Las seis y cuarto, y por tercera vez aquel día, Lynn estaba sentada en la sala de espera de una consulta, esta vez la del gastroenterólogo. La ventana, en saliente, daba a una tranquila calle de Hove. Afuera estaba oscuro, las farolas estaban encendidas. Allí dentro ella también sentía la oscuridad. La oscuridad, el frío y el miedo. La sala de espera, con sus muebles viejos, parecidos a los del doctor Hunter, no contribuía mucho a levantarle el ánimo, y las luces eran demasiado tenues. Un hilo de música enlatada le llegaba de los auriculares pegados a los oídos de Caitlin.
Entonces, de pronto, su hija se puso en pie y empezó a tambalearse, como si hubiera estado bebiendo, rascándose las manos con desespero. Lynn había pasado toda la tarde con ella y sabía que no había bebido nada. Era un síntoma de su enfermedad.
– Siéntate, cariño -le dijo, alarmada.
– Estoy como cansada -respondió Caitlin-. ¿Tenemos que esperar?
– Es muy importante que veamos al especialista hoy.
– Sí, bueno, mira, yo también soy bastante importante, ¿sabes? -le dijo, con una sonrisa burlona.
Lynn sonrió.
– Tú eres lo más importante del mundo -dijo-. ¿Cómo te encuentras, aparte de cansada?
Caitlin paró y posó la mirada en una de las revistas de la mesa. Respiró hondo en silencio unos momentos y luego dijo:
– Tengo miedo, mamá.
Lynn se puso un pie y la rodeó con un brazo, y por una vez Caitlin no se encogió ni se apartó. Se acurrucó contra el cuerpo de su madre, le cogió la mano y se la apretó.
Caitlin había crecido mucho el año anterior y Lynn aún no se había acostumbrado a tener que levantar la vista para mirarla a la cara. Sin duda había heredado los genes de la altura de su padre, y su complexión delgada y desgarbada parecía más que nunca la de una muñeca flexible, aunque una muñeca muy guapa.
Iba vestida con aquel estilo descuidado que siempre le había gustado, con un top gris y color óxido sobre una camiseta, con un collar de piedrecitas sobre una fina tira de cuero, vaqueros deshilachados por el trasero y unas viejas deportivas sin atar. Y por encima, a causa del frío, y quizá para ocultar su vientre hinchado de embarazada -pensó Lynn-, un abrigo de tela gruesa de lana color camello que daba la impresión de haber salido de una tienda de beneficencia.
El pelo negro, corto y en punta de Caitlin sobresalía por encima de la banda con un motivo azteca que le cubría gran parte de la cabeza, y sus piercings le daban un aspecto levemente gótico. Llevaba un pincho en el centro de la barbilla, otro en la lengua y una anilla en la ceja izquierda. En aquel momento no se veían, pero sin duda quedarían a la vista durante la exploración del especialista la anilla de su pezón derecho, la del ombligo y la que llevaba en la vulva, cuya implantación había resultado -tal como le había confesado a su madre con timidez en uno de sus escasos momentos de intimidad- «bastante embarazosa».
El día realmente se había convertido en una pesadilla, pensó Lynn. Desde que había salido de la consulta del doctor Hunter por la mañana, para volver después con Caitlin por la tarde, toda su vida parecía estar patas arriba, como si hubiera quedado sacudida por un seísmo.
Y ahora sonaba el teléfono. Lo sacó del bolso y miró la pantalla. Era Mal.
– Hola -dijo-. ¿Dónde estás?
Acabamos de atravesar las esclusas de Shoreham. Ha sido un día de mierda: hemos sacado un cadáver. Pero cuéntame lo de Caitlin.
Ella le puso al día sobre las visitas al doctor Hunter, sin quitarle el ojo de encima a Caitlin, que seguía paseando por la sala de espera, que tenía un tamaño equivalente a una tercera parte de la del doctor Hunter. Ahora Caitlin cogía y dejaba una revista tras otra con gran urgencia, como si tuviera que leerlas todas pero no pudiera decidir por dónde empezar.
– En realidad sabré más dentro de una hora más o menos. Hemos venido directamente de la consulta del doctor Hunter a la del especialista. ¿Vas a tener cobertura durante un rato?
– Por lo menos cuatro horas. Quizá más.
– Vale.
Apareció la asistente del doctor Granger. Una mujer con aspecto de matrona de unos cincuenta años, con el pelo recogido en un moño apretado y una sonrisa distante en el rostro.
– El doctor Granger ya puede atenderlas.
– Te llamaré luego -dijo Lynn.
