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Contando a Roy Grace, había veintidós investigadores y agentes de apoyo alrededor de dos de las tres estaciones de trabajo de la Sala de Reuniones número 1, en el piso más alto de la Sussex House.

La zona de reuniones, a la que se llegaba a través de un laberinto de pasillos de color crema, ocupaba una tercera parte de la planta. Comprendía dos salas de reuniones, la SR-1, dos salas de interrogatorio de testigos, una sala de reuniones para los comunicados a los agentes y a la prensa, los laboratorios de criminalística y varios despachos para los altos cargos desplazados para investigaciones particulares.

La SR-1 era luminosa y de aspecto moderno. Tenía pequeñas ventanas en lo alto, con persianas venecianas, así como una claraboya de cristal esmerilado en el techo, en la que repiqueteaba la lluvia. No había elementos decorativos que distrajeran de la función del lugar, que era la de concentrarse exclusivamente en la resolución de delitos graves y violentos.

En las paredes había pizarras blancas, de las que se habían colgado fotografías de las tres víctimas de la Operación Neptuno. El primer joven aparecía envuelto en plástico, en el patín de la cabeza de dragado del Arco Dee, y luego durante las diversas fases de la autopsia. Había fotografías de la segunda y la tercera víctimas en sus bolsas para cadáveres sobre la cubierta del pesquero Scoob-Eee, y también durante sus respectivas autopsias. Una imagen, más ampliada que las demás, era un primer plano del brazo de la chica, que mostraba un tatuaje con una regla al lado, para dar idea de su tamaño.

También en la pizarra, como elemento de distensión, había una imagen del submarino amarillo del álbum de los Beatles, y las palabras Operación Neptuno encima. Se había convertido en costumbre ilustrar los nombres de todas las operaciones con una imagen. Había sido idea de algún bromista del equipo de investigación, probablemente Guy Batchelor, pensó Grace.

Junto al cuaderno de actuaciones abierto de Grace había un ejemplar del Argus de la mañana, y delante, sobre la superficie de la mesa de imitación de roble, tenía sus notas, puestas en limpio por su ayudante. El titular del periódico decía: «DOS CUERPOS MÁS HALLADOS EN EL CANAL».

Podía haber sido mucho peor. Kevin Spinella se había contenido mucho, algo impropio de él, relatando el caso prácticamente como le había pedido Grace. Afirmaba que la Policía sospechaba que los cuerpos habían sido lanzados desde algún barco de paso por el canal. Suficiente para darle a la comunidad la información a la que tenían derecho; suficiente para que pensaran en cualquier adolescente que conocieran y que se hubiera sometido recientemente a alguna operación y luego hubiera desaparecido, pero no tanto como para provocar el pánico.

Para Grace, aquello se había convertido en un caso de gran importancia potencial. Un triple homicidio en su territorio, con comisario nuevo y a las pocas semanas de estrenarse en el cargo. Sin duda la subdirectora Vosper, con su lengua viperina, le había contado ya a Tom Martinson lo que pensaba exactamente de Grace, y su torpe intento por entablar conversación con él en la fiesta de jubilación de Jim Wilkinson habría dado mayor credibilidad a su opinión. Tenía intención de conseguir que Martinson le dedicara unos minutos en la cena-baile de aquella noche, y con ello lograr una oportunidad de asegurarle que el caso estaba en buenas manos.

Vestido de un modo informal, con una chaqueta de cuero sobre un polo azul marino y una camiseta blanca debajo, vaqueros y deportivas, Roy Grace inició el procedimiento:

– Son las 8.30 del sábado 29 de noviembre. Ésta es la cuarta reunión de trabajo de la Operación Neptuno, la investigación de las muertes de tres personas desconocidas, identificadas como Varón Desconocido 1, Varón Desconocido 2 y Mujer Desconocida. Al mando de esta operación estoy yo, y, en mi ausencia, la inspectora Mantle.

