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Cosmescu esperaba de pie en el vestíbulo de llegadas del aeropuerto de Gatwick, junto a la habitual combinación de familiares, conductores y operadores turísticos con un pequeño letrero en las manos. El vuelo de Bucarest había aterrizado hacía más de una hora y las chicas aún no habían salido.

Bien.

Por las etiquetas que había conseguido leer en el equipaje del flujo constante de pasajeros que salían de la aduana, todos los pasajeros de aquel vuelo ya habían salido. Vio etiquetas de Alitalia, que supuso que serían del vuelo que había llegado de Turín una media hora antes. Y también etiquetas de Easy-jet, probablemente del vuelo de Niza. Luego etiquetas de SAS, mezcladas con otras de KLM.

El reloj le dijo que eran las 11.35 de la mañana. Se echó un chicle Nicorette en la boca y lo mascó. Las dos chicas que había venido a recoger habían recibido instrucciones estrictas de lo que tenían que hacer al desembarcar y entrar en la zona de pasaportes, y parecía que las estaban obedeciendo.

Tenían que dejar pasar el tiempo durante una hora, permitir que aterrizaran otros vuelos y que pasaran sus pasajeros, antes de ponerse en las colas del control de pasaportes. Aunque Rumania ya era miembro de la UE, Cosmescu era consciente de que era considerada un punto negro del tráfico humano. Los pasaportes rumanos llamaban automáticamente la atención de la Agencia de Fronteras e Inmigración.

Por esa razón, todas las personas que venía a recoger, en ocasiones una vez por semana y otras con mayor frecuencia, tenían instrucciones de romper sus pasaportes rumanos y tirarlos al váter del avión, esperar una hora tras el aterrizaje y luego presentarse en el control de pasaportes con los pasaportes italianos falsos que habían recibido.

De aquel modo, si los agentes de inmigración prestaban una especial atención a los pasajeros del vuelo rumano, para cuando pasaran las chicas, ya habrían bajado la guardia.

Llegaban dos chicas. Dos jovencitas atractivas de menos de veinte años, con ropas y maletas baratas. Podrían ser ellas. Él levantó su cartel con las inocuas palabras: «Grupo Jackson».

Una de las chicas -realmente sexy, delgada y con el pelo largo- levantó una mano y le hizo un gesto.

– ¿Habéis tenido buen vuelo? -preguntó en rumano, como mensaje de bienvenida.

– Sí -dijo ella-. Estupendo.

– Bienvenidas a Inglaterra.

– Sí -dijo ella-. Qué bien.

– ¡Qué bien! -repitió su compañera.

El alivio en sus rostros era palpable.


Veinte minutos más tarde, Cosmescu se sentó en el asiento del acompañante del viejo Mercedes Clase-E de color marrón. Grigore, pequeño, mugriento y con dientes de conejo, estaba al volante. En realidad no tenía joroba, pero parecía jorobado. Iba encogido sobre el volante, con uno de sus trajes baratos de color beis, con aquel pelo grasiento, aquella nariz aguileña y los ojos más puestos en el retrovisor que en la carretera, lanzando rápidas miradas lascivas a las dos chicas sentadas detrás a cada ocasión.

Cosmescu llevaba cinco años trabajando con Grigore y aún no sabía prácticamente nada sobre aquella extraña criatura. El hombrecillo siempre se presentaba a la hora, efectuaba las recogidas y las entregas, pero raramente hablaba, y aquello a Cosmescu ya le iba bien. Si entablaba conversación, llegaría un punto en que tendría que hablar de sí mismo. Y él no quería hablar de sí mismo con nadie. No habría sido sensato. Cuanto menos supiera la gente de su vida, mejor podría pasar desapercibido. Y cuanto más desapercibido pasara, más seguro estaría. Aquello se lo había inculcado su sef.

A Grigore se le daba bien arreglar cosas. Se atrevía prácticamente con todo, desde fontanería a electricidad, o revestimientos asfálticos, lo que significaba que podía ocuparse de toda la mierda, de las goteras, de los váteres atascados, de los suelos de madera sueltos y de las persianas rotas, o de cualquier otra cosa que se estropeara en los cuatro burdeles que Cosmescu controlaba en la ciudad. Y eso al jefe le evitaba tener que tratar con técnicos bocazas. Una vez a la semana dejaba que Grigore estuviera con la chica que él quisiera, durante una hora. Aquello y una generosa paga eran más que suficiente para asegurarse la lealtad incondicional de Grigore.

Eso suponía un dolor de cabeza menos para él. Aún estaba pensando en los cuerpos. En la metedura de pata. En Jim Towers. Había sido una tontería matarle. Pero habría sido mucho más estúpido dejarle con vida, para que fuera a contarle a la Policía todo lo que sabía. Towers planeaba algo: a lo mejor sólo tenía mala conciencia, pero también podía ser que pensara chantajearle. Al igual que en el juego, hay que evaluar los riesgos. Es mejor correr un riesgo pequeño que uno grande.

