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A las ocho y media de la mañana, dos personas, que de cara al mundo exterior parecían madre e hijo, hacían cola frente a una de las doce cabinas de inmigración para portadores de pasaporte de la UE en el aeropuerto de Gatwick. La mujer era una rubia de unos cuarenta años y expresión confiada, con la melena a la altura de los hombros y un estilo moderno y con clase. Llevaba un abrigo de ante negro con ribetes de piel y botas a juego, y tiraba de una maleta Gucci con ruedas, de fin de semana. El chico era un adolescente de aspecto perplejo. Era delgado, con el pelo negro, corto y ondulado y con un aire gitano. Vestía una chaqueta vaquera que le venía grande, vaqueros azules recién estrenados y unas zapatillas también nuevas, con los cordones desabrochados. No llevaba nada, más que un pequeño juego electrónico que le habían dado para que se entretuviera, mientras esperaba reunirse, aquella misma mañana, con la única persona a la que había querido nunca.

La mujer hizo una serie de llamadas telefónicas en un idioma que el chico no hablaba -alemán, supuso- mientras él jugaba con su maquinita, pero ya estaba aburrido. Aburrido del viaje. Esperaba con todas sus fuerzas que aquello acabara pronto.

Por fin estuvieron los primeros de la fila. Delante de ellos, un hombre de negocios entregó su pasaporte a una agente de inmigración de aspecto indio que lo pasó por el escáner con expresión aburrida, como si estuviera a punto de acabar un largo turno, y se lo devolvió.

Marlene Hartmann dio un paso adelante, apretó la mano al chico. Ocultaba la transpiración de sus propias manos con unos guantes de piel. Entregó los dos pasaportes.

La agente escaneó primero el de Marlene y miró la pantalla, que no decía nada, y luego el del chico. «Rares Hartmann.» Nada. Les devolvió los pasaportes.

Fuera, en el vestíbulo de llegadas, entre la plétora de conductores que sostenían carteles con nombres impresos o escritos a mano y de familiares ansiosos que escrutaban con la mirada a todo el que salía por la puerta, Marlene localizó a Vlad Cosmescu.

Se saludaron con un formal apretón de manos. Luego ella se dirigió al chico, que no había salido de Bucarest en su vida y que estaba aún más impresionado que antes.

– Rares, éste es el tío Vlad. Él se ocupará de ti.

Cosmescu saludó al chico con un apretón de manos y, en su rumano nativo, le dijo que estaba muy contento de darle la bienvenida a Inglaterra. El chico respondió con un murmullo que él también estaba contento de estar allí y que esperaba ver muy pronto a su novia, Illunca. ¿Sería aquella misma mañana?

Cosmescu le aseguró que Hinca le estaba esperando y que tenía muchas ganas de verle. Iban a dejar a Frau Hartmann y luego irían a ver a Illunca.

Los ojos del chico se iluminaron y, por primera vez en mucho tiempo, sonrió.


Cinco minutos más tarde, el Mercedes marrón, con el desastrado Grigore al volante, abandonaba el aeropuerto de Gatwick y tomaba la vía de acceso a la M23. Al cabo de un rato, se dirigían hacia el sur, en dirección a Brighton y Hove. Marlene Hartmann iba sentada en el asiento delantero. Rares estaba detrás, en silencio. Era el inicio de su nueva vida y estaba emocionado. Pero, sobre todo, estaba impaciente por volver a ver a Illunca. Sólo hacía unas semanas que se habían separado, entre una profusión de besos, promesas y lágrimas. Y hacía menos de dos meses que aquel ángel, Marlene, había aparecido en sus vidas para rescatarlos.

Era como un sueño.

Su nombre real era Rares Petre Florescu. Tenía quince años. Un tiempo atrás -no recordaba exactamente cuándo, pero había sido poco después de su séptimo cumpleaños- su madre había abandonado a su padre, que bebía y le pegaba constantemente, y se lo había llevado consigo. Entonces había conocido a otro hombre. Ese hombre no quería una familia, tal como le había explicado ella, muy triste, así que iba a dejar a Rares en un hogar donde tendría muchos amigos y donde estaría con gente que le querría y le cuidaría.

Dos semanas más tarde, una anciana con el rostro más plano y duro que una plancha de hierro le había conducido en silencio por unas escaleras y habían subido cuatro pisos hasta un dormitorio infestado de pulgas. Su madre estaba equivocada. Allí nadie le quiso ni le cuidó, y al principio sus compañeros le intimidaron. Pero con el tiempo hizo amigos entre los niños de su edad, aunque nunca entre los mayores, que le pegaban regularmente.

La vida era un infierno. Cada mañana, a primera hora, les hacían entonar canciones patrióticas, y si no estaban bien rectos, les pegaban. Cuando tuvo diez años empezó a mojar la cama, y por aquello también le pegaron regularmente. Poco a poco aprendió a robarles a los mayores, que aparentemente recibían más comida. Un día le pillaron con dos tabletas de chocolate que había cogido. Para huir del castigo, se escapó. Y se mantuvo alejado. Se unió a un grupo que solía reunirse por las noches en la estación principal de Bucarest, la Gara de Nord, para pedir limosna y drogarse. Dormían donde podían, a veces en portales, otras en minúsculas barracas de una sola habitación construidas sobre las tuberías de calefacción a la vista, y a veces en huecos bajo las carreteras.

El encuentro con Illunca, bella y perdida, en un agujero bajo la carretera, había sido lo que le había llenado de vida por primera vez. Ella le había dado un motivo para seguir viviendo.

Arrastraron las ropas en las que dormían túnel adentro, bajo la tubería caliente, lejos de sus amigos, hicieron el amor y soñaron. Soñaron con una vida mejor.

Con un lugar donde pudieran tener una casa propia.

Y entonces, un día, en la calle, cuando volvían de robar botellitas de Aurolac, Rares encontró al ángel que él siempre había creído -aunque sin mucha confianza- que vendría a visitarle un día.

Se llamaba Marlene.

Y ahora él estaba en el asiento trasero de su Mercedes, y en poco tiempo se encontraría con su querida Illunca.

Estaba extasiado.

El coche se detuvo en una calle residencial. Todo estaba muy limpio. Era como uno de los barrios ricos de Bucarest a los que a veces iba a pedir limosna.

Marlene se giró y le dijo:

– Ahora Vlad y Grigore cuidarán de ti.

– ¿Me llevarán a ver a Illunca?

– Exactamente -respondió-. Entonces salió del coche y se dirigió a la parte trasera.

Por el parabrisas trasero, Rares vio que el maletero se abría. Unos momentos más tarde, Marlene lo cerró de un golpe y atravesó un jardín hasta la puerta de una casa, con un maletín en la mano. Él se la quedó mirando, esperando que se girara y le saludara con la mano. Pero ella mantuvo la mirada al frente.

El Mercedes arrancó de golpe, lo que le hizo caer contra el respaldo.

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