Hizo un gesto hacia la inspectora, que tenía delante, para darla a conocer. A diferencia de muchos de los miembros de su equipo, que también iban vestidos de un modo informal, Lizzie Mantle llevaba uno de sus característicos trajes masculinos, en esta ocasión marrón con rayas blancas, y su única concesión al fin de semana era un suéter de cuello alto y marrón en lugar de una blusa más formal.

– Sé que varios de vosotros vais a la cena-baile del DIC de esta noche -prosiguió Grace-, y dado que es fin de semana, mucha de la gente con la que tenemos que hablar no estará disponible, así que a algunos de vosotros voy a daros fiesta el domingo. Para los que trabajen el fin de semana, tendremos sólo una reunión mañana, a mediodía, para que los que hayan acudido al baile hayan tenido tiempo de superar la resaca -añadió, con una sonrisita-. Volveremos a nuestra rutina con la reunión de las 8.30 del lunes.

Por lo menos, Cleo entendía los prolongados y antisociales horarios de trabajo de Roy, y se mostraba comprensiva, pensó aliviado. Nada que ver con los años pasados con Sandy, para quien el hecho de que trabajara en fin de semana era un gran problema.

Echó un vistazo a sus notas.

– Estamos esperando los resultados toxicológicos de la forense, que podrían ayudarnos con la causa de la muerte, pero no llegarán hasta el lunes. Mientras tanto, voy a empezar con los informes sobre el Varón Desconocido 1.

Miró a Bella Moy, que tenía su habitual cajita de Maltesers abierta delante. Sacó uno, como si fuera una droga, y se lo metió en la boca.

– Bella, ¿algo sobre los registros dentales? Paseándose la bola de chocolate por la boca, dijo:

– Hasta ahora no hay coincidencias para Varón Desconocido 1, Roy, pero sí hay algo que podría ser significativo. Dos de los dentistas que fui a ver comentaron que el estado de los dientes del chico era muy malo para su edad, lo que indicaba un mal estado de nutrición y de salud, y quizás un abuso de drogas. Así que es probable que proceda de un entorno marginal.

– ¿No había ningún rastro de intervención odontológica que les diera a los dentistas ninguna pista sobre su nacionalidad? -preguntó Lizzie Mantle.

– No -respondió Bella-. No hay rastros de ninguna intervención, así que muy probablemente nunca haya ido a un dentista. En ese caso no vamos a encontrar ninguna coincidencia.

– El lunes tendrás las tres muestras para cotejar -dijo Grace-. Eso debería aumentar nuestras posibilidades.

– No me iría mal contar con un par más de agentes para visitar más rápidamente todas las consultas odontológicas.

– De acuerdo. Comprobaré con qué recursos contamos después de la reunión -concedió Grace, tomando una nota rápida, para luego dirigirse a Norman Potting-. Tú ibas a hablar con los coordinadores de trasplantes de órganos, Norman. ¿Hay algo?

– Estoy intentando hablar con todos los de los hospitales a menos de 150 kilómetros de aquí, Roy -dijo Potting-. Hasta ahora nada, pero he descubierto algo interesante. -Se quedó de pronto callado, con una sonrisita misteriosa en la cara.

– ¿Y vas a compartirlo con nosotros? -preguntó Grace.

El sargento llevaba la misma chaqueta que se le veía todos los fines de semana, fueran de invierno o de verano. Una americana de tweed arrugada, con hombreras y bolsillos externos. Metió la mano en uno, deliberadamente despacio, como si fuera a sacar algo de gran importancia, pero se limitó a dejarla allí dentro y a juguetear con algunas monedas o alguna llave mientras hablaba.

– En el mundo hay una gran demanda de órganos humanos -anunció. Se mordió los labios y asintió con la cabeza solemnemente-. Especialmente de riñones e hígados. ¿Sabéis porqué?

– No, pero estoy segura de que estamos a punto de descubrirlo -dijo Bella Moy con irritación, al tiempo que se metía otro Malteser en la boca.

