Roy Grace, con la botella de champán más cara que había comprado en su vida en la mano, introdujo la llave en la cerradura de la puerta principal de la casa de Cleo.
En aquel preciso momento, sonó su teléfono.
Soltando una maldición, lo sacó del bolsillo y respondió:
– Superintendente Grace.
Era la subdirectora Alison Vosper, la persona con la que menos ganas tenía de hablar en aquel momento. Y para acabar de arreglarlo, daba la impresión de que estaba de un humor especialmente agrio.
– ¿Dónde está? -preguntó ella.
– Acabo de llegar a casa -respondió Grace, con la esperanza de que le impresionara el que fueran más de las nueve.
– Quiero verle a primera hora de la mañana. El jefe ha estado hablando con Alan McCarthy sobre la mala prensa que está recibiendo Brighton con su caso.
McCarthy era el alcalde de Brighton y Hove.
– Desde luego -dijo él, haciendo un esfuerzo por disimular su renuencia.
– A las siete.
– Muy bien -respondió, aunque soltó un gruñido para sus adentros.
– Espero que tenga algún progreso del que informar -añadió ella antes de colgar.
«Que tenga buena noche», articuló él en silencio. Luego abrió la puerta.
Cleo, vestida con una camisa de hombre y vaqueros rotos, estaba a cuatro patas sobre el parqué, disputándose un calcetín con Humphrey.
El perro gruñía, gemía y tiraba del calcetín como si en ello le fuera la vida.
– ¡Hola, cariño! -dijo él.
Levantó la vista, sin soltar su presa y sin observar la botella que Roy llevaba en la mano.
– ¡Hola! Mira, Humphrey, mira quién ha llegado. ¡Es el superintendente Roy Grace!
Él se arrodilló y la besó.
Ella le dio un beso rápido, pero estaba concentrada en el perro.
– ¡Champán! ¡Qué bien! -dijo. Luego, echando un vistazo de reojo a la saltarina bola negra de pelo, añadió-: ¿Qué te parece, Humphrey? ¡El superintendente Roy Grace nos ha traído champán! ¿Crees que será un regalo de buena voluntad?
– Siento llegar tarde… Me han entretenido tras la reunión.
Ella tiró del calcetín con fuerza. Humphrey se lanzó hacia ella, pero las patas le resbalaban sobre los tablones de roble pulido. Soltó su presa y luego volvió a morderla. Cleo levantó la mirada hacia Roy.
– ¡Te he preparado el mejor martini de tu vida! Con un vodka fantástico que he descubierto: Kalashnikov. Está en la nevera -exclamó. Luego añadió-: ¡Qué suerte tienes! ¡Tendrás que bebértelo tú por los dos!
Volvió a girarse hacia el perro.
– Tiene suerte, ¿verdad Humphrey? Llega aquí una hora más tarde de lo prometido y, aun así, se encuentra con una buena copa. Y tú y yo tenemos que beber agua. ¿Qué te parece?
De pronto, Grace se sintió incómodo. Ella parecía algo distante.
– ¡Me irá muy bien mientras esperamos a que se enfríe el champán! -dijo, intentado aplacarla.
Le enseñó la botella.
Echando un vistazo a la botella sin perder de vista a Humphrey, Cleo dijo:
– Señor superintendente, ¿tiene intenciones perversas para conmigo esta noche?
– ¡Muy perversas!
– Ya sabes que no debería beber.
– He mirado en Internet. Lo último es que beber una copa de vez en cuando no hace ningún daño a las embarazadas.
– ¿Y dos?
– Dos sería aún mejor. Una para ti y otra para el peque.
Ella sonrió con una mueca, bajó la mirada y se dio unas palmaditas en el vientre.
– ¡Papá piensa en todo! -dijo ella, burlona.
Grace dejó caer la americana y la corbata en un sofá. Luego metió la botella en el congelador y abrió la puerta de la nevera, donde encontró una copa de martini, llena hasta el borde, con una aceituna ensartada en un palillo. La cogió, se la llevó hasta el salón y le dio un sorbo; luego se sentó al borde del sofá. El alcohol le cayó como un rayo, animándolo de golpe.
Humphrey soltó el calcetín y se dirigió hacia él dando saltitos cortos.
– ¡Oye, oye! -exclamó. Se arrodilló y acarició al perro, que le respondió inmediatamente mordisqueándole la mano-. ¡Ay! -La retiró. Humphrey le miró, dio un salto vertical y volvió a mordisquearle. Él apartó su martini-. ¡Colega, tienes los dientes afilados! ¡Me haces daño!
– ¿Sabes qué dice mi padre de los martinis? -dijo Cleo. Humphrey volvió corriendo al calcetín, se lo quitó a Cleo de las manos y empezó a agitarlo furiosamente, como si quisiera matarlo.
– No. ¿Qué?
– «Señoras, cuidado con el dry martini, retírense tras el primero. ¡Porque con dos acabarán bajo la mesa, y con tres, bajo alguno de los caballeros!»
Grace sonrió socarronamente.