Se giró y miró a las chicas. La de la izquierda, Anca, era guapa. Su compañera, Nusha, tenía un rostro más duro, con una nariz algo grande. Pero ambas eran jóvenes, de diecisiete o dieciocho años, como máximo. Estaban bien. Le servían. No les haría ascos a ninguna de las dos.


Cosmescu giró la llave del ascensor y éste subió desde el aparcamiento subterráneo hasta la planta de su apartamento, situado tras el hotel Metropole. Las dos chicas le siguieron en silencio, sosteniendo sus maletas baratas. Entonces Anca preguntó:

¿Cuándo empezamos a trabajar?

– Ahora mismo -dijo él.

La chica levantó un dedo.

– ¿Vamos al bar?

Él miró su brillante collar. Olió su dulce perfume, y el de su compañera, que era aún más dulce. Le miró el escote. Buenas tetas. Las de su amiga eran aún mejores, en compensación por la cara. Sacó un paquete de cigarrillos, casi seguro de que ambas fumarían. Tenía razón. Las dos aceptaron uno.

Antes de que tuviera tiempo de darles fuego -como siempre, había calculado el tiempo perfectamente-, el ascensor se detuvo y se abrieron las puertas.

Ahora ellas estarían pensando en sus cigarrillos por encender más que en ninguna otra cosa. Las mantuvo en vilo y entró en el apartamento. Les sostuvo la puerta hasta que hubieron metido sus maletas, donde llevaban todas sus posesiones en este mundo.

El vestíbulo estaba enmoquetado. Les enseñó a cada una su habitación. Habitaciones individuales. Divide y vencerás. Aquella estrategia siempre funcionaba. Luego entró en la habitación de Anca y le cogió el bolso de plástico.

– ¡Eh! -protestó ella.

Sin hacerle caso, sacó el pasaporte y todo el dinero de su monedero.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó, enfadada.

Él sacó el encendedor y por fin le encendió el cigarrillo.

– ¿Sabes cuánto dinero debes? ¿Cuántos miles, por el viaje y por el pasaporte? Cuando le hayas pagado la deuda a mi jefe, recuperarás tu pasaporte.

Salió y repitió la misma operación con Nusha.


Unos minutos más tarde, las dos chicas pasaron, malhumoradas, al salón, grande y moderno. Tenía unas bonitas vistas del Palace Pier y de los restos negruzcos del West Pier, del puerto deportivo, más al este, y del canal de la Mancha, a lo lejos.

Cosmescu estaba seguro de que nunca habían visto un piso como aquél en su vida. Sabía de qué entorno procederían. Y que Marlene las habría limpiado bien, preparándolas para su nueva vida.

Todas las chicas que le llegaban cargaban con una gran deuda, lo que significaba que en Rumania se habían comprometido a devolver un préstamo de unas dimensiones imposibles -aunque en realidad nunca veían el dinero-, aceptando trabajar en Inglaterra por su pasaje de ida a lo que ellas pensaban que sería la libertad. Empezarían allí, en Brighton. Si se adaptaban al trabajo, bien. Pero la atenta Policía de Brighton y Hove, así como los asistentes sociales, visitaban los burdeles de la zona de vez en cuando, hablaban con las chicas e intentaban descubrir las que estaban allí en contra de su voluntad.

Si alguna de ellas daba muestras de que pudiera dar a entender a la Policía que querían ayuda, la trasladaban a burdeles de Londres, donde suscitaban menos interés.

– ¿Vamos a ir al bar esta noche? -preguntó Anca.

– Quitaos la ropa -dijo él-. Las dos.

– ¿La ropa? -Las dos chicas se miraron, sorprendidas.

– Quiero veros desnudas.

– Nosotras… no hemos venido a hacer de strippers -alegó Nusha.

– No vais a ser strippers -dijo él-. Estáis aquí para dar placer a los hombres con vuestros cuerpos.

– ¡No! ¡Ése no es el trato! -protestó Anca.

– ¿Sabéis lo que ha costado traeros hasta aquí? -respondió él con dureza-. ¿Queréis volver a casa? Os llevaré al aeropuerto mañana. Pero el señor Bojin no estará contento de volver a veros. Querrá que le devolváis su dinero. ¿O preferís que llame a la Policía? En este país, la falsificación de pasaportes es un delito grave.

Las dos chicas se quedaron en silencio.

– Así pues, ¿qué queréis? ¿Llamo al señor Bojin?

Anca sacudió la cabeza, de pronto aterrada. Nusha agachó la cabeza, lívida.

– Muy bien. -Sacó el móvil del bolsillo y apretó un botón del dial-. Llamaré a la Policía.

– ¡No! -gritó Anca-. ¡Nada de Policía!

Volvió a meterse el teléfono en el bolsillo.

– Pues quitaos la ropa. Os enseñaré cómo dar placer a los hombres de este país.

Con la mirada fija en la moqueta negra, oscura como el vacío de sus nuevas vidas, ambas chicas empezaron a desnudarse.

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