Poco después, Glenn se despertó con el traqueteo de la cadena del ancla. El motor se apagó y de pronto la cubierta dejó de vibrar. Sentía el movimiento del barco. La cubierta que le impulsaba hacia arriba y luego se hundía de nuevo, y que lo zarandeaba a izquierda y derecha. Oyó el crujido de un cabo. El quejido de un cabrestante. El sonido del gas al salir de una lata de refresco. El chisporroteo estático de una radio. Y luego la voz de Tania.
– Hotel Uniform Oscar, Oscar. Aquí Suspol, Suspol a bordo del MV Scoob-Eee, llamando al guardacostas de Solent -dijo. «Suspol» era el nombre que usaba la Policía de Sussex en las transmisiones náuticas.
Llegó la respuesta:
– Guardacostas de Solent. Guardacostas de Solent. Canal sesenta y siete. Corto.
– Aquí Suspol. -Era Tania de nuevo-. Tenemos diez personas a bordo. Nuestra posición es diez millas náuticas al sureste del puerto de Shoreham. -Dio las coordenadas-. Estamos sobre nuestra zona de inmersión, a punto de empezar.
De nuevo la voz entrecortada:
– ¿Cuántos submarinistas hay ahí, Suspol? ¿Cuántos en el agua?
– Nueve a bordo. Dos entrando en el agua.
Glenn apenas se había dado cuenta de que tenía una manta o una lona sobre los hombros y de que ya no tenía tanto frío. La cabeza le daba vueltas. Quería estar en cualquier parte, en cualquier lugar del mundo, menos allí. De pronto vio a Arf, que lo miraba desde arriba.
– ¿Cómo te encuentras, Glenn?
– He estado mejor -respondió una voz incorpórea que le recordó la suya.
De pronto la peste a jabón Jeyes se hizo más intensa.
Art mostraba una expresión paternal y agradable bajo la sombra de la visera de su gorra de béisbol. Unos mechones de cabello blanco flotaban a ambos lados de su cara, como hebras de algodón empujadas por el viento.
– Hay dos tipos de mareo -dijo Arf-. ¿Lo sabías?
Glenn sacudió la cabeza levemente.
– El primero es cuando te temes que vas a morir.
Glenn se lo quedó mirando.
– El segundo es cuando te temes que «no» vas a morir.
A su alrededor, Glenn oyó unas risas.
Había un tercer tipo, pensó Glenn, que era el que estaba experimentando él en aquel momento. Era cuando ya habías muerto, pero no conseguías abandonar tu cuerpo.
Tania, con su traje de neopreno puesto, estaba cortando las puntas de la bolsa blanca para cadáveres que iba a llevarse consigo, para que en caso de recuperar un cuerpo el agua pudiera salir. Al igual que gran parte del equipo policial, aquellas bolsas no estaban pensadas para operar bajo el agua, así que tenían que adaptarlas.
Tras conectar el cordón umbilical al panel de abastecimiento en superficie y el sistema de comunicaciones, del que se ocupaba Gonzo, comprobó que no hubiera fugas en el traje y en las gafas, y luego probó los tubos de respiración y de comunicaciones del cordón. Cuando los dos quedaron satisfechos con el resultado, Tania miró su reloj. Todos los submarinistas experimentados tenían muy en cuenta el riesgo de sufrir la enfermedad del buzo, y las medidas de seguridad formaban una parte esencial de su procedimiento operativo. La enfermedad del buzo consiste en la acumulación de partículas de nitrógeno en la sangre. Puede resultar dolorosísima, a veces mortal, y el único modo de evitarla es realizar frecuentes pausas durante la ascensión a la superficie, a veces largas, dependiendo de la duración y la profundidad de la inmersión. El momento de inicio de la inmersión empezaba a contar en cuanto el submarinista abandonaba la superficie.
Miró una vez más su cordón umbilical, comprobó la posición de la boya rosa, a unos metros del barco, y se dejó caer hacia atrás, zambulléndose en las agitadas aguas.
Por un momento, mientras se sumergía entre una vorágine de burbujas, experimentó la belleza y la calma de las profundidades. Un silencio total, excepto por el sonido hueco de su respiración. Luego sacó la cabeza del agua y, al momento, sintió el golpeteo de las olas. Levantó el pulgar para indicarle a Gonzo que todo iba bien.
Aunque se había sumergido innumerables veces, tanto por trabajo como cada vez que había tenido ocasión en vacaciones, meterse en el agua le daba un subidón de adrenalina cada vez. No había dos inmersiones iguales. Nunca sabías lo que ibas a encontrar o experimentar. Y aún no podía creerse la suerte que había tenido al conseguir aquel trabajo, con aquella unidad, que le daba la ocasión de sumergirse casi cada semana.