– ¿Y del champán de reserva qué dice?
– Nada. ¡Normalmente se pone morado con los martinis y nunca llega al champán!
– Me encantará conocerle.
– Te gustará.
– Estoy seguro -dijo Grace, nada seguro de cómo acogería el padre de Cleo, tan elegante, a un humilde poli.
Dio otro sorbo, y notó cómo el alcohol, seco y penetrante, se le subía a la cabeza. Volvió a sonar el teléfono. Hizo un gesto de disculpa y lo sacó del bolsillo.
– Roy Grace -respondió.
– ¡Eh, colega!
Era Glenn Branson.
– Hola -respondió-. ¿Qué quieres?
– ¿Es buen momento?
– No. Qué pasa.
– No, nada -dijo el sargento-. Sólo quería hablar contigo, de Ari.
– ¿No puede esperar hasta mañana?
– Sí, mañana hablamos. No te preocupes.
– ¿Estás seguro?
– Sí, mañana, está bien -dijo Glenn. Tenía voz de estar muy mal.
– Cuéntame.
– No, mañana te contaré. ¡Diviértete!
– Puedo hablar.
– No, no puedes. Mañana está bien.
– Dime, colega, ¿qué pasa?
La línea se cortó.
Grace intentó llamar a su amigo, pero le salió directamente el contestador. Intentó llamar al número de su casa, por si estaba allí, pero a los ocho tonos también le salió el contestador. Se metió el teléfono en el bolsillo del pantalón y se arrodilló.
Cleo siguió jugando unos minutos más con Humphrey, sin hacerle apenas caso. Luego, al cabo de un rato, cansada del juego, soltó el calcetín. El perro se lo llevó hasta el gran cojín sobre el que dormía y siguió forcejeando con él, soltando gruñidos y ladridos, como si estuviera luchando contra una rata muerta.
– ¿Quieres comer algo? -preguntó Cleo-. Te he preparado tu plato favorito. Por si te dignabas a aparecer.
Había escogido exactamente las mismas palabras que Sandy. Ella solía enfadarse con sus horarios, y especialmente cuando le llamaban a media comida.
– ¡Oye! -protestó él-. ¿Qué quiere decir eso de «por si te dignabas a aparecer»?
– Eres el jefe -dijo Cleo-. Podrías llegar a casa a la hora si realmente quisieras, ¿o no?
– Ya sabes que no puedo. Venga, no discutamos por eso. Tengo a tres adolescentes asesinados y a un montón de gente esperando respuestas. Ya has visto a los chavales: quiero descubrir quién hizo eso, y rápido, antes de que vuelva a suceder. Y tengo a mil personas tras de mí, exigiendo respuestas antes de Navidad. Yo incluido. Tengo que poner toda la carne en el asador.
– A mí me llega gente al depósito cada día, y me entrego a fondo a ellos y a sus familiares. Pero consigo separarlo de mi vida. Tú eso no lo haces, Roy. Tu trabajo es tu vida.
Grace sentía que se estaba sumergiendo en un enorme y oscuro vacío.
– Cuando estás de guardia, a veces tienes que salir a cualquier hora del día, cualquier día de la semana. ¿O no?
– Eso es diferente -replicó ella, encogiéndose de hombros y lanzándole una mirada rara.
Grace sintió de pronto una punzada de pánico. Dio un largo sorbo a su copa, pero el alcohol ya había dejado de hacer efecto. Por primera vez desde que habían empezado a salir, Cleo le parecía una desconocida, y tenía miedo de perderla.
– Va a ser siempre así, ¿verdad, Roy?
– ¿Cómo?
– Voy a estar siempre esperándote. Estás enamorado de tu trabajo.
– Estoy enamorado de ti.
– Y yo también estoy enamorada de ti. Y no soy tan tonta como para pensar que pueda cambiarte. No querría cambiarte. Eres un buen hombre. Pero… -Se encogió de hombros-. Me siento muy orgullosa de llevar dentro un hijo tuyo…, nuestro. Pero me preocupa cómo vas a hacerle de padre.
– Mi padre fue policía -dijo Grace-. Y fue un padre estupendo. Yo siempre estuve muy orgulloso de él.
– Pero era sargento, ¿verdad?
– ¿Y eso qué se supone que significa?
– Mierda, necesito una copa. ¿Cuánto tenemos que esperar para abrir esa botella?
– ¿Otros diez minutos, quizá?
– Prepararé la cena. ¿Puedes sacar a Humphrey al patio? Necesita hacer pipí y caca.
Grace obedeció y sacó al perro al jardín de la azotea, donde le hizo caminar en círculo durante diez minutos, durante los cuales Humphrey no hizo nada, salvo mordisquearle la mano unas cuantas veces más. Luego, cuando le dejó entrar de nuevo, el perro bajó las escaleras al trote, se meó en el salón y luego se puso en cuclillas y, tan contento, dejó una enorme caca sobre la blanca moqueta.