– ¡Por los cinturones de seguridad! -dijo Potting, triunfalmente-. Los mejores donantes son los que mueren de lesiones en la cabeza, con lo que el resto del cuerpo queda intacto. Hoy en día cada vez más gente lleva el cinturón puesto en el coche, y sólo mueren si quedan completamente destrozados, o calcinados. ¿No es irónico? Antiguamente, la gente se golpeaba con la cabeza en el parabrisas y moría. Hoy en día la mayoría son motoristas.

– Gracias, Norman -dijo Grace.

– Hay algo más que podría resultar interesante -añadió Potting-. Manila, en las Filipinas, recibe actualmente el apodo de «Isla de un solo riñón».

– Venga, hombre -protestó Bella, sacudiendo la cabeza con cinismo-. ¡Eso es una leyenda urbana!

Grace la reprendió levantando una mano.

– ¿Y qué importancia tiene eso, Norman?

– Es donde van los occidentales ricos a comprar riñones de los filipinos pobres. Los filipinos cobran por ello: una cantidad considerable de dinero, teniendo en cuenta su nivel de vida. Pero comprarlo y trasplantarlo cuesta entre cuarenta y sesenta mil.

– ¿De cuarenta a sesenta mil libras? -repitió Grace, asombrado.

– Un hígado puede salir por cinco o seis veces ese precio -respondió Potting-. La gente que lleva años en una lista de espera acaba desesperada.

– Estos tipos no son filipinos -precisó Bella.

– He vuelto a hablar con el guardacostas -dijo Potting, sin hacerle caso-. Le di el peso de los bloques de cemento que llevaba atados el primer desdichado. No cree que las condiciones meteorológicas de la semana pasada bastaran para que las corrientes lo arrastraran. La mayoría son superficiales. Quizá, si hubiera habido un tsunami, pero si no, no.

– Gracias. Esa información es buena -dijo Grace, tomando nota-. ¿Nick?

Glenn Branson, que aún tenía el mismo aspecto desaliñado, levantó la mano.

– Siento interrumpir. Sólo una precisión, Roy. Las tres personas podrían haber sido asesinadas en otro país, o incluso en un barco, y lanzadas al canal, ¿verdad? ¿No es eso lo que dijiste a los del Argus?

– Sí, unas millas más lejos de la costa, y no habrían sido problema nuestro. Pero fueron hallados en aguas territoriales británicas, así que lo son. Ya tengo a dos de nuestros agentes revisando una lista de todos los barcos que se sabe que han pasado por el canal en los últimos siete días. Pero aún no sé cómo vamos a cotejar esa información siquiera, ni si vale la pena intentarlo.

– Bueno -prosiguió Branson-, los cuerpos fueron hallados bajo unos veinte metros de agua, así que si no los ha arrastrado la corriente, es que los lanzaron allí, desde un barco, un avión o un helicóptero. Algunos de los buques cisterna y de carga más grandes necesitan mayor profundidad, así que podríamos eliminar una buena parte del tráfico marítimo. Por otra parte, yo diría que, cualquier patrón de barco tiene acceso a los mapas del Almirantazgo y debería saber que estaba en una zona de dragado, por lo que normalmente se alejaría de la zona si no quería que se descubrieran los cuerpos. Un piloto de avión o de helicóptero podría haber pasado por alto los mapas oficiales. Así que creo que también tendríamos que consultar a los aeropuertos locales, en particular al de Shoreham, y averiguar qué aeronaves han despegado durante la semana pasada e investigarlas.

– Estoy de acuerdo -le secundó la inspectora Mantle-. Lo que dice Glenn tiene sentido. El problema es que desde un aeródromo privado podría haber despegado cualquiera sin comunicar su plan de vuelo, especialmente si se trata de una avioneta que haya salido con la misión de lanzar los cuerpos.

– También podría ser un avión de otro país -añadió Nick Nicholl.

– Eso lo dudo -dijo Grace-. Cualquier avión extranjero, por ejemplo, francés, sólo se adentraría unas millas en el canal. No entraría en el espacio aéreo británico.

Branson sacudió la cabeza.

– Lo siento, jefe, pero no estoy de acuerdo. Podrían haberlo hecho deliberadamente.