A diferencia de la amplia consulta de Ross Hunter, la del doctor Granger era un lugar angosto en la primera planta, con apenas suficiente espacio para las dos sillas que había delante de su pequeña mesa. Ladeadas, para que estuvieran perfectamente a la vista de todos sus pacientes, había unas fotos enmarcadas de una esposa perfecta de amplia sonrisa y de tres niños igual de perfectos y sonrientes.
El doctor Granger era un hombre alto de unos cuarenta años, nariz grande y pelo ralo, vestido con un traje rayado, una camisa impecable y una elegante corbata. Tenía una actitud algo distante, lo que le hizo pensar a Lynn que podría pasar por abogado perfectamente.
– Por favor, siéntense -dijo, abriendo una carpeta marrón, en cuyo interior Lynn pudo ver una carta de Ross Hunter. Entonces él mismo se sentó y la leyó.
Lynn cogió la mano a Caitlin y se la apretó levemente, y su hija no hizo ningún esfuerzo por apartarla. El doctor Granger le estaba haciendo sentir incómoda. No le gustaba su frialdad, ni la exhibición de sus fotos de familia. Parecían comunicar un mensaje: «Yo estoy bien y tú no. Lo que yo tengo que decirte no va a cambiar nada mi vida. Yo me iré esta noche a casa y cenaré, veré la televisión y quizás entonces le diré a mi mujer que quiero mantener relaciones sexuales y tú…, bueno, tú te despertarás mañana en tu infierno particular, y yo me levantaré como cada mañana, disfrutando de la alegría de la primavera y con mis preciosos hijos al lado».
Cuando acabó la lectura, se inclinó hacia delante con una expresión algo menos gélida.
– ¿Cómo te encuentras, Caitlin?
Ella se encogió de hombros, y se quedó callada unos segundos. Lynn se quedó esperando. Caitlin sacó la mano de la de su madre y empezó a rascarse el dorso de ambas manos alternativamente.
– Me pica -dijo-. Me pica todo. Hasta los labios.
– ¿Algo más?
– Estoy cansada. -De pronto tenía un aspecto malhumorado. Su aspecto normal-. Quiero encontrarme mejor -dijo.
– ¿Notas que pierdes ligeramente el equilibrio?
Ella se mordió el labio y asintió.
– Creo que el doctor Hunter ya les ha dado los resultados de los análisis.
Caitlin volvió a asentir sin establecer contacto visual. Luego rebuscó en su bolso de tela de rayas de cebra y sacó su teléfono móvil.
El médico abrió los ojos, extrañado, mientras Caitlin apretaba unos botones y leía la pantalla.
– Sí -respondió con expresión distante, como si lo dijera para sí misma-. Sí, ya me ha contado.
– Sí -intervino Lynn enseguida-. Nos lo ha dicho, nos ha puesto al corriente… Ya sabe, de lo que usted le ha dicho. Gracias por recibirnos tan pronto.
En algún lugar del exterior, por la calle, sonó la alarma de un coche. El especialista miró de nuevo a Caitlin un momento, observando cómo enviaba un mensaje de texto y luego volvía a meter el teléfono en el bolso.
– Tenemos que actuar rápido -dijo.
– Realmente no entiendo qué es lo que ha cambiado -replicó Caitlin-. ¿Puede explicármelo en plan fácil? ¿Como en lenguaje para «tontos»?
Él sonrió.
– Haré lo que pueda. Tal como sabes, durante los últimos seis años has sufrido de colangitis esclerosante primaria, Caitlin. En principio tenías una forma juvenil más leve (si la podemos llamar así), pero últimamente ha evolucionado a gran velocidad y se ha convertido en la forma adulta avanzada. Hemos intentado mantenerla controlada con una combinación de fármacos y cirugía durante los últimos seis años, esperando que tu hígado se curara solo, pero eso sucede muy raramente y me temo que no ha sido tu caso. Tu hígado está muy deteriorado, hasta el punto de que tu vida correría peligro si no hiciéramos algo.
De pronto, la voz de Caitlin se volvió muy débil:
– Entonces voy a morir, ¿no?
Lynn le cogió la mano y se la apretó fuerte.
– No, cariño, no vas a morir. De ningún modo. Te pondrás bien -dijo, buscando con los ojos la confirmación en el médico.
El doctor respondió, impasible:
– Me he puesto en contacto con el Royal South London Hospital y he conseguido que te admitan esta noche para una evaluación y ver si se puede efectuar un trasplante.
– Odio ese hospital de mierda -dijo Caitlin.
– Es la mejor unidad del país -rebatió el médico-. Hay otros hospitales, pero nosotros solemos trabajar con éste.
Caitlin volvió a rebuscar en su bolso.
– El caso es que esta noche no puedo. Luke y yo vamos a un club. El Digital. Toca una banda que quiero ver.