Cuando acabó de limpiar el estropicio, el Roederer Cristal ya estaba perfectamente frío. Sobre la pequeña mesa de la cocina había dos cuencos con gambas, aguacate cortado a dados y rúcula. Él sacó dos copas flauta de una vitrina, abrió la botella tan delicadamente como si tuviera un bebé en las manos y sirvió el champán.
Brindaron.
Cleo, sentada a la mesa, estaba imponente. Tan guapa, tan vulnerable. Roy apenas podía creer que llevara dentro el hijo de ambos. Ella dio un sorbito tímido y cerró los ojos un momento. Cuando volvió a abrirlos, estaban llenos de chispa, como la bebida.
– ¡Guau! ¡Es impresionante!
Él la miró a los ojos.
– Mira, aún no conozco siquiera a tu padre, y sé que en tu mundo hay un protocolo que seguir, pero… Cleo, ¿quieres casarte conmigo?
Se produjo un largo y agónico silencio, durante el cual ella se limitó a mirarlo, con una expresión ilegible. Por fin dio otro sorbo y luego dijo:
– Roy, cariño, no quiero que suene… -vaciló- raro, ni nada por el estilo, ¿vale?
Él se encogió de hombros. No tenía ni idea de lo que se avecinaba. Ella dio vueltas a la copa que tenía en la mano.
– Precisamente estaba pensando que, si un día me lo proponías porque estoy embarazada, nunca te diría que sí -dijo, con la expresión de una niña perdida y desvalida-. Ése no es el tipo de vida que quiero… para ninguno de los dos.
Se produjo un silencio aún más largo. Entonces habló él.
– El que estés embarazada no tiene nada que ver con esto.
Es sólo un premio añadido, muy grande. Yo te quiero, Cleo. Eres la persona más bella, por dentro y por fuera, que he tenido la suerte de conocer en mi vida. Te quiero con todo mi cuerpo y mi alma. Te amaré hasta el final del mundo y mucho más. Y quiero pasar el resto de mi vida contigo.
Cleo sonrió, y luego asintió, pensativa.
– Eso no está mal -dijo. Luego le indicó con la mano que continuara-. ¿Más?
– Me encanta tu nariz. Tus ojos. Tu sentido del humor. Me encanta el modo que tienes de ver el mundo. Tu mente. Tu amabilidad con la gente.
– Así pues, ¿no tiene nada que ver con que sea un buen polvo? -dijo ella, fingiendo decepción.
– Bueno, eso también.
Cleo bebió un poco más y luego, apoyando los codos en la mesa y sosteniendo la copa con los dedos de ambas manos, le miró por encima.
– ¿Sabes? Tú tampoco eres un mal polvo.
– ¡Cochina!
Ella arrugó la nariz.
– ¡Cerdo calenturiento!
– ¡Te encanta!
– Pues no, en absoluto -respondió con gesto altanero-. Lo hago sólo por darte gusto.
Roy puso una sonrisita socarrona.
– No te creo.
Más tarde, Humphrey esperaba sentado en el suelo del dormitorio, ladrando y gimiendo mientras ellos hacían el amor. Al final se aburrió y se fue a dormir.
Acomodada entre los brazos de Roy, Cleo le besó en la nariz, luego en ambos ojos y luego en los labios.
– ¿Sabes? Eres un amante increíble. Eres increíblemente altruista.
– ¿Los hombres suelen ser egoístas?
Ella asintió. Luego hizo una mueca.
– Hablo por experiencia, claro, por los cientos de amantes que… ¡no he tenido!
– Me lo tomaré como un cumplido, ya que viene de una experta.
Ella le dio un empujón. Luego volvió a besarle.
– Hay algo más, señor superintendente: me haces sentir segura.
– Tú a mí me pones caliente.
Ella deslizó las manos por el cuerpo musculoso de él. Luego se detuvo.
– Dios santo. ¿Quieres más?
– ¿Ya lo hemos hecho?
– Hace cinco minutos.
– Debe de ser el alzhéimer, que ataca de forma precoz. Pensé que eso no era más que… ¡Ya sabes, los preliminares!
Ella esbozó una sonrisa.
– ¡Eres el tío más caliente que he conocido nunca!
– Tú me pones caliente -dijo él, y le dio un suave beso en los labios, luego en el cuello, en los hombros y después en cada centímetro de sus brazos, piernas, tobillos y dedos de los pies. Luego volvieron a hacer el amor.
Mucho más tarde, a la tenue luz de una vela casi consumida, Cleo, abrazada al cuerpo de Roy y empapada en sudor, dijo:
– Vale. Me rindo. Me casaré contigo.
– ¿De verdad?
– Sí. Lo deseo, más que nada en el mundo. Pero ¿no tenemos un problema?
– ¿Cuál?
– Tú ya tienes una esposa.
– Acabo de iniciar el proceso para declararla muerta, acogiéndome a la norma de los siete años. Mi hermana lleva tiempo intentando convencerme de que lo haga.
– «Cleo Grace» -murmuró ella-. Mmm…, suena bien.
Volvió a besarle y luego, tras abrazarlo con fuerza, se durmió.