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Los mareos iban cada vez a peor. Caitlin, congelada, sentía que el aguanieve le golpeaba la cara cada pocos segundos. Entonces fue a dar contra la pared, se apartó haciendo fuerza con los brazos y casi se cayó al suelo. Le costaba un gran esfuerzo mover los pies. Arrastró uno, luego el otro. Estaba casi en la parte delantera del edificio. Veía un aparcamiento. Filas y filas de vehículos que enfocaba sólo a ratos.

Atravesó un parterre de flores y casi se cae. El iPod, que le colgaba del cable, le iba dando golpes contra la rodilla. Tenía terribles picores. «Van a enfadarse conmigo. Mamá. Luke. Papá. La abuela. Mierda, van a estar enfadados conmigo. Mierda. Enfadados. Mierda. Enfadados.»

Por encima oyó un terrible ruido, como el de una metralleta.

Levantó la mirada, rascándose furiosamente el pecho. A unas decenas de metros sobre su cabeza vio un helicóptero azul oscuro y amarillo, como un enorme insecto mutante. Y vio la palabra Policía en el lateral. Mierda, mierda, mierda. Venían a detenerla por haber herido a la enfermera.

Se apoyó en la pared, jadeando, luchando por cada bocanada de aire. La pared se movía, se tambaleaba. Se separó unos centímetros. Vio la vía de acceso circular. El helicóptero se alejó, trazando un amplio arco. Entonces vio un taxi.

Una mujer con un abrigo de pieles y un pañuelo de seda estaba de pie junto a la puerta del conductor, pagando al taxista. Se giró y se dirigió hacia la puerta principal, arrastrando su maletita tras ella. El conductor se disponía a meterse de nuevo en el taxi.

Caitlin corrió, dando tumbos, hacia el taxi, agitando los brazos.

– ¡Eh! -gritó-. ¡Eh!

Él no la oía.

– ¡Eh!

El taxista volvía a subirse al vehículo.

Ella se agarró a la puerta del acompañante, tambaleándose. Sujetándose con todas sus fuerzas, la abrió.

– Por favor -dijo, jadeando-. Por favor, ¿está libre?

– Lo siento, guapa, estoy fuera de mi zona. Aquí no puedo recoger pasajeros.

– Por favor… ¿Adónde va? ¿No podría llevarme?

Era un hombre canoso con arrugas y rostro amable.

– ¿Adonde quieres ir? Yo tengo que volver a Brighton.

– Sí -dijo ella-. Sí, estupendo, gracias.

Entró, o más bien se dejó caer en el asiento del acompañante. Dentro olía muy fuerte a perfume de mujer.

– ¿Estás bien, niña? Estás sangrando.

Caitlin asintió.

– Sí -dijo, casi sin aliento-. Me he… me he pillado la mano con una puerta.

– Tengo un botiquín. ¿Quieres una tirita?

– No -respondió Caitlin, sacudiendo la cabeza con fuerza-. No, gracias. Estoy bien.

– ¿Has estado aquí recibiendo tratamiento?

Ella asintió, intentado desesperadamente mantener los ojos abiertos.

– He oído que es un lugar muy caro.

– Paga mi madre -susurró ella.

Él estiró el cuerpo por encima del de ella, tiró del cinturón de seguridad y se lo abrochó.

Cuando llegaron a las puertas de entrada, ella estaba casi inconsciente.

– ¿Estás segura de que estás bien? -preguntó él.

Ella asintió:

– Es agotador, ya sabe, los tratamientos.

– No, no tengo ni idea -dijo él-. No entra en mi presupuesto.

– Presupuesto -repitió ella, con voz tenue. Luego, al tiempo que se le cerraban los ojos, sintió cómo aceleraba el coche.

¿Estás segura de que te encuentras bien? -volvió a insistir el taxista.

– Estoy bien.

Cinco minutos más tarde, tres coches de Policía pasaron en dirección contraria, con las luces encendidas y las sirenas puestas. Un momento más tarde se les unió un cuarto.

– Parece que pasa algo -dijo el conductor.

– Siempre pasan cosas -murmuró ella, adormilada.

– Dímelo a mí.

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