– ¡Por el extremo! -le indicó Marlene Hartmann a Grigore-. Al final del campo de golf, pasado el hoyo ocho, hay otra salida. La Policía no la encontrará. Nos llevará a un camino. Podemos mantenernos alejados de la carretera principal varios kilómetros. Conozco el camino. Yo te indico.
Iba en el asiento trasero del Mercedes marrón, agarrada a la parte superior del asiento del acompañante, mirando a su alrededor con ansiedad, respirando fuerte y maldiciendo su suerte. Maldiciendo a la tal señora Beckett y a la zorra de su hija. Maldiciendo a la Policía. Maldiciendo al cirujano miedica, Sirius.
Pero sobre todo se maldecía a sí misma. Su estupidez por pensar que podría llevar esto adelante. Codicia. Era como la locura de un jugador que no sabe cuándo retirarse.
En el asiento de delante iba Vlad Cosmescu, en silencio, con los mismos pensamientos. En la ruleta, siempre -o casi siempre- sabía cuándo parar. Cuándo retirarse. Cuándo irse a casa.
Debería de haberse ido a casa la noche anterior, y todo habría ido bien. Tenía que haber vuelto a Rumania. No le debía nada a esa mujer. Sólo le usaba, como todo el mundo. Del mismo modo que él los utilizaba a ellos. Así es como él veía el mundo. En la vida lo importante no era la lealtad, sino la supervivencia.
¿Y por qué estaba allí entonces?
Conocía la respuesta. Porque aquella mujer tenía un influjo sobre él. Él quería conquistarla, quería acostarse con ella. Pensaba que ser valiente la atraería.
Soltó una maldición en silencio. Durante diez años había reunido mucho dinero y había escapado del alcance de la ley.
«Idiota -pensó-. Qué idiota.»
El coche dio un giro brusco y rebasó un montículo. Luego, para enojo de dos jugadores de golf, atravesó un green, entre las bolas que estaban a punto de tirar al hoyo. Cuando el coche cayó al suelo tras el bote, Marlene se dio contra el techo.
– Scheisse! -exclamó, pero no por el dolor.
Lo que le hizo soltar el improperio fue la visión de la furgoneta blanca de Policía atravesada en la salida trasera de Wiston Grange, frente a ellos.
– ¡Gira! -ordenó a Grigore-. Probaremos por delante.
– ¿No nos iría mejor a pie? -propuso Cosmescu mientras Grigore frenaba de golpe, haciendo derrapar el coche por la hierba.
– Sí, claro, ¿con el helicóptero ahí arriba? ¡No tenemos ninguna posibilidad! -dijo ella. Miró por la ventanilla, estirando el cuello hacia arriba.
Entonces Grigore soltó un alarido y señaló con el dedo por encima del hombro. Marlene se giró y, horrorizada, vio un Range Rover de la Policía tras ellos, con las luces encendidas y ganando terreno a gran velocidad.
– ¿Quiere que intento? -dijo Grigore-. ¿Yo conduzco rápido?
– No, para. No digáis nada. Yo hablaré. Intentaré soltarles alguna mentira. ¡Para el coche! Halten!
Grigore obedeció. Los tres se quedaron sentados un momento, en un silencio incómodo, mientras Marlene pensaba a toda prisa.
Otro coche policial se les acercaba rápidamente. Paró dejando el morro frente al del Mercedes, bloqueándoles el paso, mientras el sonido de la sirena se apagaba. Y cuando Marlene vio los ocupantes de los asientos delanteros, su desánimo creció aún más.
El conductor era un agente negro que nunca había visto, pero su acompañante era alguien que desde luego había visto antes. En su oficina en Alemania.
El día anterior.
Ahora estaba fuera del coche y se acercaba a ella, con el abrigo abierto y ondeando al viento. Del Range Rover salieron varios agentes uniformados y con chaleco salvavidas que se situaron tras él.
– Buenos días, «señor Taylor» -le saludó ella fríamente, mientras él abría la puerta-. ¿O prefiere que le llame «superintendente Grace»?
Haciendo caso omiso a su comentario y muy serio, él dijo:
– Marlene Eva Hartmann, queda arrestada como sospechosa de tráfico de seres humanos para trasplantes de órganos -le informó-. Salga del coche, por favor.
Le agarró por la muñeca mientras salía y luego le hizo un gesto a uno de los policías uniformados, que se acercó y la esposó.
– Espera ahí un momento -le ordenó al agente; luego abrió la puerta delantera y se dirigió a Cosmescu.
– Joseph Baker, también conocido como Vlad Roman Cosmescu, queda arrestado como sospechoso del asesinato de Jim Towers.
Mientras esposaban a Cosmescu, Grace se fue al lado del conductor y abrió la puerta. El hombre se le quedó mirando con los ojos desorbitados y temblando.
– Bueno, ¿y tú quién eres? -preguntó.
– Yo, Grigore. Yo el conductor.
– ¿Tienes apellido?
– ¿Ape…, qué?
– ¿Grigore? ¿Grigore qué más?
– Ah. Dinica. ¡Grigore Dinica!
– Tú eres el conductor, ¿verdad?
– Sí, como taxista, como taxista.
– ¿«Taxista»? -insistió Grace, limpiándose un copo de aguanieve del rostro. Su radio hizo un ruido, pero él no hizo caso.
– Sí, sí, «taxista». Yo sólo conducir taxi para esta gente.
– ¿Quieres que te trinque también por conducir un taxi sin licencia, además de los cargos de los que te voy a acusar?
Grigore se lo quedó mirando sin expresión, con la frente cubierta de sudor. Tras ordenar a Glenn Branson que detuviera a aquel tipo como posible cómplice e instigador del tráfico humano, Grace se giró de nuevo hacia la mujer. Antes de que pudiera decir nada, habló ella:
– Superintendente Grace, ¿me permite que le sugiera que la próxima vez que finja ser un cliente interesado en algún servicio, se informe mejor?
– Si usted está tan bien informada, ¿cómo es que la hemos trincado? -replicó él.
– Yo no he hecho nada malo -respondió ella, categórica.
– Bien. Entonces tiene suerte. Las cárceles inglesas están terriblemente superpobladas actualmente. No le recomendaría la estancia en ellas, especialmente las de mujeres. -Se limpió unos copos más de aguanieve de la cara-. Ahora, Frau Hartmann, ¿quiere que hagamos esto por la vía fácil o por la difícil?
– ¿Qué quiere decir?
– Tenemos una orden de registro firmada, y viene de camino: estará aquí dentro de unos minutos. Puede ofrecernos una visita guiada, si quiere, o dejar que nosotros exploremos por nuestra cuenta.
Sonrió.
Ella no le devolvió la sonrisa.