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Con el juego electrónico cogido con ambas manos, Rares miraba por la ventanilla trasera del Mercedes y veía pasar el campo. Hacía viento y unas nubes gordas y mullidas iban y venían por el cielo azul. A lo lejos vio una sucesión de colinas verdes que le recordaron ligeramente el campo de Rumania, donde había vivido sus primeros años.

Cruzaron una rotonda y dejaron atrás un cartel en el que ponía Steyning. Repitió el nombre para sus adentros. El coche aceleró y sintió de nuevo el respaldo pegado a su espalda. Estaba nervioso. Muy pronto volvería a ver a Illunca. Pensaba en su sonrisa. En el suave tacto de su piel. En sus confiados ojos de color avellana. En su espíritu independiente y seguro. Era ella la que había encontrado a aquella mujer alemana, la que había decidido que cambiaran de vida. Le encantaba aquello. Cómo conseguía que sucedieran las cosas. Cómo sabía cuidarse. Y le encantaba que le dijera que él era la única persona que la había cuidado.

Le hubiera gustado que hubieran podido viajar juntos, pero la mujer alemana había sido inflexible. Primero Illunca, luego él. Había motivos por los que no podían viajar juntos, buenos motivos, les había asegurado. Y habían confiado en ella.

¡Y ahora estaban allí!

Los dos hombres de delante guardaban silencio, pero no le importaba. Eran sus salvadores. No le importaba estar callado, tener tiempo para pensar, para mirar adelante.

La carretera se estrechó. Altos setos verdes a ambos lados. En la radio del coche sonaba música. Una cantante que reconoció. Feist. ¡Era libre!

Al cabo de un rato estarían juntos de nuevo. Ganarían dinero, como les habían prometido. Vivirían en un bonito apartamento, quizás incluso con vistas al mar. A cada árbol, seto o cartel que pasaba, el corazón le latía más rápido.

El coche redujo la marcha. Giró a la izquierda y pasó por una majestuosa entrada con columnas. Un cartel decía: «Wiston Grange spa resort». Rares se quedó mirando el nombre, preguntándose cómo se pronunciaba y qué significaría.

Recorrían un estrecho camino de acceso asfaltado con una serie de carteles de advertencia que no pudo leer:


Propiedad privada

Prohibido aparcar

Prohibido hacer picnic

Absolutamente prohibido acampar


Las colinas se levantaban frente a él. Una de ellas tenía un grupito de árboles en la cima. Pasaron junto a un gran lago, a la izquierda, y luego entraron por un largo paseo con árboles que unían sus copas sobre la carretera. El arcén estaba cubierto de hojas caídas. El coche redujo la marcha, superó una gruesa banda sonora y luego aceleró. Rares vio el césped perfectamente cuidado a su izquierda, con una banderita en un palo en el centro. Sobre la hierba había dos mujeres, una de ellas con un palo de metal en la mano, a punto de golpear una pelotita blanca. Se preguntó qué estarían haciendo.

El coche volvió a frenar, superó otra banda sonora y volvió a acelerar. Por fin, al final del camino, se detuvieron frente a una enorme casa de piedra gris con una vía de acceso asfaltada circular delante. Rares no entendía de arquitectura, pero parecía antigua y muy señorial.

Allí había todo tipo de coches elegantes aparcados. Se preguntó si sería un hotel muy caro. ¿Sería allí donde trabajaba Illunca? Decidió que sí, que aquello lo explicaría todo, y que él también trabajaría allí. Parecía un lugar aislado, pero aquello no le importaba si estaba con ella y si tenían un lugar para dormir y estar calentitos, si disponían de comida y no vivían amenazados por la Policía.

El Mercedes dio un giro brusco a la derecha y pasó bajo un arco. Luego paró en la parte trasera de la casa, que parecía menos elegante, junto a una pequeña furgoneta blanca.

– ¿Es aquí donde está Illunca? -preguntó Rares.

Cosmescu giró la cabeza.

– Está aquí, esperándote. Tú no tienes más que pasar un rápido control médico y volverás a verla.

– Gracias. Son muy amables.

El tío Vlad Cosmescu giró la cabeza de nuevo, en silencio. Grigore miró por encima del hombro y sonrió, dejando a la vista varios dientes de oro.

Rares accionó la manilla de la puerta, pero no se abrió. Volvió a intentarlo, sintiendo de pronto un acceso de pánico. El tío Vlad salió y abrió la puerta de atrás. Rares salió y el tío Vlad le condujo hasta una puerta blanca.