Eso sí, tenía que reconocer que sumergirse en busca de cadáveres en apestosos canales llenos de neveras viejas, herramientas de jardín, alambradas de corral, carritos de supermercado y coches robados no era lo mismo que hacerlo entre los peces tropicales y la fauna marina de las Maldivas.
Miró a su alrededor en busca de la boya rosa, que había desaparecido momentáneamente tras una ola, dio unas cuantas brazadas hacia allí, aferró el cable lastrado con sus guantes de goma y se sumergió unos metros bajo la superficie.
Allí volvía a reinar la calma de pronto. Aquél era el momento que más le gustaba, descender desde la altura de las olas y el viento hacia un mundo completamente diferente. Siguió bajando poco a poco, tragando saliva para equilibrar la presión de los oídos, con un brazo pasado alrededor de la cuerda. La visibilidad iba disminuyendo rápidamente, hasta que se encontró en una oscuridad total.
Cuando llegó al fondo y hundió los pies en la arena, no veía nada. En días de buen tiempo la visibilidad bajo el canal era bastante buena. Pero aquel día las corrientes habían levantado la arena y el limo del fondo, y habían formado una nube oscura como una carbonera. No tenía sentido encender la cámara y la linterna; tendría que hacerlo todo a través del tacto.
Comprobó el profundímetro luminoso de muñeca. Le costó leer la pantalla, pero indicaba veinte metros. El tiempo que llevaba de inmersión era de dos minutos. Se comunicó con la superficie hablando por la manga de voz:
– He tocado fondo. Empiezo el trabajo.
Luego buscó a tientas la línea de comunicación con la superficie. El día anterior, cuando el escáner había detectado las dos anomalías en el lecho marino, las habían marcado con boyas ancladas y líneas de rastreo, unas cuerdas fijadas al lecho marino con lastres.
Lo que tenía que hacer ahora, con la bolsa para cadáveres apretada bajo el brazo izquierdo, era nadar por el lecho marino, rozando el fondo, agarrada a la línea de rastreo con la mano izquierda mientras tanteaba con la derecha. Movería la mano derecha hacia el exterior y hacia el cuerpo alternativamente, en un arco continuo, hasta dar con el objeto que estaba buscando. Si llegaba hasta el lastre, al final de la línea, lo movería medio metro hacia la derecha y luego volvería a seguirlo en dirección contraria. Al llegar al punto de partida, movería ese lastre también medio metro hacia la derecha y repetiría el proceso.
El escáner no era lo suficientemente sofisticado como para decirle qué eran aquellas anomalías en el lecho marino: sólo le daba la forma y el tamaño aproximado. Ambas tenían aproximadamente 180 centímetros de largo y más de medio metro de ancho. O sea, que podían ser cuerpos humanos. Pero no necesariamente. Podían ser piezas de algún equipo o basura tirada desde algún barco, o algún torpedo de la guerra que no hubiera explotado, o la carcasa de un avión que se hubiera estrellado, o muchas otras cosas. Al avanzar por el fondo marino a oscuras, lo peor era dar con un objeto afilado.
Algo chocó contra sus gafas, luego desapareció. Sería un pez del fondo marino, un lenguado o una platija, o quizás una anguila.
Lentamente, agarrada al cable de rastreo con la mano izquierda, empezó a nadar a través de aquel mar de tinta, agitando el brazo derecho hacia delante y hacia atrás, en un arco continuo, como un limpiaparabrisas.
Cada vez que rastreaba de aquel modo, la mente le jugaba malas pasadas y decidía recordarle todas las películas de terror que había visto. Los monstruos y demonios de todo tipo que podrían estar acechando en el lecho marino, esperando su llegada.
Sin embargo, se había sumergido en lugares mucho peores que el mar abierto. Se había metido en un canal para recuperar el cuerpo de un niño de diez años. Se había metido en depósitos, en zanjas y en pozos. Tal como lo veía ella, allí no podía haber nada peligroso. No era más que una «anomalía». De pronto tocó algo con la mano.
Parecía una cara humana cubierta con un plástico.
Y, a su pesar, el corazón le dio un vuelco en el pecho. Y casi se arranca las gafas de buceo del susto.
La sangre se le heló en las venas.
«Mierda, mierda, mierda.»
Su marido, piloto de British Airways, nunca había practicado la inmersión. Ella había intentado explicarle muchas veces la emoción, el subidón que suponía. Él obtenía toda la emoción que necesitaba a los mandos de un 747, donde estaba seco y calentito, con bebidas calientes y comida de primera clase. Y ahora, por un momento, comprendió su postura.
Pasó la mano sobre la cara. La cabeza. A través de la capa de plástico duro. Hombros. Espalda. Nalgas. Muslos. Piernas. Pies.