Hubo un breve silencio. Entonces, el facultativo dijo, con mucha más delicadeza de la que Lynn le creía capaz:
– Caitlin, no estás nada bien. Sería una imprudencia salir. Tengo que llevarte al hospital enseguida. Quiero encontrarte un nuevo hígado lo más rápidamente posible.
Caitlin lo miró un momento a través de sus ojos, de un amarillo ictérico.
– ¿Qué quiere decir «bien»?
El médico, transformando su gesto en una sonrisa, dijo:
– ¿Realmente quieres que te lo defina?
– Sí. ¿Qué quiere decir «bien»?
– Estar viva y no encontrarte mal sería un buen principio -dijo él-. ¿Qué tal te suena eso?
Caitlin se encogió de hombros.
– Sí, bueno, bastante bien. -Asintió, asimilando las palabras. Era evidente que estaba analizándolas.
– Si conseguimos trasplantarte un hígado, Caitlin -prosiguió él-, es muy probable que empieces a sentirte bien de nuevo y vuelvas a la normalidad.
– ¿Y si no? ¿Si no… me hago el trasplante?
Lynn quería meter baza y decir algo, contarle a su hija lo que sucedería exactamente. Pero sabía que tenía que guardar silencio y quedarse de espectadora.
– Entonces -dijo él, crudamente-, me temo que morirás. Creo que te queda poco tiempo de vida. Unos meses como máximo. Pero podría ser mucho menos.
Se produjo un largo silencio. Lynn de pronto sintió la mano de su hija apretando la suya y le devolvió el apretón con toda la fuerza que pudo.
– ¿Me moriré? -preguntó Caitlin, en un susurro tembloroso. Se giró hacia su madre, atónita, y se la quedó mirando.
Lynn le sonrió, incapaz de pensar en aquel momento qué podía decirle a su hija.
– ¿Es cierto? -insistió Caitlin, nerviosa-. ¿Mamá? ¿Es eso lo que ya te habían dicho?
– Estás muy grave, cariño. Pero si te hacen un trasplante te pondrás bien. Podrás tener una vida completamente normal.
Caitlin se quedó en silencio. Se llevó un dedo a la boca, algo que Lynn no le había visto hacer en años. Se oyó un pitido, y luego un fax en un estante próximo al doctor imprimió una hoja de papel.
– He estado consultando Internet -dijo Caitlin, de pronto-. Me he informado sobre los trasplantes de hígado. Los sacan de gente muerta, ¿verdad?
– En su mayoría, sí.
– ¿Así que me van a poner el hígado de un muerto?
– En primer lugar, no hay ninguna garantía de que tengamos la suerte de conseguirte un hígado.
Lynn se lo quedó mirando en silencio, pasmada.
– ¿Qué quiere decir con eso de que «no hay ninguna garantía»?
– Ambas tienen que entender -dijo, con una seguridad que hizo que a Lynn le entraran ganas de ponerse en pie y darle una bofetada- que los hígados escasean y que tienes un grupo sanguíneo poco frecuente, lo que dificulta aún más las cosas. Depende de si te puedo poner en una lista prioritaria, algo que espero. Pero técnicamente tu estado es «crónico», y los pacientes con un fallo hepático «agudo» suelen ser prioritarios. Tendré que luchar para conseguirlo. Por lo menos cumples varios de los factores positivos, al ser joven y no tener otros problemas de salud.
– Así que, si tengo suerte y consigo uno, ¿es probable que me pase el resto de la vida con el hígado de una muerta en mi interior?
– O de un muerto -puntualizó él.
– Fantástico.
– ¿No es mejor que la alternativa, cariño? -preguntó Lynn, al tiempo que intentaba cogerle la mano de nuevo, pero Caitlin la rechazó.
– ¿Así que va a ser de algún donante de órganos?
– Sí -dijo Neil Granger.
– ¿De modo que el resto de mi vida voy a tener que vivir sabiendo que alguien murió y que me colocaron un pedazo del cadáver dentro?
– Te puedo dejar algún libro sobre el tema, Caitlin -dijo él-. Y cuando vayas al Royal, conocerás a mucha gente, entre ellos asistentes sociales y psicólogos, que te explicarán todo lo que significa. Pero tienes que recordar algo importante: para los seres queridos y las familias de las personas que han muerto, en muchos casos es un gran consuelo saber que la muerte no ha sido del todo inútil, que la muerte de esa persona ha hecho posible que otra viva.
Caitlin se quedó pensativa unos momentos. Luego dijo:
– Estupendo. ¿Quiere que me trasplanten un hígado para que otra persona pueda llevar mejor la muerte de su hija, de su marido o de su hijo?
– No, ése no es el motivo. Quiero que te lo hagan para poder salvarte la vida.
– La vida es una mierda, ¿no? -dijo Caitlin-. Es una buena mierda.
– La muerte es una mierda aún mayor -replicó el médico.