Cuando llegaron les abrió una mujer enorme vestida con una bata blanca de médico y pantalones blancos. Tenía un rostro duro y serio, la nariz chata y el pelo negro y corto, como el de un hombre, engominado hacia atrás. Según la identificación que llevaba en el pecho se llamaba Draguta. Lo miró con unos ojos fríos y distantes y sus minúsculos labios rosados esbozaron la más leve de las sonrisas. En su rumano nativo, dijo:

– Bienvenido, Rares. ¿Has tenido buen viaje?

Él asintió.

Flanqueado por los dos hombres, no tenía otra opción más que la de seguir adelante, por un pasillo de azulejos blancos y ambiente aséptico. Olía a desinfectante. De pronto se sintió profundamente intranquilo.

– ¿E Illunca? ¿Dónde está?

La mirada de sorpresa en los pequeños ojos oscuros de la mujer, tras aquellos párpados caídos, hizo que al instante su intranquilidad aumentara.

– ¡Está aquí! -dijo el tío Vlad.

– ¡Quiero verla ya!

Rares se había buscado la vida por las calles de Bucarest durante años. Había aprendido a leer en los rostros de la gente. Y no le gustaba el intercambio de miradas entre aquella mujer y los dos hombres. Se giró, se escabulló bajo los brazos de Cosmescu y echó a correr.

Grigore le agarró por el cuello de la chaqueta vaquera. Rares forcejeó y se liberó, pero Cosmescu le asestó un certero golpe en la nuca y cayó al suelo, inconsciente.

La mujer se cargó el cuerpo inerte al hombro y, seguida por los dos hombres, se lo llevó por el pasillo y atravesó la puerta doble de la pequeña sala preoperatoria. Lo depositó sobre una camilla de acero.

Un joven anestesista rumano, Divide Barbu, licenciado cinco años antes en una facultad de Bucarest y que tenía un sueldo de 3.000 euros al año, estaba esperándolo.

Divide tenía una espesa mata de pelo negro peinada hacia delante, con un flequillo y una barba de tres días perfectamente cuidada. Con su rostro delgado y bronceado, podría pasar por un profesional del tenis o un actor. Ya tenía la jeringa preparada, cargada con un bolo de benzodiazepina. Sin necesidad de que le dieran instrucciones, inyectó el fármaco en el brazo de Rares, que seguía inconsciente. Bastaría para mantenerlo fuera de juego unos minutos más.

Mientras tanto, aprovecharon para quitarle al joven todas sus ropas e insertarle una cánula intravenosa en la muñeca. Entonces le conectaron una vía con propofol, para asegurarse de que Rares no recuperara la consciencia, pero sin provocar ningún daño a sus preciosos órganos internos.

En la sala de al lado, el quirófano principal de la clínica, un chico de doce años con el hígado tan enfermo que sólo le quedaban semanas de vida estaba ya bajo anestesia y el segundo cirujano se disponía a abrirle. Era un especialista en trasplantes rumano de treinta y ocho años, Razvan Ionescu. En su país de origen Razvan no cobraría más de 4.000 euros al año -o algo más, contando los sobornos-. Trabajando allí, en aquella clínica, ganaba más de 200.000. Al cabo de unos minutos, vestido con una bata de quirófano verde y con gafas de aumento en los ojos, estaría listo para extirpar el hígado disfuncional del chico. Razvan contaba con la asistencia de dos enfermeras rumanas, que colocaron los clamps, y cada paso era supervisado, hasta el más mínimo detalle, por uno de los cirujanos de trasplantes de hígado más eminentes del Reino Unido.

La primera norma de la medicina que este cirujano había aprendido cuando era joven y estaba estudiando, hace muchos años, era: «No hay que dañar nada».

Aquel chico rumano de la calle no tenía una vida por delante. Que muriera aquel mismo día o dentro de cinco años por sobredosis de drogas no cambiaba nada. Pero el adolescente inglés que recibiría su hígado era muy diferente. Tenía talento para la música y un prometedor futuro por delante. Por supuesto, no era función de los médicos jugar a ser Dios, decidir quién vivía o quién moría. Pero la dura realidad era que uno de aquellos dos jovencitos estaba condenado.

Y él nunca admitiría que las 50.000 libras esterlinas libres de impuestos depositadas en su cuenta en Suiza por cada trasplante que efectuaba condicionaban ligeramente su opinión.

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