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Aquél siempre había sido el paseo preferido de Roy Grace, bajo los arrecifes de caliza, al este de Rottingdean. De niño, era casi un ritual que hacían cada domingo con sus padres y, últimamente, por lo menos los domingos que no tenía que trabajar, se había ido convirtiendo en un ritual para él y Cleo.

Le encantaba la violencia de los elementos, especialmente en días agitados, como aquella tarde, en que soplaba un viento tempestuoso y la marea estaba alta, y el mar de vez en cuando se lanzaba playa arriba y salpicaba agua y guijarros contra el murete de piedra. Los carteles que advertían del peligro de desprendimientos no hacían más que aumentar el efecto dramático. También le encantaban los aromas, aquel olor penetrante a salado y a algas, y la ráfaga ocasional que traía el olor a pescado en descomposición y que desaparecía un instante después. Y la visión de barcos cisterna y de mercancías en el horizonte, y a veces yates, más cerca.

Era el último domingo antes de Navidad y sabía que debería sentirse libre, a la espera de disfrutar de un tiempo de descanso con la mujer que amaba. Pero por dentro se sentía tan agitado como las revueltas y grises aguas del canal a su derecha, cubiertas de espumarajos.

Los dos iban bien abrigados y calentitos. Cleo tenía el brazo cómodamente apoyado en el suyo y él de pronto se preguntó si podrían seguir dando aquel paseo cincuenta años más tarde, cuando fueran dos viejecitos arrugados.

Humphrey correteaba a su lado, cogido a su correa extensible, exhibiendo orgullosamente un gran fragmento de madera de un barco que llevaba en la boca. Un perrillo marrón se dirigió hacia ellos, ladrando alegremente, mientras su dueño, a cierta distancia, le llamaba por el nombre. Cleo se soltó un momento y se agachó para acariciarlo. Pero el animal se echó atrás, nervioso, cuando Humphrey soltó la madera y le gruñó. Cleo intentó tranquilizarlo, dio un paso adelante, y él volvió a dar un salto hacia atrás. Ambos se rieron. De pronto, al oír su nombre, se fue corriendo.

– Bueno, gran superintendente, ¿cómo te sientes? -le preguntó ella, volviendo a meter la mano por el hueco de su brazo.

– No lo sé -confesó, mientras miraba cómo Humphrey se debatía para recoger de nuevo la madera.

– Cuéntame.

– ¿No fue el duque de Wellington quien dijo que lo único peor que perder una batalla es ganarla?

Ella asintió.

– Pues así me siento yo.

– Lo que no entiendo -dijo ella- es que todos esos médicos y enfermeras se mantuvieran en silencio durante tanto tiempo.

– Un cirujano en Rumania gana 300 euros al mes. El resto del personal médico, aún menos. Todos estaban ganando una fortuna en Wiston Grange, así que estaban encantados.

– Y bien escondiditos en el campo.

– La mayoría no hablan inglés. Así que nada de cotilleos con los lugareños. Era una puesta en escena inteligente. Tráelos, deja que hagan un dinerito, y llévatelos. Son miembros de la UE, así que no hay restricciones fronterizas; nadie hace preguntas.

– ¿Y sir Roger Sirius? -Pasta a lo grande. Y tenía su propia justificación moral.

Caminaron en silencio un rato.

– Dime algo, Grace: si hubiera sido nuestro hijo…, esa chica, Caitlin, ¿qué habrías hecho? -Con la mano libre se dio una palmadita en el vientre-. ¿Y si le pasara a esta personita, en algún momento del futuro?

– ¿Qué quieres decir?

– En las mismas circunstancias, si nuestra única opción fuera la de comprar un hígado para salvar a nuestro hijo, ¿qué habrías hecho…, qué harías?

Él se encogió de hombros.

– Soy policía. Mi deber es hacer que se cumpla la ley.

– Eso es lo que me asusta de ti a veces.

– ¿Te «asusta»?

– Ajá. Creo que yo me dejaría matar por mi hijo. Y creo que sería capaz de matar por él. ¿No es eso lo que significa ser padres?

– ¿Crees que he hecho mal?

– No, supongo que no. Pero entiendo por qué la madre hizo lo que hizo.

Grace asintió.

– En uno de los libros de filosofía que me diste, leí algo que dijo Aristóteles: «Los dioses no tienen mayor tormento que el de una madre que sobrevive a su hijo».

– Sí. Exactamente. ¿Cómo crees que se siente esa mujer ahora?

– ¿Es que vale menos la vida de una niña rumana de la calle que la de otra de Brighton de clase media? Cleo, cariño, no soy Dios. No juego a ser Dios. Soy poli.

– ¿No te preguntas a veces si eres demasiado poli?

– ¿Por?

– ¿Hacer cumplir la ley a toda costa? ¿Sin fijarte en el precio «humano»? ¿No te ves tan obligado a ver el mundo con los ojos de un policía que pierdes la visión del exterior?

– Le hemos salvado la vida a esa niña rumana. Eso es muy importante para mí.

– ¿No piensas: trabajo hecho, pasamos al siguiente?

– No, nunca -respondió él, sacudiendo la cabeza-. No es así como trabajo, ni como me siento. Nunca.

Ella le apretó más fuerte.

– Realmente eres un buen hombre.

Él esbozó una sonrisa.

– En un mundo de mierda.

Ella se detuvo y se lo quedó mirando, con aquella sonrisa por la que Roy lo habría dado todo.

– Tú haces que sea menos de mierda.

– Ojalá.

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