– ¿Qué quieres decir con eso de «deliberadamente»? -preguntó la agente Mantle.

– Como para marcarse un doble farol -respondió el sargento-, sabiendo que nosotros supondríamos que venían de Inglaterra.

Grace sonrió.

– Glenn, creo que has visto demasiadas películas. Si alguien de otro país quisiera tirar unos cadáveres en el mar, lo haría porque no quiere que le descubran, y no se acercaría tanto a la costa inglesa -dijo, y tomó una nota-. Pero tenemos que investigar todos los aeropuertos y aeródromos locales, y consultar a los controladores aéreos. Y eso se puede hacer el fin de semana, ya que no cierran.

David Browne levantó la mano. El director de Criminalística, que tenía cuarenta años, podría pasar fácilmente por hermano de Daniel Craig, sólo que con pecas y el pelo rojizo. Durante mucho tiempo había circulado la broma de que, unos años atrás, cuando la compañía cinematográfica estaba probando actores para el nuevo James Bond, habían acabado enviando el contrato a la persona equivocada. Llevaba una chaqueta de cuero, una camisa con el cuello abierto, vaqueros y deportivas; y con aquellos anchos hombros y un corte de pelo militar, tenía toda la pinta de un hombre de acción. Pero tras aquella imagen se ocultaba un tipo que trataba con gran meticulosidad los escenarios de los delitos, y que prestaba la máxima atención a cualquier detalle, lo que le había llevado al puesto más alto que podía alcanzar como criminólogo.

– Los tres cuerpos estaban envueltos en un PVC industrial similar, disponible en cualquier ferretería o tienda de bricolaje. Estaban atados con una cuerda de gran resistencia también muy fácil de conseguir. Yo creo que quienquiera que lo hizo no tenía ninguna intención de facilitar su recuperación. Para él era un «trabajo cerrado».

– ¿Qué posibilidades hay de descubrir dónde se compraron esos materiales? -preguntó Grace.

– No eran grandes cantidades -observó Browne-. No es suficiente como para que el vendedor se acuerde. Hay cientos de lugares donde se venden esas cosas. Pero valdría la pena hacer una visita a las tiendas más próximas. La mayoría de ellas abrirán el fin de semana.

Grace tomó otra nota en su lista de «Recursos». Luego se dirigió de nuevo al agente Nicholl.

– ¿Nick?

– He comprobado las listas de personas desaparecidas. Hay bastantes desaparecidos que podrían encajar. Quieren que les pase fotografías de las víctimas.

– Hemos pasado fotografías de los tres a Chris Heaver, que está preparando una versión presentable para publicarla en los periódicos del lunes. Puedes enviárselas a la oficina de desaparecidos al mismo tiempo.

Chris Heaver era el jefe de Identificación Facial.

– También se las haremos llegar a todas las estaciones de Policía del sureste, y veremos si pueden emitirlas en Crimewatch, si para cuando se emita el próximo programa no hemos sacado nada en claro. ¿Alguien sabe cuándo lo dan?

– Los martes -dijo Bella-. Lo he consultado.

Grace frunció el ceño, desilusionado. Eso suponía una larga espera. Entonces se dirigió a la joven agente Emma-Jane Boutwood.

– ¿E. Jota?

– Bueno -dijo ella, con aquella voz elegante, de colegio de pago-. He investigado el caso del torso de aquel chico sin cabeza ni miembros que sacaron del Támesis en 2002. Al pobre chico, que nunca pudo ser identificado, la Policía le llamó Adam. Al final dedujeron que procedía de Nigeria, por el examen de unos gránulos microscópicos de plantas que le hallaron en el intestino. La experta a la que recurrieron fue una tal doctora Hazel Wilkinson, del Jodrell Laboratory, en Kew Gardens.

David Browne, jefe de Criminalística, levantó la mano.

– Roy, conocemos a Hazel; hemos trabajado con ella en varios casos.

– Muy bien -dijo Grace-. E. Jota, encárgate de enviarle lo que necesite; ponte de acuerdo con Nadiuska.

