la niña. No había señales de heridas en absoluto.
– Jovencita, por favor, salga ahora mismo -dijo el hombre mayor, con una voz de señoritingo amortiguada por la mascarilla-. Está contaminando el quirófano. ¡Devuélvame eso de una vez!
– ¿Aún está viva? -le gritó Caitlin, haciendo uso de todas las fuerzas que le quedaban.
En la pantalla plana montada en la pared, tras la mesa, se sucedían una serie de ondas sin sentido. Y en otras pantallas más pequeñas situadas por detrás de la cabeza de la niña parpadeaban varios símbolos y números.
– ¿Qué demonios le importa a usted? -explotó el cirujano, con las partes visibles de su rostro de un tono morado.
– Pues en realidad mucho -dijo Caitlin, respirando con dificultad. Se señaló el pecho con la mano libre-. Se supone que me van a poner su hígado.
Todos se quedaron en silencio, anonadados.
Draguta le ordenó a gritos que saliera de allí, como si estuviera gritando a un perro.
– En este momento está viva, sí -dijo el hombre más joven, como si fuera algo que Caitlin quisiera oír.
Ella se echó adelante, agarró las vías que tenía Simona en la mano izquierda y se las arrancó de un tirón; luego le quitó las del cuello y los conectores de monitorización cardiaca.
El cirujano cogió a Caitlin por los hombros.
– ¿Está loca, jovencita?
Caitlin respondió mordiéndole la mano con fuerza. El cirujano gritó del dolor y ella se zafó, retorciéndose, mirando a todos aquellos pares de ojos tras las máscaras, todos ellos pasmados, sin saber qué hacer. Entonces vio a la enfermera, que se dirigía hacia ella.
Levantó el escalpelo, agarrándolo por el mango como una daga, esgrimiéndolo ante todos, decidida a todo.
– ¡Sáquenla de la mesa! -dijo, con la voz entrecortada-. ¡Sáquenla de esa mesa ahora mismo!
Todo el equipo quirúrgico se quedó inmóvil, mirándola sin saber cómo reaccionar. Salvo la voluminosa enfermera, que se abrió paso, agarró a Caitlin por el brazo libre y tiró de ella con tanta fuerza que casi se cae. Entonces se la llevó a rastras hasta la puerta. Caitlin, sin apenas fuerzas, intentaba resistirse, pero sus zapatillas resbalaban en el suelo embaldosado.
– ¡Suéltame, vaca asquerosa! -dijo entre dientes.
La enfermera se detuvo para abrir la puerta, y luego volvió a tirar de Caitlin con fuerza. Ella cayó hacia delante, y al estirar el brazo para parar el golpe, la hoja del escalpelo, que aún tenía agarrado con fuerza, atravesó la parte superior del pómulo de la mujer, cortándole el ojo derecho y el puente de la nariz.
La mujer soltó un aullido terrible y se llevó las manos a la cara. La sangre manaba en todas direcciones. Se tambaleó como un alma en pena, y varios de los miembros del equipo corrieron en su ayuda, para evitar que cayera.
Entre todo aquel alboroto, nadie se dio cuenta de que Caitlin había salido de allí.