– Sí, y hay otra cosa. Esto lo leí en el hospital -dijo, con una tímida sonrisa y encogiéndose de hombros-. ¡Pensé que podía probar suerte allí! Uno de los laboratorios forenses que usamos para el ADN, Cellmark Forensics, depende de otro laboratorio estadounidense, Orchid Cellmark. He hablado con un tipo muy solícito que se llama Matt Greenhalgh, director de análisis forenses. Me ha dicho que en sus laboratorios en Estados Unidos han avanzado mucho en el análisis de isótopos de los enzimas del ADN. Matt dice que han descubierto que la comida, y en particular sus minerales constituyentes, se puede relacionar con una región de origen, si no ya con un país. Hemos enviado muestras del Varón Desconocido 1 por vía urgente y los resultados deberían llegar a principios de semana.

– Bien. Gracias, E. Jota -dijo Roy.

Por un momento se quedó pensando en lo inútil que podía resultar aquello, ahora que los alimentos viajan por todo el mundo. Pero podría ser útil. Entonces se puso en pie y se acercó a una de las pizarras blancas. Señaló una fotografía con un primer plano del brazo de la mujer.

– ¿Veis todos esto?

Todo el mundo asintió. Era un tatuaje tosco, de dos o tres centímetros de ancho: «rares».

– ¿Rares? -dijo Norman Potting-. ¡Podría ser rash mal escrito! ¡En el sentido de «subidón», o en el de «urticaria», que es lo que parece! -bromeó, con una risita maliciosa.

– Yo apostaría a que es un nombre -propuso Roy Grace, sin hacerle caso-. Lo más probable que puede haberse tatuado una adolescente en el brazo es el nombre de un novio. En este caso parece como si se lo hubiera hecho ella misma. ¿Alguien ha oído este nombre alguna vez?

Nadie.

– Norman y E. Jota, os encargaréis de descubrir si esto es un nombre, y en qué país. O qué significa, si no es un nombre.

Luego se puso en pie y dirigió la mirada a la inspectora Mantle.

– Sé que has estado un par de días desconectada con tu curso, Lizzie. ¿Hay algo que necesites saber?

– No, ya me he puesto al día, Roy.

– Bien.

Sin sentarse, paseó la vista por la sala hasta dar con la analista del HOLMES, Juliet Jones, una mujer morena con una camisa marrón de rayas.

– Necesitamos una operación de barrido durante el fin de semana: consulta con los cuerpos de Policía de todos los condados del país, a ver si tienen algo remotamente parecido. No podemos dar por sentado que esto va de trasplantes. Es la línea de investigación más obvia, pero no podemos descartar que se trate de un loco solitario. Nadiuska considera que quien hizo esto sabe de cirugía. Tenemos que preguntar al Ministerio del Interior por cualquier cirujano o médico capaz de operar que haya salido de prisión o de un psiquiátrico en los últimos dos años. Eso también es un buen punto de partida. -Se quedó pensando un momento-. Y todos los cirujanos que hayan sido inhabilitados que puedan sentirse agraviados -añadió, tomando nota de aquello para sus investigaciones.

– ¿Qué hay de Internet, Roy? -preguntó David Browne-. Recuerdo que alguien ofreció un riñón en eBay hace unos años. Quizá valdría la pena echar un vistazo.

– Sí, eso también es un punto de partida muy bueno -dijo, y se giró hacia Lizzie Mantle-. Quizá se pueda ocupar la Unidad de Crímenes Tecnológicos. A ver si alguien está anunciando órganos para la venta.

– ¿Realmente crees que alguien haría eso, Roy? -preguntó Bella-. ¿Matar a gente para «vender» sus órganos?

Ya hacía tiempo que Grace había dejado de cuestionarse la capacidad de hacer el mal del ser humano. Podías imaginarte la cosa más horrible que el cerebro fuera capaz de engendrar, multiplicarla por diez y, aun así, no te acercarías a los niveles de depravación a los que puede llegar la gente.

– Sí -dijo él-. Desgraciadamente, lo creo.

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